sábado, 27 de abril de 2013

Ser la que te ama

Señor mío y Dios mío, Padre, Amigo y Cómplice, Amor de mis amores, Vida, Dulzura y Esperanza mía:
¿Qué te puedo decir a Ti que ya todo lo sabes? ¿Cómo puedo decirte que Tu ausencia en mi vida –aunque la sé una ilusión que el mundo se empeña en afirmar –me quema y me consume? Tú, que eres Amor, ¿por qué permites que viva incapaz de amar y temerosa de hacerlo? ¿Por qué me cierras la puerta? ¿Por qué Te escondes detrás de imágenes falsas de santidad simulada?
Mírame Señor… Mira a tu Hija, a tu Amiga, a tu Cómplice. Si me has dado la posibilidad de reconocerte mío y de saberme tuya, permíteme aceptar que el perdón que le debo, que me debe, que nos debemos todos, empieza con la Verdad de tu Rostro. Permíteme aceptar esa Verdad y vivir con ella y a partir de ella. Que no haya más Ley en mi vida que no sea la Verdad de tu Rostro.
Una Verdad que es humana como lo eres Tú, como lo soy yo, como lo es la imagen y semejanza en la que haríamos bien en transformarnos. Permíteme aceptarlo y dame también la posibilidad de levantar mi rostro frente al fuego, y apagarlo en mi ser con esta agua bendita que de tus manos fluye.
Sí Dios mío. Te pido que lo apagues. Que me dejes seguir mi camino hacia tu morada consciente de que no puedo hacer nada por quienes no quieren abrir sus ojos, sus oídos y su conciencia. Por quienes están llenos de sí. Tan llenos que no cabe nada ni nadie en sus vidas ni en sus almas. ¿Qué caso tiene tocar la puerta de un hogar en el que no cabes Tú, en el que sólo hay lugar para el deseo sin límite de ser comunión sin entrega, sacramento sin fe?
Dame voz para clamar tu nombre. Dame manos para ofrecer agua a quienes buscan saciar la sed de tu presencia. Y dame tu Espíritu en el agua bendita de tu sangre, en la humanidad completa de tu cuerpo, en la fusión total de mi vida en la tuya.
Sí Dios mío, que sea en esa agua bendita donde te encuentre, y no el fuego fugaz y pasajero de ser lo que no soy –objeto de deseo, vapor que se consume, un nido sin hogar.
Haz de ese pequeño encuentro de comunión eterna un feliz paso de vuelta al camino perdido. Porque con cada comunión –que nunca, nunca, nunca volveré a dejar de lado por nada ni por nadie –confío me transformas en ese ser que quieres que yo sea.
Ayúdame, Amor mío, a entender la comunión que buscas y busco yo a Tu lado, como decir un sí, está bien, te amo y estoy aquí para ayudarte porque hoy tú lo necesitas. Y es cierto que no tengo hoy la fuerza necesaria y el dolor me consume, pero vale la pena sostener tu mirada, que en tu debilidad está mi fuerza y en tu fuerza estará mañana mi debilidad.
Perdóname por haber puesto a este mundo antes que a Ti. Por haber creído que el deseo de amar es suficiente. No supe lo que hacía. No supe abrazarte y darme por completo. No supe, como no supieron tus verdugos. Como no quieren saberlo quienes todavía te matan en mi vida y en la de tantos otros, pensando que realmente te pueden contener, controlar y dominar, como contienen, controlan y dominan las masas de creyentes que creen que creen en Ti.
Perdóname también por creer que soy así de grande que puedo hablarte incluso con esta cercanía de hija, amiga y cómplice. Corrige mis errores, por favor. Pero sé tierno, te lo pido. Sé tierno y lindo, como lo has sido antes, como lo has sido siempre. Sé dulce, por favor, que mi corazón es ya un cúmulo de errores, un jarrón hecho trizas, de las que es difícil extraer una pieza que conecte con otra. Se dulce y verdadero. Se Tú y déjame ser yo. No me digas Tú también que tu amor sólo existe en función de mi obediencia a tus caprichos. No me impongas Tú un molde de santidad cuando lo único que siempre me has mostrado es una humanidad sin límites. Déjame ser humana. Déjame ser tu niña, tu compañera, tu amor.
Porque ahí está el sentido último de mi existencia: en ser esto que soy: mujer y compañera y amiga y cómplice y niña. Tu amor, Tu vida, Tu amada. En fin, en ser la que te ama con todo el corazón.
Por favor… déjame ser yo.
amida.











