sábado, 22 de diciembre de 2012

Un pretexto

Buscaba un pretexto para escribir. Pero no hay ninguno. Desde hace ya más de un mes no quiero decir nada. Nada. Voy a lastimarte con mis palabras. Y no quiero hacer eso. Entonces me las trago, como lo he hecho toda la vida. Es como comer vidrio, ¿sabes? Es como sentir que tus entrañas sangran y verte descomponerte poco a poco, día a día. Pero al menos tú vivirás en la ilusión de que todo está bien. De que tú estás bien. Porque eso es lo que quieres: estar bien. Nada tiene que ver con el amor que dices que me tienes. Nada tiene que ver conmigo ni con mis necesidades. Esas son un chiste. Un pretexto para reírnos juntos, pues es absurdo que yo necesite algo más que tu amor.
Buscaba un pretexto como lo he buscado toda la vida. Un amor que sea más grande que tú y que yo. Y que por eso mismo me obligue a abrir los ojos y los labios. Un amor que surja de mí y que me lleve a mí. Y que al reconocerme te reconozca. Y te de la misma dignidad que pido.
Buscaba y te pedía que buscaras conmigo. Y lo hiciste. El amor te llevó a entregarme el gusto de verte a mi lado participando en ritos y rituales. Que de eso se trata, pensaste: ritos y rituales. Démosle a la niña su gusto por creer en historias de trascendencia, en cuentos de amor y gloria, en pasiones que son tan trágicas que no vale la pena repetirlas en uno mismo. Démosle a la niña su gusto por creer.
Y así, mientras tú me dabas atole con el dedo, yo, a cuenta gotas, fui leyendo la verdad que tu condescendencia creyó vedada a mi capacidad e inteligencia. Y un día la niña se dio cuenta de que ya no era la pequeña de tus ojos. Creció, creció tanto que ya no cabía en tus brazos, que ya no puede seguir a la sombra de tus deseos, ni de los suyos. Creció en fe y en dignidad. Creció con historias de trascendencia que quiere hacer realidad. Creció con historias… que quiere hacer realidad.
Historias en las que no estás tú. Historias que buscan, ya no pretextos, sino verdades. Historias que hablan, no de amor, sino de Dios, que si bien es amor, es mucho más que sólo eso. Es la valentía de decirte que eso que tú me dices que es Dios, es en muchas ocasiones lo que te conviene que sea. Y Dios ya está cansado de ser tu pretexto para mantener al mundo bajo los mismos esquemas de escuela, iglesia, sociedad y familia.
Buscaba un pretexto para escribir. Pero no encontré ninguno.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

¡Qué tragedia!


¡Qué tragedia!

Adán culpando a Eva y ella culpando a la intuición que la llevó a creer que él la amaba y la llevó a amarlo como si fuera dios.

¡Qué tragedia!

Ahora los frutos de ella dependen de él, y está convencida de que no puede lograr sin dolor. Ahora ella está sola porque ha pisado su ancestral capacidad de saber, su única y verdadera compañía. La ha negado como se niega a sí misma en la desesperación de no ser amada, por ser tan mujer. 

¡Qué tragedia!

Ahora él cree que está por encima de ella, y no puede disfrutar sin conquista, sin sudar su pan tanto como su gozo, porque necesita ser el Dios de la mujer que ama, y que también desprecia, porque cree que está por encima de ella, aunque sabe que no lo está. Y cuando la culpa, lo que quiere es lavarse las manos y no ser el dios que ella le hace sentir que es, porque no es justo ser tanto, porque no es justo ser dios.

¡Qué tragedia!

Porque ambos están atrapados, señalándose el uno al otro, incapaces de decirse: lo siento tanto como te siento, te amo tanto como me amo… Incapaces de aceptar que ese amor fue prematuro, fue un saber, no un ser. Había que dejar madurar el fruto para que el árbol del jardín de sus cuerpos no sólo fuera un conocerse, sino fuera ante todo un vivirse. Un árbol de vida, no de saber.

¡Qué tragedia!

Porque lo que está destinado a ser un cantar de cantares, se ha convertido en un lamento. Porque ahora sus pasos se encaminan, no al encuentro, sino al adiós. Y así, aunque no se despidan nunca, ya se han alejado el uno del otro, porque no saben qué hacer con ese dolor en el cuerpo, porque no saben quitarse ese pesar en el alma, porque no pueden ni quieren aceptar que participaron en este abrir de ojos que los ciega ante la incapacidad de responder al llamado de elevarse por encima de todo lo que piensan y todo lo que sienten, y ser, efectivamente, dos en un solo cuerpo.

¡Qué tragedia!

Porque participar no es culpa, es todo lo contrario. Es asumir que no fue algo que sólo sucedió. Es dejar de señalar al destino y de condenar a las coincidencias que los unieron y que ahora los separa. Es dejar de culpar a Dios y al mundo, y reconocer que efectivamente son libres. Libres para amarse. Libres para ser lo que son. Libres para ser, afectivamente, uno con Dios, que todo lo puede, que todo lo ama y que todo lo perdona.

¡Qué tragedia Dios mío! ¡Qué tragedia!

viernes, 2 de noviembre de 2012

Los cristianos me dan miedo

A veces los cristianos me dan miedo. Y cuando digo cristianos nos incluyo a todos. Católicos y protestantes. Todos.

A veces los cristianos me dan miedo porque ven el diablo en todas partes. En todos lados. Nos dicen, hay que sacar a Dios de la caja en la que lo encerramos y dejarlo hacer. Hay que tenerle fe. Cree en Él por encima de todo. Y luego, se encierran ellos en la palabra escrita y no ven más allá de la letra. Y claro, encierran su fe porque dejan de creer en la humanidad que habitan, en la humanidad que somos todos.

Dicen que saben que son pecadores y en su afán de salvarse condenan a todos los que no son como ellos, no creen como ellos, no viven como ellos, no sienten como ellos, porque en realidad, aunque dicen que son tan pecadores como todos, no lo creen.  Ellos no son los hijos pródigos. Son los hijos buenos. Y en fondo, como Jonás que no quería la salvación del Nínive, no quieren la salvación más que de ellos, que lo merecen, que son buenos y nobles. Que han trabajado toda su vida para ser salvos.

A veces los cristianos son como alguna vez dijo Jesús: “¡Hipócritas!” Y no porque no sean lo que dicen ser. Son buenos, sin duda lo son.
  
Pero… “Cuando ustedes ven que una nube se va levantando por el poniente, enseguida dicen que va a llover, y en efecto, llueve. Cuando el viento sopla del sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente? ¿Por qué, pues, no juzgan por ustedes mismos lo que les conviene hacer ahora?” (Lucas, 12, 54-57)

De modo que para muchos cristianos el mundo se hizo en seis días y el séptimo Dios descansó. Así dice la letra, así es… Por lo tanto, la ciencia es cosa del diablo. Poco importa que la Biblia se haya escrito en un “tiempo” en el que el concepto de ciencia no existiera aún, y que Dios, qué sí saber reconocer la “señal de los tiempos” y tiene, sin duda, criterio, haya decidido hablar como mejor se le podía entender dadas las circunstancias. Ah, no… cualquier intento del hombre de ser y mostrar toda la capacidad que Dios le dio por ser objetivo y lograr con ello descifrar los misterios del mundo, vienen, sin duda, del diablo.

De igual manera, para muchos cristianos mexicanos, el pedir dulces en Halloween es cosa del diablo: no tiene que ver con aspectos culturales, no tiene que ver con una de las muchas formas en que el hombre ha intentado enfrentar sus miedos, explorar su obscuridad y al final recibir la “dulce” recompensa que es saber que sus miedos son ilusiones, simples disfraces. No, claro que no. Es cosa del diablo.

Y lo mismo dicen muchos cristianos norteamericanos y de otras partes del mundo sobre nuestros altares de muertos (no de Dios, de “muertos”), nuestras catrinas y nuestros dulces de calaveras, nuestra fiesta de comida y gustos mundanos que ofrecemos a las almas que nos visitan para seguir sintiéndonos vivos con ellos, amados por ellos, acompañados por ellos. Para darles vida una vez más en nuestro afán de recordarlos. Y eso es lo que en realidad hacemos: una fiesta para recordarlos.

