domingo, 21 de febrero de 2016

Vacía de fuerza




Vacía de fuerza para sacudir la arena acumulada en este cuerpo
ya no intento derribar los muros de mi alma encarcelada,
sostengo, en cambio, la minúscula semilla de un sí
-apenas pronunciado, a fuerza de ser más fe que asentimiento-
y la confirmación imperceptible de casi un dulce beso.

Eres hermano y guía, la luz de quien mejor sabe y a nada obliga.
Y eres, por eso mismo, la mano que sostengo sin descanso, 
la obstinación de fe que me levanta y el milagro que me mantiene viva.

Por eso, si alguna vez lo dudo, y pienso dejarlo todo atrás,
si alguna vez –y han sido muchas- decido dejar de ver ventanas,
y caigo en la árida comodidad de ser –sin cuestionarme- arena,
y, ser en ella lo que parece es la única realidad de mi existencia;
si alguna vez, insisto, intento dejar de pronunciarte,
entonces… entonces sí que grito y lloro y me atormento
y siento el fuego imperdonable que asfixia, sofoca y mata.

No puedo ni quiero dejar de imaginar que al ver tus ojos
me miras tú también con la profunda comprensión de quien entiende
aquello que me es impronunciable,
y al comprenderlo tú, yo dejo de estar sola
y, ¡oh! ¡Divina gracia! Existo…
En ese minúsculo instante, ¡existo!

No pidas nunca, entonces, que me aleje
-lo digo a mi alma, pues bien sé que tú has dicho: “sí, puedes quedarte”-
ni esperes nunca que deje de buscarle –le explico que te amo,
y debo explicarlo porque le tiene miedo al rostro de los hombres-.
susurro en oración que aún en la obscura soledad de las noches  
en que no veo señal de tu existencia,
aún ahí, aún entonces,
son el recuerdo vivo de tus imaginados ojos
y la sonrisa tierna que me brindas
las dos columnas que cargan el peso de estar viva.

Y sí, debes saberlo ya: la vida dejó de ser jardín hace ya tiempo,
y ha sido, en cambio, campo fértil de toda clase de abusos y artimañas
con que pretenden los otros -ellos que pueden- exaltarse
al tiempo que pisan y empujan mi rostro -el nuestro-
hacia la culpa hueca de ser lo que no conviene que seamos:
tan sólo humanos.

No han visto al humano detrás del rostro que es tu propia humanidad.
Y en serlo radica el milagro que te hace –nos hace a todos-
los dignos hijos de un Dios que es misericordia, amor y canto.
Es esta frágil cáscara biológica y su esencia innombrable
lo que te hace extraordinario, lo que conmueve, lo que convence.
Lo que me lleva a amarte con cada célula, también biológica,
de este cuerpo que no se siente uno si siente que estás lejos.

De modo, mi bien, mi dulce y tierno bien, déjame pronunciar el sí
que te confirma que tú también puedes quedarte
en este cuerpo y este corazón que por ti late.
Decirte que aun cuando es verdad que ya este cuerpo es más residuo
que tierra fértil y que si bien quizá no pueda dar los frutos
que tanto hacen falta en este mundo,
es todo lo que soy y todo lo que tengo,
y hay en él un universo pintado con los interminables tonos
con que se escribe tu nombre.