viernes, 5 de abril de 2013

Dios sabe muy bien quién eres


A veces, cuando pienso en Dios, cuando hablo de Dios, cuando busco a Dios en el mundo, todo parece completamente irreal. A veces no encuentro a Dios por más que lo busco. A veces vivo a Dios como una memoria de infancia, un sueño adolescente, un amor prematuro que fue lindo como la ilusión que fue, pero que por ser ilusión, nunca llegó a ser del todo. Lo vivo entonces como un viejo y maltratado retrato en sepia, que, además, estuvo desde el principio fuera de foco y es prácticamente imposible distinguir lo que transmite. Sabes que es Dios y que es bello, pero simplemente no lo ves. A veces Dios es nostalgia de un ayer que fue fácil vivir porque fue bello vivirlo.
Cuando vivo mi fe así me siento ciega. Me reconozco ciega. Mi fe es una fe ciega no porque crea sin medida, sin duda y sin miedo, sino porque busca. Extiende su mano y busca, toca, se pregunta ¿qué es esto? Mi fe es ciega porque la mayor parte del tiempo no tiene respuestas ni certezas y le hacen tanta falta. Mi fe quiere oler a Dios, saborearlo, tocarlo, sentirlo y escucharlo. Y lo hace, a veces logra vivirlo con alegría y confianza porque a veces el día es soleado y aunque mi fe no logra verlo, logro sentir su calor como lo hace quien siente el sol acariciar su piel.
Pero en la vida hay día y noche. Y a veces la noche es más obscura que de costumbre y no hay luz que acaricie mi piel y ni calidez que me permita saber que todo estará bien.
En esas noches obscuras he aprendido a quedarme quieta, muy quieta. Y es entonces que escucho con más cuidado, que busco sentir con más detalle, porque la luz entre tanta oscuridad podría ser diminuta y perderse fácilmente, como se pierde una luciérnaga cuando, tras encenderse, vuelve a apagarse casi de inmediato para reaparecer dos segundos después en otro lugar. Para alguien cuya fe no es ciega, eso, una luciérnaga en la obscuridad, basta. Pero mi fe ciega no alcanza a ver a la luciérnaga. Y si no pongo atención podría seguir a una mosca.
Lo sé porque he seguido moscas, y no hacen más que guiarme a paredes o abismos. He caído en pozos aún más profundos y solitarios por seguir moscas. Por eso, en la obscuridad total, cuando la luz es muy difícil de percibir, prefiero quedarme quieta y escuchar y escuchar y escuchar. Pido, pregunto, lloro mucho, pero escucho, escucho con atención. Y un día cualquiera alguien dice algo y entonces vuelvo a sentir la luz acariciar mi piel, iluminar mi alma, brindarle calor a mi corazón. Estas luces no son luciérnagas, son destellos mucho más fuertes y firmes. Rayos de un sol naciente. Pero hay que tener cuidado.
También he aprendido que no hay que correr hacia luz. Déjala que llegue a ti. No te muevas. Es muy difícil no moverte porque quieres correr y salir de tanta oscuridad. Pero déjala que llegue. El sol no va a salir más pronto porque tú corras hacia el horizonte. Y en el entusiasmo de correr podrías caer en un acantilado que nunca te diste el tiempo de percibir frente a ti. Oh, sí, también he caído en acantilados. Y recuperarse de un golpe semejante es muy doloroso y complicado. Son estos acantilados los que pueden matar tu fe del todo, porque has confiado en una luz que te arrastró hacia la desesperanza. Así que no corras. Déjala que llegue. Deja que salga el sol por completo y vuelvas a sentir el calor y la vida que te rodea y te invade.
Y entonces, cuando sientas por fin que el corazón ha logrado revestirse de valor porque sabe que se encuentra en un valle y no en una cueva húmeda y triste, entonces estira tu mano y frente a ti vas a sentir el pecho en el que se esconde otro corazón, humano como el tuyo, y sabrás que nunca estuviste solo. Reconocerás entonces la voz que te acompañaba en tanta oscuridad y verás los ojos de un ángel que con una sonrisa, y probablemente sin saberlo, acaba de ayudarte. Y ese corazón humano es un mensajero de Dios que te devolvió la total convicción que aún cuando tu fe es ciega, Dios sabe muy bien quién eres y en dónde estás. Él no te ha perdido de vista porque la fe que te tiene, a diferencia de la tuya, no es ciega. Él ve todo lo que hay en ti, y lo que ve es hermoso. Y te ama, sobre todo, te ama.