Cuando se trata de nosotros, de nuestras tradiciones y nuestros hijos, comprendemos lo cultural, pero si se trata de alguna otra cultura, algo que no vivimos ni queremos ver: es cosa del diablo.  

¡Hipócritas! Todos somos unos hipócritas. Porque Dios no quiere que dejemos de ver nuestra humanidad, nuestra cultura, nuestro saber, nuestra ciencia…  Hay que verla, vivirla, descubrir sus orígenes, sus intenciones, su razón de ser…  Darle el peso que tiene: la cultura es cultura, la ciencia es ciencia y Dios es Dios.

Pero Dios quiere que vayamos más allá, y eso implica que si es cierto para nosotros lo es para todos: se aplica a toda cultura, a toda ciencia y a todo lo que viene de Dios.

Y nada humano es cosa del diablo. El diablo está en el miedo que nace ante lo diferente, lo que no comprendemos ni queremos hacer el esfuerzo de entender porque juzgar es más fácil. Porque es más sencillo leer la letra por la letra, en lugar de esforzarme por darle vida a la Palabra y descubrir su sentido.

Sí. El diablo está detrás de todo lo que fomenta el miedo, porque el miedo nos lleva a ser intolerantes. Y de la intolerancia nace el odio. Y el odio es todo lo que Dios no es.

Porque Dios es amor –así lo afirma la primera carta de Juan en su versículo ocho. Y el amor, en su más mínima expresión, es tolerancia y buena voluntad. ¿No lo sabías? Eso es lo mínimo que puedes hacer por el otro: tenerle tolerancia y no desearle el mal.

El amor, es entonces, buena voluntad y tolerancia. No es paciencia.  Ésa, la paciencia, nos dice el Dalai Lama, se obtiene con los hijos, los que son como nosotros y nos es fácil amar, aunque acaben con nuestros nervios. La tolerancia, nos dice el maestro oriental, nos la enseñan nuestros enemigos. De modo que bien visto, nuestros enemigos, los que no son como nosotros, lo que no creen ni piensan como nosotros, ellos son nuestros más grandes maestros, nuestra oportunidad de ser humanos, nuestra salvación. Hay mucho que agradecer en esta comprensión, en esta toma de conciencia. Hay mucho amor.

Antes de escribir este texto tuve miedo. Vaya, todavía tengo miedo. Porque vivo en un mundo de cristianos y podrían darse cuenta de que soy más humana que cristiana. Que si creo en Cristo es porque fue humano conmigo. Que si le amo es porque no me juzgó, ni me juzga. Que es Cristo quien me toma de la mano y me ayuda a abrir los ojos porque quiere que deje de creer que para ser hija de Dios necesito llenar requisitos, que para ser amada y aceptada tengo que ser de tal o cual manera. Sé que no pertenezco al grupo de los hijos buenos. Soy tan pródiga que incluso ahora estoy tentada a darme la media vuelta e irme al mundo de las sombras, de almas en pena… pero eso sí, en silencio, para que nadie piense mal de ellas y puedan seguir navegando con la bandera blanca de la paz intolerante de las buenas conciencias.

Yo no tengo una buena conciencia. Pero tengo conciencia. Y sé que interpretar la señal de los tiempos, o como diría el doctor judío y tremendamente humano, Viktor Frankl, encontrar el sentido, no es fácil, pero sin conciencia y criterio humano, creo, es imposible.

Así que con todo el miedo de mi alma, tengo que decirlo: ¡Hipócritas!

viernes, 19 de octubre de 2012

Rescátame tú


Pero la mujer se acercó a Jesús y, puesta de rodillas, 
le decía: “Señor, ayúdame”. Jesús le dijo:  
“No se debe echar a los perros el pan de los hijos”. 
Mateo 15, 25s
Rescátame tú…

Regrésame mis ojos para verme
tan digna como tú me haces sentir.
Regrésame mis labios para oírte
pronunciar tu verbo con mi voz.
Regrésame mi alma,
ladrón de ilusiones,
cruel verdad dicha a mil voces;
absurdo intento de tenerte.

Rescátame tú…

Te exijo que me mires de una vez,
y dejes ya de darme tú la espalda…
Acaso no ves que sigo siendo tuya
aun cuando he dejado de vivir en la razón,
aun sin alma,
aun así soy hija de tu mundo,
soy niña de tus ojos,
soy corazón perdido entre las piedras
del juicio sin sentido.

Un juicio que también has generado tú,
Y alimentas con tus contradicciones…
Con tus “te quiero” pero “no cerca”.

Rescátame tú…

Que hay mucho maná sobre la mesa,
Y hay también migajas que a los perros eres capaz de dar.
En cambio a mí,
a mí que me tienes a tu lado
no puedes ni mirarme
sin sentir el repudio que también
has aprendido de quienes,
como tú,
son hombres.

Rescátame…
Que al rescatarme también te salvas tú…
Porque es por mí por quién hoy pisas esta tierra.
No por los que son como tú…
Que ya son salvos…
Que ya son hombres...

Anda, atrévete a ser todo eso que tú eres…
Y rescátame…

¡Rescátame tú!


martes, 9 de octubre de 2012

Tú no has caído del cielo

Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone
Sobre el alero del Templo, y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo
porque está escrito: A sus ángeles de encomendará y en sus manoste llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.”Mateo 4, 5s
Al punto: a veces la vida se siente como pura “chingada”. No, por favor no cierres tus ojos ni tapes tus oídos. A las cosas se les dan el nombre que tienen, y el verbo chingar existe, por desgracia.
No hace falta definirlo mucho, ya lo hizo bastante bien Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad. Quedémonos con el resumen: “En suma, chingar es hacer violencia sobre otro. Es un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Y provoca una amarga, resentida satisfacción en el que lo ejecuta.”
Y claro, ante una chingadera siempre hay una víctima: la chingada.
Lo chingado (o la chingada, da igual), describe Paz: “es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior”.
En palabras más simples: Nadie quiere ser chingado pues implica el fracaso más grande, el dominio total. Chingar es “herir, rasgar, violar –cuerpos, almas, objetos-, destruir”, nos dice Paz. De modo que si has de chingar o ser chingado, pues se antoja más lo primero que lo segundo. ¿No?
Claro que eso nunca se dice. No abiertamente, al menos. Pero esa vocecita interna que todos llevamos dentro –y que tiene como fin preservar, no nuestra (femenina) humanidad, sino nuestro preciado (y masculino) ego –ésa sí que lo dice.
Y a veces le creemos, y pensamos, “yo puedo con esto y más”. No pedimos ayuda ni guía ni nada. ¿Para qué? ¡Somos unos chingones! ¡Ja, faltaba más! Y todo va muy bien hasta que caemos –porque todo lo que sube tiene que bajar. Entonces sí que sentimos todo el rigor de las alturas que hemos visitado. Y la vida, que antes era divina y se antojaba plena, deja de ser bendición.
Y hay también aquellos que parecen haber nacido para ser chingados una y otra vez. Los eternos “buena gente” a quienes la vida parece lanzarles una chingadera tras otra. ¿Pues no que muy hijos de Dios? ¿Pues no que Dios te cuidará siempre y te dará lo que mereces? Y tú, que eres bueno, ¿por qué mereces entonces tanto sufrir? La víctima, aparentemente pasiva, aprovechará entonces toda pequeña ocasión para ejercer el pequeño poder que tenga en cuanto ámbito pueda. Y será bueno, sí, para “chingar quedito”. Porque no te engañes: no existen las víctimas cien por ciento pasivas. Toda víctima aprende también a ser victimario. Y así, todos participamos en este juego de chingar o ser chingados. Así vivimos, y así definimos nuestras relaciones.
Sí, a veces la vida se siente como pura “chingada”.
La vida, que es en realidad un Templo hecho para vivirse sin miedo, para caminar por ella con confianza y alegría, con disposición a dar el siguiente paso. Un paso más cerca a la libertad de espíritu, un paso más cerca a la comprensión de que somos Hijos de Dios, que es decir valiosos, significativos, humanos, abiertos, dispuestos a entregarnos y a arriesgar el alma sin perder el piso.
Pero demasiadas veces esa vocecita interna nos coloca por encima de todo lo que somos, nos eleva, nos lleva al alero del templo, a la situación extrema de creer que dar el siguiente paso nos hará ser unos chingones, y confundimos nuestra valía humana (verdadera fortaleza inquebrantable de Hijo de Dios), con la grandeza de ser más que otros, más que todos, más que las circunstancias, más que la vida misma.
Cuando Jesús escuchó esa vocecita interna, no cayó en la tentación de creerse ni más ni menos que eso que él era en ese momento: el Señor que tiene dominio sobre sus voces internas, sobre sus ideas, sobre lo que se dice a sí mismo; el humano que saber discernir entre lo que le hace bien a su alma y lo que le hace mal a su ser.
Y lo único que hizo, y que haríamos bien en hacer todos, es dominar su pensar y decirle: “no tentarás al Señor tu Dios”. En otras palabras: “guarda silencio, que aquí quién decide lo que me digo, Soy yo, y Yo Soy mucho más que mi ego”.
No hace falta chingar ni ser chingado. La vida no es un arriesgado alero, no es un extremo, no es una competencia ni un vértigo. Bájate del alero, de tu nube y pisa tierra. Da el siguiente paso. Hazlo con confianza, porque así sea un error o un acierto, no perderás valor ante los ojos de Dios. De modo que no hay nada que probar. No necesitas demostrarle a nadie, ni siquiera demostrarte a ti mismo, que eres un hijo valioso de esta vida. Ya tienes valor. Así de fácil.
La invitación está dada: vive la vida, que por mucho que a veces se sienta como pura chingada, ese sentir no es más que un espejismo. El vacío que está frente a ti se llama futuro. Y llevas en ti las voces correctas (ángeles) que te harán caminar y evitarán que tus tropiezos y fracasos se conviertan en heridas mortales. Tú no has caído del cielo. Eres sólo un hombre que hace su mejor y más grande esfuerzo, y en la medida en que lo creas y lo valores, lograrás más, porque dejarás ya de tener miedo.













