lunes, 30 de julio de 2012

Soy

Soy amor en vida. Espíritu libre.
Dulzura animada por la emoción de una entrega.
La dicha y la paz de un sacrificio valiente,
bañado de lucha, vestido de esfuerzo.
Soy comprensión…
              …¿mmm? …y pregunta.
Soy una tierna y profunda alegría humana,
que por ser humana, a veces llora
porque le da por creer que no puede…
pero puede.
Soy verbo: el verbo yo puedo.
El verbo tuya puedo ser.
Soy madre, vientre que da luz y alimento.
Soy maestra, palabras que nacen.
Soy hija, alumna y amiga, la prosa de un texto.
Soy aspiración divina.
Alma caminante.
Ejemplo y corrección que busca disciplina.
Soy trabajo consciente a pesar de ser sombra,
eclipse.
Soy verdad que se asoma a pesar de vivirse
como un sueño en una realidad
que es idea, espejismo y locura.
Realidad que refleja lo que también soy.
Soy matiz.
Arte en color.
Escultura e imagen fracturada
que se recrea al pronunciar
el sonido de letras hechas canto y oración.
Soy música que baila en Tus manos…
              … instrumento de Dios.
Soy árbol que surgió de las aguas.
Soy savia, raíz, tronco y rama.
Hoja en flor.
Soy fruto: el alivio de un espacio
hecho cuerpo, suavidad, tacto y beso.
Soy átomo en explosión.
Soy bendición con agua de mar.
De un bendito mar acariciado por el sol
bajo un cielo de fuego.
Un fuego capaz de transformar
la sal de este campo desértico en nube,
en horizonte que promete lluvia.
Soy lluvia para tu sed.
Soy tiempo cumplido…
              … aún por cumplirse.
Soy altar de rosas,
sacerdote, apóstol y profeta.
Una mano empática.
Aparecida que se niega a marcharse
sin la oportunidad de ser arco y flecha,
capa a vuelo, amada iluminación.
Soy tuya…
              …tuya por siempre, Señor.









lunes, 23 de julio de 2012

No tengas miedo

El miedo es un pecado capital. Lo es. Te lo aseguro. No está incluido en la lista de 7, pero es pecado, y es capital como todos los de su especie, no por su magnitud, sino porque de él surgen muchos otros males. Por miedo se peca de pensamiento, de palabra, de obra, y sobre todo, de omisión. 
 
El miedo inmoviliza. Nos dice al oído: no, no hagas nada, no digas nada, no pienses en nada. Susurra: cierra los ojos, ignora todo esto que pasa a tu alrededor, dentro de ti. Nos cuestiona: ¿De qué sirve que intentes hacer algo? ¿Qué caso tiene? ¿No es tu tranquilidad y tu bienestar más importante? ¿Para qué perder la paz? ¿Acaso es tuya la responsabilidad de cambiar el mundo?
 
El miedo es el gran seductor porque no ofrece bienes ni riquezas. Es astuto. Ha logrado disfrazarse del “temor a Dios”, y sabe negociar con algo mucho más preciado y urgente: seguridad. Seguridad aquí en la tierra y garantía de vida eterna. 
 
Por nuestra seguridad y por tener todas las garantías, somos capaces de guardar silencio, de señalar a otros, de sacrificar inocentes, de ser policías de buenas costumbres, de no involucrarnos, de moralizar al grado de percibirlo todo como una amenaza que debe ser escondida… ¡No! Escondida no… ¡Sepultada! El miedo es el gran inhibidor de la vida porque en su afán de sobrevivir es capaz de matar. 
 
El miedo es pecado, por eso Jesús siempre insistió: no tengan miedo
 
¿Pero cómo no tener miedo? Porque claro, es fácil decirlo: no tengan miedo, pero estas palabras fueron pronunciadas por un hombre que fue perseguido, capturado, señalado, torturado y crucificado.
¿En serio no tuviste miedo Jesús? 
 
Y Jesús insiste, ahora de manera directa, personal, de frente y a los ojos: no tengas miedo… ten fe. Que tu fe sea más grande que tu miedo. 
 
Y la fe no es certeza ni garantía ni seguridad. La fe es un pedacito de cielo en una mano vacía, una mano que cierra el puño en señal de que ha decidido asirse de la nada para combatirlo todo.
La fe son átomos que vibran. Es una piedra inerte en constante movimiento y la certeza de que así es, aunque sea imposible comprenderlo, explicarlo, sugerirlo incluso, porque claro, nos dirán que estamos locos. ¿Y quién quiere estar loco en un mundo de cuerdos? Podrían crucificarnos.
No tengas miedo… ten fe
 
¿Te parece, Jesús, si empezamos con algo pequeño? ¿Te parece, Jesús, si confío por hoy en el hecho sencillo de que a pesar de toda expectativa, de todo pronóstico, de todas las razones que hoy tengo para dejar de creer que la vida tiene un sentido más grande que respirar, te parece que hoy crea que soy digna de amor, con todo y mis defectos, mis errores, mis esquivas decisiones mal tomadas por ceguera, por locura, por miedo? ¿Te parece que pueda dar un primer paso con esta imaginación que te busca, porque no tiene nada más a qué aferrarse de lo acostumbrada que está a sentirse sola por ser incapaz de explicarse, de comprenderte? ¿Será, Jesús, suficiente con eso para que mi fe sea más grande que mi miedo? 
 
