sábado, 27 de agosto de 2011

No dejes de existir


Lo veo llevarse las manos a la garganta y sin tocarla, simular que se asfixia. ¡No puedo dejar de decirlo!, expresa con fuerza. Lo veo y yo termino en mi mente la frase: Si lo hago, dejo de existir
¡Qué sensación tan extraña verte en otro! Reconocerte en las palabras de alguien más, en sus expresiones, en su mirada. Quiero decirle que nunca guarde silencio, que siempre diga lo que siente, lo que piensa, que sea valiente, que se arriesgue. Pero no lo hago. Hago exactamente lo contrario. Y me odio por eso. Le digo que sea cuidadoso, que sea prudente, que sea discreto, que guarde silencio.
No puedo dejar de decirlo… si lo hago dejo de existir.  Es cierto que las palabras sólo son parcialmente suyas, y esa es mi alegría. Mi niño no ha dejado de existir porque aún no a dejar de decir lo que piensa y siente. Sigue vivo, sigue lleno de esperanza, de deseos, de convicción. Sabe que ha de encontrar el modo, el camino. Está en su búsqueda y participa en ella, no sólo se deja llevar. Se involucra, se siente. La acción, para él, es primordial. 
Y aunque estoy orgullosa de él, de su entusiasmo y de la vida que quiere vivir, no logro animarlo a que diga todo lo que siente, a que abra su corazón de lleno. Quiero decírselo, pero no puedo. Mis años me han enseñado que el corazón no se abre por completo. Se entrega, sí, pero no se abre por completo. Y aunque, en lo más profundo de mi ser, quiero creer que me equivoco. No quiero animarlo a que por abrir su corazón de lleno, termine lastimado y lastime a su vez a otros.  
Y quiero tener tanta confianza en este niño en el que me veo, que llega el momento en que mejor me callo. Porque pudiera ser que él logre lo que yo no supe siquiera intentar. Pudiera ser que él llegue a la apertura de un corazón que ama a partir de la acción, y no sólo a partir de palabras. 
Entonces guardo silencio. Me llevo las manos a la garganta y la sofoco. ¿Quién soy yo para decirle lo que puede y no puede lograr? 
Después de una semana de querer contenerme, de sentir cómo la existencia empieza a perder sentido porque yo he decidido que mi deber es amar desde el silencio y apoyar en la distancia, por fin la vida que llevo dentro reclama su existir, y hablo, al final siempre hablo:   
No dejes de existir, mi niño. No ahogues tu expresión ni por hablar permitas que te callen. Y sin embargo, si me dejas decirlo yo también –para ganar un poco de existencia en esta vida tuya– recuerda que el Verbo es Palabra, lo que significa que nuestras palabras nos definen porque nos comprometen a ser congruentes con ellas. A llevar a la acción lo que decimos ser. Incluso si aquello que decimos no es más que aspiración. Para ser lo que deseamos ser, necesitamos serlo. 
Ya sé, ya sé. Mi hablar es rebuscado. No encuentro la manera de decirte que habrá momentos en que tu corazón te engañe y que parezca bueno lo que te pide y busca y desea, pero tendrás que ir más lejos para escuchar a Dios. Y eso significa que a veces tendrás que ahogar palabras y detener acciones. Que amar no siempre es decir ni hacer. Amar es sobro todo, ser, y para ser no hace falta nada que estar en sintonía con Quien es Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros: Nuestro Ser. 
Te quiero y quiero ver tus sueños realizados. Tus sueños, que son míos también, pero son más tuyos, eso lo tengo claro. Así que escúchame pero no le hagas mucho caso a esta vieja, y busca TU camino. Porque finalmente tampoco puedo indicarte cómo se dice todo lo que se lleva dentro. Hoy mismo, como todos los días, asfixio las palabras que no debo decir, y dejo de existir un poco, me acerco a mi muerte. Los años que ya tengo, me lo hacen evidente. Pero al amar y hacerlo también desde el silencio, gano una vida rica en sentires humanos de los que soy consciente, y aunque estoy más vieja soy también más feliz, porque no vivo tan sólo para mí.  
Y quizá la vida sea eso: un fluir de palabras que se dicen, se viven, se guardan y se asfixian. Un fluir de palabras que nos llenan y nos dejan vacíos, que nos impulsan y frenan, que nos llenan de vida y nos hacen sentir que vamos a morir.  
Lo que es cierto es que somos palabra porque a partir de ella le damos sentido a nuestra vida y dirección a nuestro ser. Busca entonces que las palabras que salgan de tu boca no contaminen tu alma ni te lleven a olvidar Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros. Porque para amar no basta querer lo que deseamos, hará falta también renunciar a tiempo a lo que puede lastimar Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros. 
En fin, no sé si he logrado decirlo. El resto, lo que no puedo explicar aunque quiera, lo dejo para que tú lo descubras en la Palabra Viva. Y ahí, en la Palabra Viva estás en buenas manos. Lo sé porque yo pido a diario que te cuiden, te guíen, te ayuden y protejan. Y sé perfectamente que lo harán. 

