sábado, 26 de mayo de 2018

Amiga


La luna ya no es poema.
Es realidad y tiene su lado obscuro.
Y no la extraño.
La admiro.
La veo transmutarse cada noche.
Crece. Disminuye. Crece de nuevo.
Me invita a despertar,
a reconocer en la noche
las sombras que me forman.
Promete acompañarme
cuando pueda.
Sólo cuando pueda.
“No voy a mentirte”, me dice.
“No siempre estaré ahí.
Pero siempre volveré.
Eso sí puedo prometerlo.”
Y cumple su promesa.
La admiro porque sabe
cumplir con sus promesas.
Reconoce sus tiempos,
comprende los míos.
La luna ya no es poema,
ni espejismo reflejado
en un mar hambriento.
La luna es ejemplo de humilde
realidad: no tiene brillo propio
y, bien visto, no es más que una roca.
“Soy terca, dura y constante”,
me dice.
“Conozco mis límites, acepto la obscuridad,
y soy capaz de revelar la belleza de la noche,
la verdad oculta, y la bondad invisible.
Soy, también, incapaz de acompañarte siempre,
pero incluso detrás de la vedada realidad,
estoy presente, y desde mi trinchera
te siento y pienso en ti.
Por eso, cuando puedo, me verás rociarte
de luz prestada que nunca he de quedarme.
La luz es para ti, niña de luna azul,  
fenómeno irreal pero existente.
Dulzura perdida en la ceguera de otros.
Amiga.”


Photo taken from: http://www.muyinteresante.com.mx/ciencia-y-tecnologia/espacio/18/01/23/la-luna-azul-no-se-llama-asi-por-su-color/

lunes, 14 de mayo de 2018

Desde esta obscuridad



La introducción en Facebook de la meditación diaria del 7 de mayo del 2018 de Richard Rohr, Fraile Franciscano al que vale la pena leer, inició con una pregunta: ¿Cómo te sientes al ser parte del Cuerpo de Cristo? La respuesta que vino a mi mente fue inmediata: me siento enferma, no deseada y sola. ¿Quiere eso decir que no formo parte del Cuerpo de Cristo? No. Sé que lo soy, pero como toda enfermedad, nadie me quiere aquí, en este cuerpo. ¿Hay dolor de cabeza? Mejor tomar una pastilla e ignorarlo. ¿Hay acidez? Mejor tomar un remedio y aminorarlo. ¿Hay un tumor? Mejor extirparlo y retirarlo. ¿Cierto? 


¿Y qué lo originó? ¿Dónde están las causas? ¿De verdad con ignorar, aminorar, extirpar, el mal desaparece? Si así fuera la enfermedad en esta humanidad sería cosa del pasado, pero no lo es. Está presente, es un continuo. La muerte nos acecha.

Mi enfermedad, la enfermedad que represento y vivo, la enfermedad que me define es más común de lo que muchos se atreven a reconocer: ansiedad y depresión. La ansiedad siempre llega primero. Es una lucha. El cerebro reptiliano (el más básico de todas las partes del cerebro) entra en acción. Sientes que tu vida corre peligro, es un asunto de vida o muerte. Así que corres, peleas o te paralizas. A veces, como es mi caso, lo haces todo. La desesperación es tan grande que lo haces todo al mismo tiempo. Y no es agradable para nadie. Esa desesperación es el síntoma más fuerte y es el que te hace alejarte y hace que otros se alejen de ti.

La primera vez que me sucedió la parálisis llegó casi de inmediato. Esta vez luché. Quiero decir que me fue mejor, pero no, no fue buena idea. Lastimé como lo hace todo animal herido. Y el daño es irremediable. Con todo, a veces creo que sí fue mejor, porque la primera vez no luché y terminé tragándome quién sabe cuántas pastillas. No fueron suficientes, pero supe entonces que el peligro era real y busqué ayuda. No es que no la haya buscado antes, pero literalmente más de un médico me recomendó tomar una aspirina y relajarme. Imbéciles. Y hubo quien… no, hubo quienes aprovecharon la debilidad para sacar provecho. Hay tantas formas de abusar de quienes necesitan ayuda. Tantas.

Como dije, esta vez luché y mientras lo hacía pedí ayuda. Mi carta no se leyó, y quien sí la leyó me respondió: “no pienses.” ¿En serio, ese es tu consejo? Ay…  Pedí que recordaran quién era yo, quién había sido todo ese tiempo, que me recordaran. “Yo sigo aquí”, les dije, “estoy aquí, detrás de toda esta desesperación, angustia y agresión. Lean sobre los síntomas que les digo que estoy presentando. Por favor, ayúdenme e infórmense. Necesito ayuda.”

La ayuda no llegó. Al contrario, la iglesia, sí, era un grupo de la Iglesia, me dijo: “La Pastoral es un tren en movimiento que no puede esperar a nadie.” Les apuesto que, si hubiese dicho que tenía un tumor, una apendicitis, un problema respiratorio, un ataque cardiaco, me habrían ayudado, tranquilizado al menos, me habrían dicho: “no te preocupes, aquí estamos, estamos orando por ti.” Pero eso no sucedió.

