martes, 25 de diciembre de 2007

No me digas "güey"

No se sabe cómo ni en dónde surgió esa expresión de "güey", pero hoy en día es la palabra más utilizada por millones y millones de mexicanos. No es difícil imaginar que la intención de quien quiera que la utilizó por primera vez era decir "buey", pero que por ignorancia dijo güey. Y la palabra se quedó, por ignorancia o una total falta de inmadurez, en los labios de quien quiera que la escuchaba. Como una epidemia todos empezaron a llamarse güey entre sí, hasta que México se convirtió en un país lleno de güeyes.
Se dice que Adal Ramones contribuyó mucho a la difusión de dicho termino. Yo no lo sé de cierto porque yo no solía ver su programa, pero al parecer fue ahí donde quedó establecido que ser güey era "cool".
Pero a mi no me digas güey. Yo no soy una casi bestia (porque ni a bestia llega el término) al que se le ha castrado para hacerlo sumiso, dócil, dejado y que sólo sirve para jalar el arado o lo que es lo mismo, seguir la corriente y hacer lo que se le dicte sin cuestionar.
A mi no me digas güey porque yo sé que uno es lo que afirma ser y me respeto lo suficiente como para no tolerar que un güey me quiera identificar como su semejante.
Y quizá haya quien piense que exagero, que sólo es un término inofensivo que implica amistad, camaradería, pero las palabras no son inofensivas. Tienen vida, tienen fuerza, tienen alma. Nos forman y transforman. Nos creamos y recreamos a través de ellas.
Y me es triste saber que más de la mitad de los mexicanos se consideran güeyes. Es espantoso escuchar a un chavo rematar cada frase que dice con un "güey", como si hacerlo fuera una distinción (no se da cuenta de que es uniformidad). Es triste ver que si hay que hablar con alguien o referirse a alguien, basta mencionar al güey que al parecer todos llevan dentro, para identificarlo y de paso despojarlo de su individualidad.
Total, a mi no me llames güey, porque no es un asunto de ser o no ser. Aquí no hay duda y no debería de haberla en tí.

sábado, 30 de junio de 2007

Se sabe un fraude

Hay días en que amanece con la agresión en la boca. Discute entre sueños y abre los ojos entre gritos. Llora de coraje, pero sin lágrimas. Llora con los puños, con el estómago que se retuerce sin provocación. Despierta a un mundo de enemigos:
El mecánico que le entregó el auto tres horas después la semana pasada. El conserje que dejó abierta la puerta del garaje hace un mes. La torpeza de una desconocida que al subir al ascensor lo empujó y le tiró de la mano un pedazo de papel sin importancia, pero suyo. Su jefe, que pide cinco veces la misma explicación y cinco veces él responde con la esperanza de que, esta vez, sí entienda el muy estúpido. La maldita vieja de la recepción que siempre le dice Pedro, en lugar de Jorge, y encima de que pretende cambiarle la identidad lo hace con una enorme sonrisa de madre adoptiva, y todo porque dice que le recuerda a su sobrino de no sé qué pinche pueblo del norte de Aguascalientes. A quién chingados le importa, piensa mientras le sonríe como buen hijo adoptado. “¡A qué Doña Carmen!”
Sería más fácil si llorara, pero no sabe hacerlo. Sabe luchar. Amarrarse los huevos y sacar adelante la chamba. Sabe codearse con idiotas y pretender que le caen bien con tal de que firmen un contrato o le hagan la vida sencilla y no se quejen del servicio que, bien lo sabe, es deficiente y no tiene nada que ver con lo que promete como vendedor del mismo.
Se sabe un fraude y saberlo le come las entrañas, pero no es eso lo que lo desquicia. Lo mata saber que no tiene otra opción más que ser un fraude. Lleva ya demasiado tiempo buscando otro trabajo, un lugar en este puto mundo en el que se sienta él, verdaderamente él, y no el títere de una compañía a la a que no le interesa hacer un buen trabajo sino garantizar las entradas de dinero.
Sus jefes, los hijos de los dueños originales, han tomado toda clase de cursos de superación y de administración pero no saben ni madres de lo que es dar lo que se ofrece, de lo que es amar el trabajo que se realiza. Están ahí porque ahí está el dinero de la familia. Y Jorge está ahí para garantizar que la línea continúe, para dar solución a problemas que no debería presentarse si se hicieran bien las cosas y para tratar de no dejar lo mejor de su persona en manos de gente que no tiene respeto por su trabajo y que piensa que cualquiera podría hacerlo precisamente porque nunca lo han hecho ellos mismos.
No siempre fue así. Al principio, hace ya demasiado tiempo, invirtió en su chamba todo su ser. Llegaba a trabajar con la sonrisa en el rostro y la esperanza en la mirada. Creía que era un agente de cambio, no de ventas. Era, ahora lo dice, un ingenuo.
En menos de dos años todo ha cambiado. Es el mejor en lo que hace pero se siente peor que nunca. Ha pasado de ingenuo a hipócrita. Se odia.
Hay días que amanece con la agresión en la boca. Lo triste es que la mala cara siempre la reciben quienes realmente lo aman y ven en Jorge cualidades que él ha olvidado que existen. A los otros, conocidos y desconocidos a quienes llama verdugos, les sonríe. No sabe hacerlo de otro modo.