domingo, 23 de septiembre de 2012

Hazme volver a Ti

  Señor…
           …hazme volver a Ti.
Hazme desear la vida
que me ofreces.
Dame tu gozo para que pueda yo gozarme en Ti.
Dame tu rostro para que pueda yo verme en Ti.
Permíteme volcarme en tu presencia
y no necesitar nada que no seas Tú.
Sé mi escondite,
que no quiero verme en este mundo.
Sé mi libertad,
que no quiero vivir atada a la mirada
de quien no quiere verme
porque no valgo lo que se espera de mí.
Hazme volver a Ti
y ser feliz como la niña que toma la mano de su Padre,
Que sabe, una vez más, que está a salvo.
Como lo estuve al principio.
Como he de estarlo al final.
No me abandones Tú
ni me dejes ser carne viva para lobos.
No me permitas ser yo mi tumba,
que estoy a punto de entregarme viva
a la tentación de creer
que valgo sólo la medida de mis aciertos
         -que son tan pocos Dios mío, son tan pocos-
y no la grandeza de tu bondad.
Hazme volver a Ti.
Decide Tú mi destino
y no me permitas correr a rogar la atención
que nunca tuve, porque nunca fui lo esperado.
Hazme volver a Ti.
Y dame la coraza que requiero
para impedirle penetrar mi alma,
Para creer que valgo todo lo que soy.
Y creer que más allá de todo juicio,
soy luz y vida y amor.
El mismo amor que me llevó a los ojos
que hoy quiero arrancarme
porque por fin la verdad asomó el rostro
y me dijo: te amo en la medidaen que eres todo lo que requiero que tú seas… y me odié al oírlo,
porque no soy lo que se requiere que yo sea.
Y me odié al verlo.
Y me odié al sentirlo.
Y me odié al saberlo.
Al saber que me odio con la misma fuerza
con que te amo a Ti.
Así que Dios mío,
hazme volver a Ti,
que el odio que hoy conozco me hace libre,
pues es verdad que al surgir
me hace consciente de lo lejos que estoy de tu presencia
… y a su vez… me lleva a buscarte…
porque te coloca como único bien frente a mi vida.
Como mi única y última esperanza.
Hazme volver a Ti
y transforma esta verdad en la debilidad
que pueda ser mi fuerza,
en la sabiduría que pueda ser mi guía,
en la paciencia que pueda ser mi arma,
y en la fe que llegue a ser mis alas.
Señor…
           … te lo ruego
                        …hazme volver a Ti.

jueves, 30 de agosto de 2012

Convicción

Dios nuestro, tú que puedes darnos un mismo querer y un mismo sentir,concédenos a todos amar lo que nos mandas y anhelar lo que nos prometespara que, en medio de las preocupaciones de esta vida, pueda encontrarnuestro corazón la felicidad verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo…Oración colecta del 21º Domingo Ordinario, 26 de agosto, 2012

La dicha, la plenitud, es vivir con un corazón enamorado de tu mente y una mente entregada a tu 
corazón. A eso se le llama comunión: enamorarnos de la Palabra para entregarnos en cuerpo y alma, que es decir con todo nuestro corazón, a la dicha de vivirla. Necesitamos ayuda, por supuesto, por eso colocamos nuestra fe en un pedacito de pan acompañado de un traguito de vino, para que con nuestros ojos humanos podamos integrar a nuestra convicción etérea la posibilidad de recibir la fuerza que nos llevará a transformarnos.
Comunión: Vivir lo que se dice, decir lo que se es, ser lo que se vive. Nada más bello. Nada más difícil.
Difícil para aquellos que somos terriblemente humanos. Aquellos que crecimos convencidos de que el arquitecto de nuestra vida no es otro que nuestra voluntad, tan solo para descubrir con el pasar de los años que la vida, si bien tiene los planos que le dimos, hizo según su antojo. Y a ella se le antojó que en vez de esta o aquella solución, nos enfrentemos a tal o cual problema. Y así, nos coloca con demasiada frecuencia en situación de decir una cosa, desear otra, creer una más y ser todo lo contrario.
Terrible condición humana cuyo mal empieza a decaer cuando logramos sincerarnos con nosotros mismos, y nos atrevernos a aceptarlo frente a otro. A eso se le llama confesión: aceptar que no hay dicha ni plenitud en nuestra vida porque hemos querido dictarle lo que debe escribir en lugar de aceptar que lo que ella ofrece es la oportunidad de vernos tal cual somos y aceptarnos primero así: con machas, defectos e incongruencias. De aceptarnos y amarnos justo así: limitados, débiles, injustos. Y que con todo eso que somos, que no es mucho, quizá sea nada, empecemos a caminar con la certeza de que bien valemos la pena el esfuerzo de cambiar.
A eso se le llama convicción: saber que valgo la pena.
Y una mente convencida de que vale la pena transformarse, encontrará la forma de sentirlo y llegará a encontrar la fuerza de lograrlo. Mandato y promesa serán entonces una, pues el amor que te tienes te ordenará amarte, y con el amor vendrá la entrega, y con la entrega la acción.
De modo que si has de pedir, pide querer por encima de todo lo que sientes, de forma que llegues a sentir todo eso que quieres. Pide y pide y pide que lo que Dios Es se manifieste en tu Vida, para que sea Ella quien te de todo lo que tú necesitas para impulsarte al cambio que te llevará a ser Comunión, Congruencia, Palabra Viva.
Ah, y no esperes milagros. Los cambios que quieren ser eternidad, necesitan transformar la raíz, no el follaje. Busca mejor la paz que el saberte valioso y amado trae consigo, y practica la ciencia de aprender a observarte cada día para verte en acción y en acción darte cuenta, confesarte después, ante todo contigo, ya más tarde pronunciar las palabras con que te miras y convertirlas en las acciones que te acerquen a ser lo que buscas y a buscar lo que eres como hijo de Dios.






jueves, 23 de agosto de 2012

A veces parece que Dios no existe

A veces parece que Dios no existe. Se siente como un sueño que otros sueñan y que no puedes soñar con ellos porque para soñar hay que cerrar los ojos y dejar de tocar el suelo. Para soñar, hay que dejarnos llevar por el espejismo de la insensatez que nada quiere llamar por su nombre, y que se esfuerza por “santificarlo” todo, y así, se empeña en convertir a la virtud, la gracia y la belleza en todo un "aprieto", porque no hay manera de calzar semejante grandeza en tan pequeño ser. 