Todo fue de mal en peor. No voy a decirles que fui un ser humano integro y fantástico y que soy la víctima de una bola de desconsiderados. No. Fui agresiva, fui grosera, fui… fea. Muy fea. Aún lo soy. Y hoy sé que lo seré por siempre. No se llega a más de los 40 años con depresión sin la certeza de que llegó para quedarse y que es “la Cruz que me tocó cargar.” Sobra decir que, dado que mi condición me hizo “difícil” pues terminé marginada. Puedes “estar” pero no puedes participar en el grupo de Whatsapp de todos y no puedes hablar de lo que te pasa ni de lo que necesitas, porque no queremos saber lo que necesitas. Aquí lo que cuenta son las necesidades de la gente que ayudamos, no las tuyas. Esta es una comunidad y tú no haces lo que tienes que hacer para ser comunidad. “Pórtate bien o no puedes estar aquí.”

Lo curioso, no… lo triste, es que yo sólo intentaba hablarles de las necesidades de Maslow (psicólogo, para muchos, padre de la psicología Humanista, aunque bien podría ser Carl Rogers, o ambos). La necesidad física, que en mi caso era el medicamento, el ejercicio, y el tratamiento psicológico, ya lo llevo en marcha. Las que siguen son las de Seguridad, Afiliación y Reconocimiento. Ninguna de las cuales se estaban cubriendo. Llevan años sin cubrirse, y no sólo para mí. La Pastoral a la que pertenecía era mi razón de ser, mi motivación más grande. Y con un historial de depresión en mi vida, yo necesitaba mi “razón para existir”. Todo lo que he hecho en los últimos años ha sido para ellos. Sentirme “fuera, ignorada, marginada, no deseada” era una amenaza a mi razón de existir. Pero mi seguridad se vino al suelo cuando la nueva coordinadora me dijo aquello de “somos un tren en movimiento que no puede esperar a nadie.” Yo creí que éramos Iglesia, que éramos comunidad, pero no, éramos un tren, una organización en marcha, y si tengo un mal, pues lástima, arréglalo y cuando ya estés bien eres bienvenida a bordo, eso sí, siempre y cuando puedas seguirnos la marcha y portarte bien. No pueden imaginar cuántas veces he querido bajarme de este tren en movimiento que es la vida en su conjunto. Ha sido una oración constante.

Sobra decir que la afiliación y reconocimiento a medias, no es ni lo uno ni lo otro. Hice lo único sano que podía hacer: dejé la Pastoral. Porque no hay dignidad ni fraternidad en estar, pero no digas nada, no pidas comprensión, y no nos trates de educar en torno a teorías psicológicas que podrían marcar una diferencia, no sólo para ti, sino para todos. Teorías que no nos importan. “Aquí no queremos gente con necesidades.”

Bueno, cuando leí aquella pregunta: ¿Cómo te sientes al ser parte del Cuerpo de Cristo? Una pregunta hecha en una meditación que, por cierto, tengo prohibido traducir (sí, las empecé a traducir hace años para compartirlas en español con gente que amo y que le haría bien leerlas, pero no debo porque, aunque son gratuitas y están en línea, tienen derechos de autor, iglesia al fin). Decía, mientras leía la pregunta me sentí enferma.

Nunca me había sentido enferma. Y confieso que es un alivio saber y reconocer por primera vez que esto es un mal, pero no sólo mío. Porque si un intestino está enfermo, ¿lo está porque quiere estar enfermo, o es lo que se come y cómo se vive lo que lo enferma? O si un corazón está enfermo, ¿el corazón y sólo el corazón tiene la responsabilidad de su condición?

¿Se imaginan qué diferente habría sido si la jefa y el Padre hubiesen realizado acciones que me alienten a sentirme segura, afiliada y reconocida? Y no nada más durante la crisis, sino desde antes. Digo, llevo años con ellos y aquello de “no quiero gente con necesidades” no fue la primera vez que lo escuché. En cuanto a la jefa, nunca quiso hacer nada salvo aquello que le interesaba, hasta que tuvo la oportunidad de ser “la jefa”. Porque según entiende, ahora sí, dando órdenes y delegando todo el trabajo llegarán más lejos. Necesitamos un líder, le dije, no una jefa, sobre todo cuando el trabajo es voluntario.

