miércoles, 10 de agosto de 2011

Quiero un cigarro

No es que no crea en Dios. No creo en el hombre. Sé que Dios está en el hombre, lo sé. Pero también sé que hacemos malabares para ignorarlo y nos lavamos las manos con demasiada facilidad. Si el otro sufre, que sufra solo. Yo a duras penas puedo con lo mío. ¿Qué puedo hacer? Nada. Nos contamos nuestro cuento y nos lo creemos. Hablo en plural porque es un mal de todos. Estamos solos y nos dejamos solos. 

No es que no crea en Dios, me cuesta trabajo creer en el hombre. Creer, incluso, en mí. Oh sí, incluso en mí. Yo también me he dejado sola demasiadas veces. 

Sola.  

Por eso hoy se me ha antojado como hace rato no se me antoja, un cigarro. Durante años el cigarro fue un gran amigo. El mejor. En las buenas y en las malas, ahí estaba. Me acompañaba al trabajo, al descanso, a la reflexión. Estaba ahí, sin juicios ni exigencias. Sin importar lo que hiciera bien o mal, me acompañó, y aunque sea una locura, lo extraño.

Lo extraño como se extraña tener confianza en que todo va a estar bien. No sé si era la sensación de inhalar y exhalar. A veces, lo simulo: inhalo y exhalo como si tuviera el cigarro en la mano. Tengo que hacerlo así: imaginarme el cigarro en la mano. Porque, ahora que lo pienso bien, no era sólo inhalar y exhalar, era saber que ahí  estaba. Verlo, sentirlo, olerlo, probarlo. Estaba ahí. Era una presencia palpable, real, concreta. 

A veces me arrepiento de haberlo dejado. Sé que su ayuda no era más que apariencia, que todo lo podía, bueno, que yo sentía que todo lo podía, no porque me brindara fuerza ni valor, sino porque en cada inhalación me tragaba todo, lo sumergía todo en mi interior. Me ahogaba y lo ahogaba todo. 

Hoy se me ha antojado volver a creer en el cigarro. Volver a saber que alguien me acompaña, sin juicios ni palabras. Que me deja llorar o enojarme o reír o cantar mil veces la misma canción o bailar sin zapatos o reírme de nada. Y que en todo ese “ser yo”, también hay otro: mi querido amigo, el cigarro. 

Pero no lo hice. En vez de tomar las llaves del auto y salirme a buscar un cigarro, hoy levanté la mirada y pedí perdón. En mi desesperación, lo sé muy bien, he dejado de ver a quienes me rodean.  No he sabido ser el aire que otros puedan inhalar. Tantos años con el cigarro en la boca me han convertido en humo. 

Y no pude hacer nada más que pedir perdón. No hubo fuerza para correcciones ni capacidad para cambiar las cosas. Hoy me conformé con respirar, y di gracias, porque aún tengo pulmones. 

Hoy también logré abrir ligeramente la cajita en la que guardo el resentimiento y lo confesé a quien lo generó. Hoy abracé a una amiga, y llené de besos un rostro. Y no sé si podré convertirme en aire algún día. Ni sé si siempre podré darle completamente la espalda al cigarro. Pero hoy decidí sentir mi miedo. Quizá mañana no importe sentirlo y pueda hacer algo, ahora sí real y concreto. Pero por ahora, el humo todavía me invade, y tengo miedo.

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