¿Qué digo? Lo que digo es que a Dios no lo vas a encontrar en lo perfecto. Quizá ahí encuentres lo sublime, lo inalcanzable, lo absoluto. Atributos divinos, sin duda, pero no son Dios. Dios es más simple. Y quiso que lo supiéramos. Quiso que comprendiéramos que no hay necesidad de buscarlo en la perfección. Por eso Dios se hizo hombre, para que dejemos de buscarlo en lo sublime y empecemos a encontrarlo en la humanidad que llevamos incrustada en la biología de nuestra alma. 

Dios es humano. Es el más humano de todos los humanos, porque Dios es humanidad hecha carne, y sensatez hecha vida. Dios es humano porque no negó su humanidad. Y si algo trascendió en ese Hombre que es Dios, fue precisamente que no buscó la perfección y vivió en cambio al “ser humano” que habitaba. Y al vivir a ese ser con los ojos abiertos y los pies sobre la tierra, surgió la consciencia que inevitablemente otorga la capacidad de amar con compasión, que es decir con total comprensión de lo difícil y complejo que es ese “ser humano”. 

Y con la compasión nace el perdón. Y es de eso de lo que se trata: de perdonarme y perdonarte. De comprender que nada puedo hacer para alcanzar tu alma, como nada has podido hacer para alcanzar la mía. Con todo y que nos hemos esforzado tanto en ser perfectos el uno para el otro. Con todo y eso, no hay forma de salvar estar distancia. Lo que hay es la posibilidad de transcenderla, de estar contigo a partir de la humanidad que compartimos, de la imperfección que somos. Y al perdonarnos con los ojos abiertos y los pies sobre la tierra, sin negar nada de lo que soy ni nada de lo que eres, entonces surge Dios entre nosotros y nos une en un lazo de amor y comprensión que es tan simple que se antoja imposible, pero existe. Existe como sé que existe Dios.


jueves, 9 de agosto de 2012

Perdonar setenta veces siete


Perdonarte a ti, mundo negado que me niega;
padre y madre imposible que sólo otorga creer
en épocas, modas, tendencias –todas suicidas;
paradigmas para descansar en paz
el cuerpo y la consciencia.
Perdonarte a ti, mundo inhumano,
santo y divino, de bienes comunes
y sentidos dormidos,
de letargos resignados a no re-asignar
verdades y atrevernos a poner
acentos, puntos y comas donde van,
a fuerza de mejor no pensar bien dónde van:
¿En el cuerpo que habitamos?
¿En el alma que vivimos?
¿En la vida que deseamos?
Perdonarte a ti, alma asustada,
por elegir formar parte de este mundo.
Lo sé bien: no conoces nada más,
ni hay quien se atreva a caminar contigo.
O quizá sí…
Siempre y cuando no te vean tal cual eres.
Siempre y cuando tú no seas lo que eres.
Siempre y cuando no camines
y te quedes justo ahí:
donde es justo y necesario… justo ahí.
Perdonarte a ti, Espíritu libre,
que me inquietas y susurras,
y me quieres llevar a Tu presencia
sin tomar nada en cuenta,
porque nada cuenta que no seas Tú.
¿Y eso cómo lo explico?, te pregunto,
y me miras con extraño.
Y me ignoras como ignoras
el absurdo de explicarte.
Lo que hay, es lo que hay.
Lo que es, es lo que es.
Perdonarte a ti, alma mía,
por amarme al extremo
de aceptarme sin reservas
y saber que no sé nada
más allá de este amor
sin nombre ni camino
ni hogar ni vida ni esperanza.
Te perdono por amar de todas formas
y buscar de todos modos.
Perdonarte a ti, vida mía,
que no sabes vivir sin mi mirada
como no sé vivir yo sin la tuya.
Que me llevas hoy a cuestas
como cruz de olvido
que mañana volverás a pensar,
a extrañar y a desear;
porque sabes que es ley
no matar, y no puedes por eso
acabar con mi vida,
lo que implica que tampoco has de vivir
con lo que es tuyo
ni me dejarás vivir con lo que es mío.
Te perdono… vete en paz a seguir…
vete en paz…




lunes, 30 de julio de 2012

Soy

Soy amor en vida. Espíritu libre.
Dulzura animada por la emoción de una entrega.
La dicha y la paz de un sacrificio valiente,
bañado de lucha, vestido de esfuerzo.
Soy comprensión…
              …¿mmm? …y pregunta.
Soy una tierna y profunda alegría humana,
que por ser humana, a veces llora
porque le da por creer que no puede…
pero puede.
Soy verbo: el verbo yo puedo.
El verbo tuya puedo ser.
Soy madre, vientre que da luz y alimento.
Soy maestra, palabras que nacen.
Soy hija, alumna y amiga, la prosa de un texto.
Soy aspiración divina.
Alma caminante.
Ejemplo y corrección que busca disciplina.
Soy trabajo consciente a pesar de ser sombra,
eclipse.
Soy verdad que se asoma a pesar de vivirse
como un sueño en una realidad
que es idea, espejismo y locura.
Realidad que refleja lo que también soy.
Soy matiz.
Arte en color.
Escultura e imagen fracturada
que se recrea al pronunciar
el sonido de letras hechas canto y oración.
Soy música que baila en Tus manos…
              … instrumento de Dios.
Soy árbol que surgió de las aguas.
Soy savia, raíz, tronco y rama.
Hoja en flor.
Soy fruto: el alivio de un espacio
hecho cuerpo, suavidad, tacto y beso.
Soy átomo en explosión.
Soy bendición con agua de mar.
De un bendito mar acariciado por el sol
bajo un cielo de fuego.
Un fuego capaz de transformar
la sal de este campo desértico en nube,
en horizonte que promete lluvia.
Soy lluvia para tu sed.
Soy tiempo cumplido…
              … aún por cumplirse.
Soy altar de rosas,
sacerdote, apóstol y profeta.
Una mano empática.
Aparecida que se niega a marcharse
sin la oportunidad de ser arco y flecha,
capa a vuelo, amada iluminación.
Soy tuya…
              …tuya por siempre, Señor.









lunes, 23 de julio de 2012

No tengas miedo

El miedo es un pecado capital. Lo es. Te lo aseguro. No está incluido en la lista de 7, pero es pecado, y es capital como todos los de su especie, no por su magnitud, sino porque de él surgen muchos otros males. Por miedo se peca de pensamiento, de palabra, de obra, y sobre todo, de omisión. 
 
El miedo inmoviliza. Nos dice al oído: no, no hagas nada, no digas nada, no pienses en nada. Susurra: cierra los ojos, ignora todo esto que pasa a tu alrededor, dentro de ti. Nos cuestiona: ¿De qué sirve que intentes hacer algo? ¿Qué caso tiene? ¿No es tu tranquilidad y tu bienestar más importante? ¿Para qué perder la paz? ¿Acaso es tuya la responsabilidad de cambiar el mundo?
 
El miedo es el gran seductor porque no ofrece bienes ni riquezas. Es astuto. Ha logrado disfrazarse del “temor a Dios”, y sabe negociar con algo mucho más preciado y urgente: seguridad. Seguridad aquí en la tierra y garantía de vida eterna. 
 
Por nuestra seguridad y por tener todas las garantías, somos capaces de guardar silencio, de señalar a otros, de sacrificar inocentes, de ser policías de buenas costumbres, de no involucrarnos, de moralizar al grado de percibirlo todo como una amenaza que debe ser escondida… ¡No! Escondida no… ¡Sepultada! El miedo es el gran inhibidor de la vida porque en su afán de sobrevivir es capaz de matar. 
 