miércoles, 10 de agosto de 2011

Quiero un cigarro

No es que no crea en Dios. No creo en el hombre. Sé que Dios está en el hombre, lo sé. Pero también sé que hacemos malabares para ignorarlo y nos lavamos las manos con demasiada facilidad. Si el otro sufre, que sufra solo. Yo a duras penas puedo con lo mío. ¿Qué puedo hacer? Nada. Nos contamos nuestro cuento y nos lo creemos. Hablo en plural porque es un mal de todos. Estamos solos y nos dejamos solos. 

No es que no crea en Dios, me cuesta trabajo creer en el hombre. Creer, incluso, en mí. Oh sí, incluso en mí. Yo también me he dejado sola demasiadas veces. 

Sola.  

Por eso hoy se me ha antojado como hace rato no se me antoja, un cigarro. Durante años el cigarro fue un gran amigo. El mejor. En las buenas y en las malas, ahí estaba. Me acompañaba al trabajo, al descanso, a la reflexión. Estaba ahí, sin juicios ni exigencias. Sin importar lo que hiciera bien o mal, me acompañó, y aunque sea una locura, lo extraño.

Lo extraño como se extraña tener confianza en que todo va a estar bien. No sé si era la sensación de inhalar y exhalar. A veces, lo simulo: inhalo y exhalo como si tuviera el cigarro en la mano. Tengo que hacerlo así: imaginarme el cigarro en la mano. Porque, ahora que lo pienso bien, no era sólo inhalar y exhalar, era saber que ahí  estaba. Verlo, sentirlo, olerlo, probarlo. Estaba ahí. Era una presencia palpable, real, concreta. 

A veces me arrepiento de haberlo dejado. Sé que su ayuda no era más que apariencia, que todo lo podía, bueno, que yo sentía que todo lo podía, no porque me brindara fuerza ni valor, sino porque en cada inhalación me tragaba todo, lo sumergía todo en mi interior. Me ahogaba y lo ahogaba todo. 

Hoy se me ha antojado volver a creer en el cigarro. Volver a saber que alguien me acompaña, sin juicios ni palabras. Que me deja llorar o enojarme o reír o cantar mil veces la misma canción o bailar sin zapatos o reírme de nada. Y que en todo ese “ser yo”, también hay otro: mi querido amigo, el cigarro. 

Pero no lo hice. En vez de tomar las llaves del auto y salirme a buscar un cigarro, hoy levanté la mirada y pedí perdón. En mi desesperación, lo sé muy bien, he dejado de ver a quienes me rodean.  No he sabido ser el aire que otros puedan inhalar. Tantos años con el cigarro en la boca me han convertido en humo. 

Y no pude hacer nada más que pedir perdón. No hubo fuerza para correcciones ni capacidad para cambiar las cosas. Hoy me conformé con respirar, y di gracias, porque aún tengo pulmones. 

Hoy también logré abrir ligeramente la cajita en la que guardo el resentimiento y lo confesé a quien lo generó. Hoy abracé a una amiga, y llené de besos un rostro. Y no sé si podré convertirme en aire algún día. Ni sé si siempre podré darle completamente la espalda al cigarro. Pero hoy decidí sentir mi miedo. Quizá mañana no importe sentirlo y pueda hacer algo, ahora sí real y concreto. Pero por ahora, el humo todavía me invade, y tengo miedo.