El caso es que llevo años buscando un reconocimiento que nunca llegó, una aceptación que nunca existió, y una seguridad que no he de tener. Soy un mal. Y por primera vez no me molesta serlo. Me entristece y me enoja, sobre todo me enoja, porque pedí ayuda. He pedido ayuda toda mi vida. Pero la ayuda real, la que implica que el otro también tiene que hacer algo, tiene que actuar, tiene que darse cuenta del daño que es capaz de hacer porque simplemente no quiere conocer “teorías” que le impliquen un esfuerzo, un cambio, una toma de conciencia, esa ayuda no llegó. No en un grupo de iglesia (ojo, que lo escribo con minúscula). Quizá sí en una “red de apoyo.” Que gracias a Dios empiezo a tener. Hoy busco una red de apoyo. Ya no busco iglesia, porque para ella soy un tumor, una enfermedad, una lástima. Y no necesito lástimas ni buenos deseos. (Oh, el último mensaje de la jefa por Whats fue: Gracias por todo, con mis mejores deseos. Lo peor es que está convencida de que desear el bien equivale a hacerlo.)

Nadie puede salir de la depresión solo. Nadie. Es como estar en el “mundo del revés” de la serie de “Stranger Things” de Netflix. ¿Conocen la serie? 




El mundo se vive así, obscuro, tenebroso, triste, y tienes miedo, mucho miedo. Te enfrentas a demonios reales, y muchas veces la salida se antoja como única: morir. Pero, afortunadamente para mí, el Cuerpo de Cristo no es sólo una iglesia. Aclaro que no tengo nada en contra de La Iglesia (Iglesia, esa sí con mayúscula). Ella es mi hogar y en ella he conocido a mi Salvador y Guía. Pero mi guía y amigo me ha demostrado que la Iglesia es un mundo de gente, no una organización. Y que, si bien existen comunidades en las que no quepo, también existen redes de apoyo. Sí, existen muchas, muchas, muchas personas que no sólo han estado en este “mundo del revés” sino que han aprendido a entrar y salir de él, y que saben ayudarte, pueden comprenderte, y quieren que sepas que no estás solo. Y sí, tendrás que responsabilizarte de muchas cosas, pero no cabe la culpa. Esa, murió en la Cruz de Cristo, y no es carga para nadie. Aquí, en la Iglesia, la ayuda más grande es la certeza de que no estás solo. Busca, y verás que encuentras.

Hay, además, muchas, muchas, muchas personas que se han aventurado en conocer ese mundo, en unir fuerzas para crear caminos de sanación y salvación, que han dedicado su vida a la investigación de este y muchos otros males obscuros y fríos, lugares donde ni los ángeles se aventuran, con el único fin de rescatar a aquellas partes de este Cuerpo Místico que están enfermas.

Y también están los otros, los que no saben nada, pero leen, toman cursos y aprenden, porque “tanto así vales tú, que necesitas ayuda, tanto así que soy capaz de aprender algo nuevo por ti.”

El más grande de estos seres maravillosos es, por supuesto, Cristo, pero, y esto es fundamental, a Cristo lo conocemos conociéndonos y educándonos en torno a la realidad humana y espiritual. Y siempre, siempre, siempre lo conocemos a través del amor, la comprensión y la compasión de otros. A Cristo sólo se le conoce con el atrevimiento de ver la verdad, por dura y triste y fea que sea. Si no experimentamos a Cristo, en toda su alegría y todo su dolor, y eso sólo se logra con el contacto con otros, no lo conocemos. Así que, si no aprendemos a leer los signos de los tiempos de cada ser humano, seremos hipócritas. Y Jesús no tuvo ningún reparo en llamar hipócritas a quienes dicen conocer a Dios, sin mostrarse compasivos y comprensivos incluso hacia un “poseso”, esos seres que conocen al demonio y se han visto dominados por él. Un ser humano feo y agresivo y molesto. Alguien como yo.

Decidí escribir este texto porque ya no quiero esconderme detrás de la apariencia de “todo está bien.” Si lo sigo haciendo voy a terminar como tantos otros y seré una noticia en el periódico: “Mujer muere por su propia mano.” Seré un número más, entre los ya alarmantes números de suicidios que existen. Esta vez, voy a hablar con la verdad. Porque es la verdad la que nos hace libres. Y tengo que creerlo.

Las necesidades y motivaciones humanas son increíblemente fundamentales, y cuando no se cubren muchas cosas malas suceden, pero no sólo al individuo, sino a la sociedad en su conjunto. Las cárceles están llenas con personas con algún tipo de trastorno, y a todos, a todos nos haría bien visitar un psicólogo alguna vez en nuestra vida.

Hace poco leí un artículo en el que se explicaba lo que Noam Chomsky, lingüista y analista excepcional, consideraba eran las 10 estrategias que tienen los gobiernos para la manipulación masiva. La décima era precisamente no informar y educar a las personas en todo lo que hoy se sabe sobre los seres humanos. Quedarnos en la ceguera de esta enorme “señal de los tiempos” es un error. Y estoy obligada a decirlo, precisamente porque formo parte de este Cuerpo de Cristo que se llama humanidad. Y si nunca antes me había atrevido, hoy, aunque tengo miedo, lo voy a hacer. Y desde esta obscuridad te grito, sí, te grito: ¡Ayúdame!