El miedo es pecado, por eso Jesús siempre insistió: no tengan miedo
 
¿Pero cómo no tener miedo? Porque claro, es fácil decirlo: no tengan miedo, pero estas palabras fueron pronunciadas por un hombre que fue perseguido, capturado, señalado, torturado y crucificado.
¿En serio no tuviste miedo Jesús? 
 
Y Jesús insiste, ahora de manera directa, personal, de frente y a los ojos: no tengas miedo… ten fe. Que tu fe sea más grande que tu miedo. 
 
Y la fe no es certeza ni garantía ni seguridad. La fe es un pedacito de cielo en una mano vacía, una mano que cierra el puño en señal de que ha decidido asirse de la nada para combatirlo todo.
La fe son átomos que vibran. Es una piedra inerte en constante movimiento y la certeza de que así es, aunque sea imposible comprenderlo, explicarlo, sugerirlo incluso, porque claro, nos dirán que estamos locos. ¿Y quién quiere estar loco en un mundo de cuerdos? Podrían crucificarnos.
No tengas miedo… ten fe
 
¿Te parece, Jesús, si empezamos con algo pequeño? ¿Te parece, Jesús, si confío por hoy en el hecho sencillo de que a pesar de toda expectativa, de todo pronóstico, de todas las razones que hoy tengo para dejar de creer que la vida tiene un sentido más grande que respirar, te parece que hoy crea que soy digna de amor, con todo y mis defectos, mis errores, mis esquivas decisiones mal tomadas por ceguera, por locura, por miedo? ¿Te parece que pueda dar un primer paso con esta imaginación que te busca, porque no tiene nada más a qué aferrarse de lo acostumbrada que está a sentirse sola por ser incapaz de explicarse, de comprenderte? ¿Será, Jesús, suficiente con eso para que mi fe sea más grande que mi miedo? 
 
Y Jesús extiende su mano desde la imaginación de mi teclado. Toma mi mano y coloca en la palma una bolita amarillenta, pequeñita, diminuta. Nunca antes había visto un grano de mostaza. Se acerca a mi oído: Ahora tu mano ya no está vacía. He puesto en ella mi corazón entero. Ahora cierra el puño, y ten fe.











jueves, 12 de julio de 2012

Un Recinto de Música, Historia y Reconciliación

Banca-recinto-juarez El día estaba nublado, perfecto para sentarse en una banca de la Plaza de Armas, frente a la Catedral Saltillense, sin temor a los penetrantes rayos del sol que, pasaditas las 10 de la mañana, suelen invadirlo todo.
La muchacha –es en realidad una señora, pero ella se siente una muchacha y yo le doy por su lado por cariño– trata de leer un libro, pero tiene inquietud en el alma. Necesita un confesor, un amigo, una charla, una reconciliación, un encuentro con la vida que le dé la sensación de compañía, auxilio, perdón. De pronto, escucha música: violines, bajo, flautas, todo un ensamble de instrumentos que dejan escapar por alguna ventana o puerta su escándalo. Ella no soporta escuchar sin acercarse, de modo que se pone de pie y camina hipnotizada, como siguiendo el olor de las notas, absorta.
Llega a la puerta de un viejo edificio conocido como El Recinto de Juárez, a un costado de Catedral, por la calle, precisamente, de Juárez. Un poco temerosa pero decidida, entra. A mano izquierda ve una puerta desde donde se percibe un salón largo y angosto en el que músicos e instrumentos se confunden entre sí de lo apretados que están. Es el ensayo de la Banda de Música del Estado, pero eso aún no lo sabe. En ese momento ella sólo supo que quería quedarse a escuchar, así que entró de lleno a un patio central en el que una escultura de Juárez la saludaba. Vio bancos de jardín invitándola a sentarse, de modo que ella se sentó tan sólo para levantarse como si su cuerpo fuera un resorte: la banca estaba aún mojada por la lluvia matutina que despertó a Saltillo aquel día.
Ya se mojó, escuchó decir a un señor, ya mayor, que se acercaba. ¿Quiere conocer del lugar o quiere escuchar la música?, le preguntó Don Jesús Vázquez Torres, que así se llama, pero eso todavía no lo sabe. Ella le responde que las dos cosas, pero primero la música, que si no se acaba y ya no va a disfrutarla.
Se sentó entonces en un rinconcito seco en medio de dos puertas que dan a la sala de ensayo. Desde aquel rincón del mundo escuchó música por más de una hora y se perdió en sus pensamientos. Fueron momentos de reconciliación consigo misma, con la vida, con su suerte, con su alma y con Dios. Aquella mañana fue un regalo, sin duda. Le hacía tanta falta sentir que salía de su realidad para entrar en un espacio fantasma en el que el tiempo no existe, y si existe, simplemente no se siente.
La música cesó por lo que parecía ser un descanso, pues los músicos soltaron sus instrumentos y salieron unos a comer algo ahí mismo en las bancas, otros a charlar en la puerta o en la calle. Ella aprovechó entonces para visitar a Don Jesús Vázquez, en la Biblioteca que está cruzando el patio central.
Don Jesús le explicó que se le conoce como Recinto de Juárez porque alojó a Don Benito Juárez durante la ocupación Francesa, en 1864. Como en ese entonces Juárez era Presidente, aquella casa pasó a ser Palacio Nacional mientras el mandatario estuvo en ella. Y no llegó solo. Trajo consigo 11 carruajes con los archivos de todos los estados. Del 9 de enero al 2 de abril de aquel 1864, esta casa fue el edificio más importante del país. Y durante ese tiempo, muy bien pudiera ser que el mismo Juárez se haya alejado del mundo y haya logrado tener un momento de quietud en el mismo rinconcito donde nuestra amiga-señora-muchacha platicó con su soledad y descubrió que no está tan sola después de todo.
El edificio es más antiguo que la Catedral, aunque de la construcción original ya no se conservan más que las paredes y el portón, todo lo demás ha sido remodelado. Hoy es el Colegio Coahuilense de Investigaciones Históricas y es también, en un día nublado, un lindo espacio de reencuentro con la música, con la historia de un país, con la propia existencia y con Dios, que es generoso cuando sabe que lo necesitamos y muy creativo cuando quiere acercarnos a su presencia.






lunes, 9 de julio de 2012

Se llamaba Verónica

veronica-toros Nadie lo sabe, pero se llamaba Verónica.
Verónica. El nombre tiene cadencia y ritmo. Ese acento en la o lo hace latir. Es el nombre de una flor, por lo que es pétalo y perfume. Es también un movimiento que hacen los toreros con la capa cuando los ataca el toro. Y dejando de lado el prejuicio contra la fiesta brava, y enfocando tan sólo la mirada en la estética y el erotismo que la lucha entre la vida y la muerte conlleva, es bellísima Verónica: una capa en pleno vuelo que, cual vestido largo, baila su pasión y le dice sí a la vida, mientras enfrenta, con toda su alma y cuerpo, la muerte.
Se llamaba Verónica. Y es triste, porque cuando se habla de ella se dice: En aquel pueblo había una mujer conocida como una pecadora. Y oímos decir pecadora y la imaginamos puta. Y al imaginarla puta la convertimos en un objeto de placer, y al ser objeto es fácil depositar en ella nuestro desprecio. Poco importa que pecadores seamos todos. Cuando a una mujer se le llama pecadora, es puta.
Pero Él, que conoce de corazones y que sabe del placer que enriquece la existencia al reconocer a un ser vivo, nunca la llamó pecadora, nunca la consideró una puta. Fue Él quien la dejó entrar a la casa de un fariseo, amigo suyo, a compartir una mesa.
Pero ella no se sentó a la mesa. Esta mujer pecadora, la puta, lloró al verlo, se inclinó ante sus pies, los mojó con sus lágrimas, los secó después con sus cabellos, y mientras lo hacía, besaba y ponía perfume en las plantas de esos pies que ella adoraba. Esas plantas que jamás se atrevieron a pisarla.
Él la dejó ser, se dejó amar por esa mujer pecadora, esa puta. Y nadie lo dice, pero Él también acarició sus cabellos mientras ella, agachada a sus pies, lloraba. Y Él también le beso con su mirada compasiva, que en más de una ocasión posó sobre sus ojos para decirle: lo sé pequeña, lo sé todo, y te amo igual, y te amo más, y te amaré por siempre. Él también agradeció el perfume y se sintió dignificado al saberse tan amado.
La imagen, el cuadro de una puta besando los pies de un hombre, es una grosería al buen gusto, un insulto para cualquiera que ha abierto su hogar a un maestro. Por eso no debe sorprendernos que el fariseo, el dueño de la casa, al ver la escena, haya pensado lo que cualquier persona de buena educación y altísima moral pensaría: si fuera un profeta sabría qué clase de mujer es esa que le besa los pies. Si fuera un hombre digno no se dignaría a estar siquiera cerca de ella. Si fuera el maestro que dicen que es, conocería a la mujer y lo que vale.
Conocería a la mujer y lo que vale
El caso es que sí conoce a la mujer y lo que vale. La conoce bien. Por eso se dejó besar los pies, adorar con lágrimas y bendecir con perfume, pues sabe que para quien es capaz de amar tanto le es necesario manifestarlo. Sabe que impedirlo y juzgarlo sería atar la libertad del Espíritu. Sabe que el dar de esa mujer no busca entregarse a un ego para que la someta, la lastime y la use. Ella quiere amar. Así de simple. Sólo quiere amar y ser amada.
El fariseo también lo sabe. Reconoce ese amor como algo que añora. En su alma también existe el deseo de ser amado así: con absoluto respeto, con total entrega y devoción. Pero el ego no puede ser amado así. No lo permite. Tendría que darse a sí mismo también. Tendría que amar sin poseer. Tendría que dejarla ser para que siendo pueda amarle. Todo eso lo sabe bien aquel fariseo, pero lo esconde en su corazón porque entonces tendría que reconocer que a ella no la ve con el alma, sino con su moral intachable, que al no tener mancha, ha dejado de ser humana y pretende saber lo que es dios y lo que dios quiere, sin estar siquiera cerca de lo divino, que mucho tiene de humano. Tendría, en fin, que olvidarse de sí y ser humilde en la espera de ser amado, sin que exista más garantía que el intuir que amar primero es la única recompensa real.
Todo esto lo sabe aquel fariseo, lo intuye, pero lo esconde detrás de su rectitud y lo convierte en desprecio. La desprecia a ella por amar, lo desprecia a Él por ser amado, y se enaltece a sí mismo por no compartir ese intercambio mundano de calor humano, de comprensión y amistad.
El Maestro ha alcanzado también a ver en la expresión de su amigo el fariseo, toda esa añoranza y soledad que lo hace despreciarlos, y le ha dicho: ¿Ves a esta mujer? Ella da lo que tiene que son lágrimas, cabellos, besos y perfume. Tú no has podido siquiera darme agua para los pies. ¿Quién crees que pueda vivir más agradecido, quien se sabe amado y perdonado, o quien cree merecerlo sin tener la dicha de vivirlo?
El hombre respondió lo obvio –quien se sabe amado y perdonado– mas las palabras no hicieron eco en su ego, porque el ego no es hueco: está lleno de sí. En el ego no cabe la fe ni la esperanza ni la dicha de amar ni la gracia de ser perdonado. El maestro no insistió y se dirigió a ella: Mujer, tú fe te ha salvado, vete en paz.
Verónica se levantó radiante, dichosa y plena. Logró darse a su Maestro, a su Amo, a su Rey. Se supo amada y se sintió dignificada en su amor. Verónica le siguió siempre desde entonces, y hoy ya nadie se refiere a ella como “una mujer pecadora”.
Casi nadie lo sabe, pero se trata de Verónica, la Santa, modelo de misericordia. Una mujer que movida por la compasión, se acercó al Maestro en su camino al Calvario para enjugar su rostro con un velo, desafiando a una multitud hirviendo en odio y a soldados romanos que se deleitaban en el sufrir ajeno. Una mujer llena de vida que quiso enfrentar la muerte para dar alivio. Aunque sea un instante de alivio.
La tradición nos cuenta que fue a partir de ese momento que la Santa fue llamada Verónica, pues en el velo se dibujó con sangre y sudor el rostro del Maestro. A esa imagen se le conoce como “Vera icon”, o verdadera imagen del Redentor. De ahí, se dice, surgió su nombre: Verónica.
Pero no, la verdadera imagen de Redención no es un retrato, es una escena: una mujer arrodillada ante su maestro que besa los pies que jamás la pisaron; un maestro que comprende la pureza del amor que se le entrega y no lo convierte en un triunfo ni en oportunidad ni en exaltación de su persona; una mujer que desafía a la muerte y con firmeza ofrece un instante de alivio; un hombre que desafía la vida y con firmeza ofrece una eternidad de perdón.
Lo dicho, se llamaba Verónica.















jueves, 28 de junio de 2012

Que la Voluntad sea contigo

Querida Amida, Algunos años atrás cuando era un joven estudiante de psicología, tuve el privilegio de estar en un seminario con el reconocido psicólogo polaco, Casmir Dabrowski. Acababa de dar una conferencia en lo que él llamó “desintegración positiva”. Su teoría es que para crecer, primero debemos desintegrarnos (en inglés: falling apart, es decir, caer y rompernos, separarnos, hacernos pedazos). Él creía que al final, son nuestras inferioridades las que construyen nuestra alma. Por lo tanto, un importante ejercicio en la vida espiritual es aprender a escuchar a nuestras inferioridades.
Ron Rolheiser, OMI (Inferiority builds the soul)
Las palabras que sirven de introducción a la meditación del Padre Rolheiser se asomaron en aquel correo como una diminuta lucecita de esperanza. Quizá haya salvación después de todo. Y no se crea, por favor, que hablo de la vida eterna. La necesidad urgente no está en el más allá, sino en este mundo, en esta vida, en este cuerpo, en esta realidad. Aquí y ahora. 
 
Según explica Rolheiser, no son nuestras fortalezas las que nos dan profundidad y carácter, sino nuestras debilidades. Sí, ahí, justo ahí donde la obscuridad parece total, la luz de la esperanza y el perdón –el recibido y el dado– tienen mayor sentido. 
 
¿Qué nos hace personas profundas? ¿Qué nos ha enseñado compasión? ¿Nuestros logros?, pregunta Rolheiser. Y puede darse el caso de que exista alguien que tranquilamente responda sí. Esa persona dirá: sí, son mis logros, mis cualidades, mis grandezas, mis habilidades, mis fortalezas las que me han enseñado lo que es la compasión, las que me han llevado a la profundidad del alma, las que me han abierto la puerta a la necesidad de amor y aceptación por sobre todo, y más aún, las que me han llevado a la voluntad de amar y aceptar a mi vez por sobre todo. Sin embargo, hay demasiados “mis” en semejante afirmación. Demasiados. 
 
Porque en la obscuridad del alma, en las sombras del corazón, los “mis” son escasos, si no es que nulos. Nada parece ser tuyo. Todo se te escapa de las manos. La vida misma se siente más como un traje impuesto, que ni te abarca ni acabas de llenar por mucho que te esfuerces en lucirlo. 
 
En la obscuridad de la noche, insisto, los “mis” no existen porque en realidad no quieres aquello que se te presenta como tuyo. No quieres tus defectos, no quieres tus debilidades, no quieres amar a quienes te han herido ni quieres perdonar ni aceptar que has participado en aquel desastre que es tu vida. No quieres ser responsable ni quieres, por increíble que parezca, la libertad que se te ofrece para cambiarlo todo. Y no lo quieres porque simplemente parece imposible cambiarlo todo. Es un sin sentido total que te come las entrañas, y sin esa fuerza vital la voluntad corre el riesgo de morir aniquilada en un suspiro de añoranza. Y cualquier día, cualquiera, la vida acaba a fuerza de no querer vivirla.
 
No voy a decirte que vivir esa obscuridad te impulsa necesariamente a la profundidad del alma y al desarrollo de nuestro carácter. No. Por sí solo no sucede. Son muchas las personas que se instalan en esa obscuridad y aprenden a vivir con ella, en ella, a partir de ella y a través de ella. Y puede que digan que la vida es amor y que viven agradecidos con Dios, pero odian incluso levantarse en las mañanas, y son incapaces de dar gracias a quien les sirve el café y van más lejos aún y se molestan si quien se los ha servido olvida que lo toman negro, sin azúcar ni leche: como debe tomarse el café. La vida la viven como un deber, no como el gozo y el regalo que es. 
 
Hay también quienes viven sus caídas de desintegración (falling apart) como un auxilio y una súplica, y han, por ello, experimentado el amor de Dios. Saben que son hijos amados y saben que hay perdón para ellos. Mas, y esto es lo triste, siguen la luz sin verdadero sentido, porque no han hecho suyo el conocer que los guía. Les basta repetir y repetir y repetir. Son felices, sin duda lo son, pero no pueden comprender el amor que existe oculto en las trémulas sombras que les rodean a partir de la luz. Y sienten amenaza por todo cuando no alcanzan a ver. No hay fe absoluta, vaya. La luz aún no está en el ser. 
 
Y luego están los menos, los que no sólo siguen la luz, sino quieren ser luz. Son ellos para los que caer en la desintegración implica vivir a fondo sus caídas y encontrar en el misterio de la imperfección lo que tiene de divino. Saben que Dios está en todo, es todo y lo domina todo, incluso su mal. De modo que lo ven y viven de frente, de lleno, con mucho miedo de por medio, pero con la total convicción de que el amor, que es finalmente lo que los impulsa a enfrentar la verdad de su defecto, sabrá ayudarlos a transformar esa obscuridad en luz. 
 
En todo el proceso el elemento clave es uno: la voluntad, que se expresa en humilde solicitud, constante empeño, agresivo esfuerzo y dócil obediencia. Voluntad que es imposible explicar, pero que bien hacemos en pedir, en fomentar, en usar y en seguir. 
 
De modo que sólo me queda desearte que la Voluntad sea contigo y conmigo, para que la Paz de su transformación llegue a convertirnos en Luz. De todo corazón te lo deseo. De todo corazón lo solicito. Que así sea, Dios mío. Por favor, que así sea.








domingo, 17 de junio de 2012

Enamórate de Mí

Era la hora sexta, que es decir mediodía. El sol estaba en su más alto esplendor y su cuerpo, empapado de cansancio y de sed, se reusó a dar otro paso. Despidió a los suyos con la sonrisa de siempre y un: aquí los espero. Se sentó entonces a la orilla de un pozo con la expresión de quién ha tomado la determinación total de no escuchar razones. De modo que los suyos ni siquiera hicieron el esfuerzo por convencerlo de seguir y continuaron sin Él su camino hacia la ciudad en busca de comida. 

Al poco rato, muy poco rato, llegó ella. Cansada también. Arrastrando su cuerpo empapado y sediento a su vez. Llevaba un cántaro para sacar agua del pozo, y nada más. Nadie le acompañaba y nadie le ayudaría a cargar su cántaro una vez lleno. Llegó sola. Ella y su cántaro. Un vacío y una mujer. 

¿Qué hacía una mujer con un cántaro a mediodía junto al pozo? Eso nadie se lo explica. Ninguna mujer de Samaria iría al pozo a una hora tan poco prudente. En un desierto los pozos se visitan temprano o ya tarde, para que el sol no acabe con los ánimos, para que el aire sea ligero y para que otros te acompañen. El extraño comportamiento de aquella mujer puede empujarnos a simplemente considerarla insensata. Pero la realidad es que la sensatez de esta mujer no respondió nunca a la lógica de su tiempo ni de quienes la rodeaban. Ella era una mujer que buscaba lo que necesitaba cuando lo necesitaba. Y al momento de tomar el cántaro para salir a buscar agua, ella necesitaba huir y olvidar que las horas queman más que el sol cuando nos caen encima sin sentido. 

Dio los primero pasos y las lágrimas empezaron a confundirse con el sudor. Era mejor así: caminar con el dolor que quedarse quieta en un rincón a que el dolor la inmovilice, y luego lo peor: tratar de dar explicaciones que no tenía, y escuchar a familiares y amigos decirle lo absurdo de su sentir y darle la receta del “echarle ganas” que tantas otras veces se había tenido que tragar a fuerza de que la dejen en paz. Por eso se armó de su cántaro y se fue a buscar agua, y quizá respuestas, al pozo de sus antepasados. 

Fue un hermoso coincidir: ella salió a buscar agua y Él se sentó a lado de un pozo, en espera de que alguien le de agua. Un encuentro hecho en el cielo. 

Al verla llegar Él le sonrió y la miró directamente a los ojos: Dame de beber. Ella sintió esa mirada tan familiar y escuchó esas palabras tan directas, que no pudo más que sorprenderse. Ningún judío le hablaría así a una samaritana. Vaya, ningún hombre le hablaría así a una mujer. Y ella era ambas: samaritana y mujer. 

Mas no se crea que ella se dejó intimidar por aquella familiaridad poco común. Con la misma mirada y el mismo tono le increpó: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?
 
Ah, respondió Él, porque yo soy como tú y actúo según lo necesito, y ahora necesito agua y tú traes un cántaro, y ambos estamos junto a un pozo. Así que tú me das agua, y mientras bebo charlamos, y me cuentas quién eres, por qué estás tan triste, que dolor te acompaña, y yo te escucho mientras bebo, y al hacerlo, te sirvo yo de agua viva para que bebas también y puedas por fin secar la sed de tus lágrimas

¿Charlamos para que tú me sirvas de agua viva?, preguntó ella. ¿Cómo es eso? ¿De dónde sacarás agua viva si ni un cántaro traes contigo? ¿Y cómo puede el agua estar “viva”? Mira, mejor toma ya un poco de agua que el sol y la sed están alterando tu cabeza. Lo dijo con una carcajada, le dio agua y se sentó a su lado, divertida. 

Ya con la sonrisa dibujada en el rostro de ambos, con la familiaridad establecida y con el buen humor de haber compartido un cántaro para beber, los ánimos se relajaron. En ese ambiente Él soltó las preguntas: ¿Quién eres mujer? ¿Cómo te llamas?
 
Soy Eraside, samaritana, mujer, hija del pueblo de Jacob, quien nos diera este pozo. ¿Y tú? (Oh sí, le hablaba de tú, no hubo nunca un Señor ni un usted entre ellos.) ¿Quién eres tú?
 
¿Yo? Yo soy el Agua Viva del que aún no te animas a beber. Pero cuéntame más, ¿por qué estás triste?
 
Ella no dijo nada, porque no podía decir nada. La realidad es que no sabía. Y sin decir una sola palabra abrazó su cántaro, medio vacío, medio lleno, y empezó a llorar.

Él lo comprendió todo de inmediato. Y la dejó llorar. Tomó el cántaro, lo puso a un lado en el suelo, y la dejó llorar. Colocó su rostro sobre su pecho, y la dejó llorar. La abrazó, y la dejó llorar. 

Después, casi en un susurro, le preguntó sobre su marido. Y ella, lloró todavía más. No tengo marido, le dijo. Estoy sola

Haces bien en decir que no tienes marido. Ni el que ahora está a tu lado ni los otros, ¿cuatro?, ¿cinco?... cinco antes que él fueron tus maridos. Siempre has estado sola. Sola te encuentran y sola te dejan. Y es bueno que sepas reconocer la verdad. Y sería mejor si aprendieras por fin también a aceptarla. Estás sola. Pero mira, mírame bien, aquí, directo a los ojos, Yo Soy Agua Viva, y puedo saciar la sed de amor que hay en tu alma. Tú eres una mujer enamorada del amor, y Yo Soy Amor. Un amor que no te hará daño, un amor que te dirá quién eres y que le dará sentido a tu vida y a tu ser.

Ella se liberó de golpe de sus brazos. Demasiadas veces había escuchado palabras de amor, y demasiadas veces había cometido el error de creerlas. Su ánimo ya no estaba para eso. Empezó a buscar su cántaro en el suelo, se aferro a aquel vacío, y se dispuso a tomar su camino de regreso. Pero sucedió algo, algo increíble, algo fantástico. 

Él empezó a hablar, pero no de amor. Le habló de su vida. Le habló con la Verdad. Le dijo todo lo que su vida había sido hasta entonces. Le explicó de dónde surgían sus temores, qué eventos desencadenaron su pesar, cuáles liberaron su mente, y cuáles sujetaron su alma. Le puso nombre a todos y cada uno de sus sentimientos. Le dio razones de porqué habían sucedido tales o cuales hechos en su vida. Le dio santo y seña para reconocer dónde estaban sus errores. Vaya, le mostró un mapa de su ser, en el que se vislumbraba con toda claridad el origen de su caminar y el destino de sus pasos.
Conforme él hablaba ella soltaba el cántaro, hasta que por fin, al decir Él la última palabra, cayó al suelo y se hizo mil pedazos. El vacío había desaparecido y en su lugar ella se descubrió sosteniendo su corazón en el pecho. Lo descubrió vivo, tan fuerte latía. Lo descubrió lleno, tan grande era.

Veo que eres un profeta. Dime, dime ahora, suplicó la mujer, ¿dónde debo adorar a quien ha llenado mi alma? ¿En este monte, en Jerusalén?
 
Adórale en Espíritu y en Verdad, adórale justo donde tienes tus manos, y extiende ese amor por todo tu ser hasta que te sea imposible amarlo todo.
 
¿En Espíritu y en Verdad? ¿Cómo es eso? ¿Acaso no debemos esperar a que nuestro salvador llegue a develarnos… ?, no pudo seguir… lo comprendió justo entonces: Llegue a develarnos, repitió quedo, muy bajito, para confirmar su entender, para asimilar la verdad recién descubierta: develarnos.
Él le sonrió. Te lo dije. Yo Soy Agua Viva, Soy Amor, y Soy quién puede darle sentido a tu vida y a tu ser. Así que ya no dudes más mujer, y enamórate de Mí, que yo sabré amarte y sabré respetar tu existencia. Y en ese amar y respetar enalteceré el nombre de mi Padre, y tú serás mi hermana, mi novia, mi vida. Enamórate de Mí Eraside. De Mí.






















domingo, 10 de junio de 2012

Caer en el amor

La teacher simuló tropezar y caer. Explicaba la palabra fall, caer. Todos rieron y comprendieron de inmediato. La teacher se disponía a pasar al siguiente ejercicio cuando se levantó una mano titubeante. ¿Y por qué se dice fall in love (caer en el amor = enamorarse)? Ah… well, because love is…-suspiró- an accident.
Es verdad, enamorarse es un accidente. Un afortunado y hermoso accidente. Incluso cuando se trata de un amor condenado al fracaso y a la tragedia, el hecho mismo de caer, te llena la cabeza de tantas estrellitas dando vueltas que la tristeza sabe dulce y el dolor tiene alas. Muchos creen que esa ligereza del ánimo, esa alegría en el corazón, es un simple corto circuito en el sistema endócrino que pone a todas tus hormonas a funcionar sin control ni restricciones. Pero no importa qué tanto llegues a comprender lo que sucede al momento de caer, si eres tú el que está en el suelo, ningún afán de entenderlo te librará de sentirlo. Y serás feliz, completamente feliz, porque crees que amas a alguien.
Sí, me has leído bien, he escrito “crees que amas a alguien.” Y esa fe incontrolable puede ser un impulso importante para dar el siguiente paso: levantarte. Porque muchos creen que el amor empieza en esa primera mirada, palabra, roce que te hace caer. Pero no, el amor inicia cuando incluso entre tanta confusión y atolondramiento, logras impulsarte hacia arriba, te sobas la cabeza, tomas aire para oxigenar la sangre y colocas ambos pies sobre la tierra.
Si enamorarse es caer, amar es levantarse.
Ahora, levantarse se dice fácil. Pero decir y hacer son cosas distintas. Recuerda que hay una revolución hormonal en el sistema capaz incluso de hacerte ver lo que quieres ver con tal de seguir en la dicha del creer ciegamente que aquel alboroto es amor, amor, amor del bueno. Pero no, no es amor porque simplemente no te has sacudido los ánimos para impulsarte por encima de todo, incluso de ti, y ahora sí, amar.
Hace falta además advertirte que amar tiene tantos matices que desear reducirlo a que amar es sufrir y querer es gozar, es un insulto a la inteligencia y humanidad de todos –aun cuando no todos se den por insultados y prefieran dejarlo así para no pensarle ni comprometerse más a fondo. Mejor dejarlo todo cómodamente dividido en dos: el que ama no puede pensar, todo lo da, todo; a diferencia del querer que es la carne y la flor, el obscuro rincón, un deseo fugaz.
Pero no, amar es levantarse, que es decir crecer. Es transformarte.
Amar, por ejemplo, puede empezar con una despedida. Y es que siempre –sí, he dicho siempre- el ser amado buscará ante todo un/una amigo/a que haga un poco, o un mucho, porque alcance lo que anhela. Y eso nos coloca inevitablemente ante el hecho de que en ese descubrirse, crecer y superarse, se dé cuenta de que no somos lo que anhela, y se marche más allá de donde le podremos acompañar. Hay mucho dolor en esta entrega, así que muy bien podríamos preferir amarnos más a nosotros, y convertirnos en un extraño que alguna vez amo a otro extraño. Y se vale. Para amar hay que amarnos a nosotros primero. Y mostrarnos compasión ante un dolor tan grande nos prepara para futuros encuentros, en los que quizá necesitemos un/una amigo/a, y nos pidan entonces a nosotros comprensión: no me pidas ser tu amigo/a, nos dirán, y le dejaremos ir por amor.
Amar también podría convertirse en un “ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta.” Pero la realidad es que seguirá teniendo esa misma mirada, y dirá la palabra precisa y su rostro seguirá iluminándose con su hermosa sonrisa. “Ojalá por lo menos que me lleve la muerte…” Y afortunadamente para todos, no te vas a morir. Y la luna seguirá saliendo por las noches, y aunque el deseo no se vaya tras del ser amado a “su viejo gobierno de difuntos y flores”, la entrega te habrá transformado, y ahora sabes algo que antes no sabías: eres capaz de amar. Nunca volverás a ser la misma persona. Al levantarte has crecido. Y al crecer aprenderás a perdonar.
Amar también puede ser un sin sentido en el que el amor se esconda y hulla de nuestro encuentro. Será imposible comprenderlo, pues por saber de su vida no vulneramos ningún mandamiento, y finalmente tú sólo quieres saber cómo está. Pero mira, no hay mal que no cure. Además, debes cuidar que el final de una historia que termina en fracaso no te sirva de ejemplo. Hay quien afirma que el amor es un milagro. Y los milagros sí existen. Ten fe. Amar también es creer por sobre todas las cosas.
Hay también amores que rompen nuestros esquemas. Son pocos los que se atreven a amar así porque a casi nadie le gusta romper esquemas. Amar es sufrir, querer es gozar, suena a sabiduría de primera cuando no hemos roto esquemas. Cuando no sabemos si volverá pero le esperamos confiados en que sí volverá. Confiados y temerosos, porque sabemos que ese ser amado no es nuestro, nunca lo ha sido y nunca lo será. Le pertenece a la vida y es un regalo de Dios que no podemos abrir a fuerza de voluntad ni hay manera de convencer. Tiene que darse. Y sólo se da. Es un breve espacio que puede repetirse para siempre o puede acabar hoy mismo. Ante esta clase de amor somos humildes y estamos dispuestos a compartirle con la vida, a quien le agradecemos haya llenado nuestro ser con un amor que no es perfecto, pero se acerca a nuestro soñar.