Y Jesús extiende su mano desde la imaginación de mi teclado. Toma mi mano y coloca en la palma una bolita amarillenta, pequeñita, diminuta. Nunca antes había visto un grano de mostaza. Se acerca a mi oído: Ahora tu mano ya no está vacía. He puesto en ella mi corazón entero. Ahora cierra el puño, y ten fe.











jueves, 12 de julio de 2012

Un Recinto de Música, Historia y Reconciliación

Banca-recinto-juarez El día estaba nublado, perfecto para sentarse en una banca de la Plaza de Armas, frente a la Catedral Saltillense, sin temor a los penetrantes rayos del sol que, pasaditas las 10 de la mañana, suelen invadirlo todo.
La muchacha –es en realidad una señora, pero ella se siente una muchacha y yo le doy por su lado por cariño– trata de leer un libro, pero tiene inquietud en el alma. Necesita un confesor, un amigo, una charla, una reconciliación, un encuentro con la vida que le dé la sensación de compañía, auxilio, perdón. De pronto, escucha música: violines, bajo, flautas, todo un ensamble de instrumentos que dejan escapar por alguna ventana o puerta su escándalo. Ella no soporta escuchar sin acercarse, de modo que se pone de pie y camina hipnotizada, como siguiendo el olor de las notas, absorta.
Llega a la puerta de un viejo edificio conocido como El Recinto de Juárez, a un costado de Catedral, por la calle, precisamente, de Juárez. Un poco temerosa pero decidida, entra. A mano izquierda ve una puerta desde donde se percibe un salón largo y angosto en el que músicos e instrumentos se confunden entre sí de lo apretados que están. Es el ensayo de la Banda de Música del Estado, pero eso aún no lo sabe. En ese momento ella sólo supo que quería quedarse a escuchar, así que entró de lleno a un patio central en el que una escultura de Juárez la saludaba. Vio bancos de jardín invitándola a sentarse, de modo que ella se sentó tan sólo para levantarse como si su cuerpo fuera un resorte: la banca estaba aún mojada por la lluvia matutina que despertó a Saltillo aquel día.
Ya se mojó, escuchó decir a un señor, ya mayor, que se acercaba. ¿Quiere conocer del lugar o quiere escuchar la música?, le preguntó Don Jesús Vázquez Torres, que así se llama, pero eso todavía no lo sabe. Ella le responde que las dos cosas, pero primero la música, que si no se acaba y ya no va a disfrutarla.
Se sentó entonces en un rinconcito seco en medio de dos puertas que dan a la sala de ensayo. Desde aquel rincón del mundo escuchó música por más de una hora y se perdió en sus pensamientos. Fueron momentos de reconciliación consigo misma, con la vida, con su suerte, con su alma y con Dios. Aquella mañana fue un regalo, sin duda. Le hacía tanta falta sentir que salía de su realidad para entrar en un espacio fantasma en el que el tiempo no existe, y si existe, simplemente no se siente.
La música cesó por lo que parecía ser un descanso, pues los músicos soltaron sus instrumentos y salieron unos a comer algo ahí mismo en las bancas, otros a charlar en la puerta o en la calle. Ella aprovechó entonces para visitar a Don Jesús Vázquez, en la Biblioteca que está cruzando el patio central.
Don Jesús le explicó que se le conoce como Recinto de Juárez porque alojó a Don Benito Juárez durante la ocupación Francesa, en 1864. Como en ese entonces Juárez era Presidente, aquella casa pasó a ser Palacio Nacional mientras el mandatario estuvo en ella. Y no llegó solo. Trajo consigo 11 carruajes con los archivos de todos los estados. Del 9 de enero al 2 de abril de aquel 1864, esta casa fue el edificio más importante del país. Y durante ese tiempo, muy bien pudiera ser que el mismo Juárez se haya alejado del mundo y haya logrado tener un momento de quietud en el mismo rinconcito donde nuestra amiga-señora-muchacha platicó con su soledad y descubrió que no está tan sola después de todo.
El edificio es más antiguo que la Catedral, aunque de la construcción original ya no se conservan más que las paredes y el portón, todo lo demás ha sido remodelado. Hoy es el Colegio Coahuilense de Investigaciones Históricas y es también, en un día nublado, un lindo espacio de reencuentro con la música, con la historia de un país, con la propia existencia y con Dios, que es generoso cuando sabe que lo necesitamos y muy creativo cuando quiere acercarnos a su presencia.






lunes, 9 de julio de 2012

Se llamaba Verónica

veronica-toros Nadie lo sabe, pero se llamaba Verónica.
Verónica. El nombre tiene cadencia y ritmo. Ese acento en la o lo hace latir. Es el nombre de una flor, por lo que es pétalo y perfume. Es también un movimiento que hacen los toreros con la capa cuando los ataca el toro. Y dejando de lado el prejuicio contra la fiesta brava, y enfocando tan sólo la mirada en la estética y el erotismo que la lucha entre la vida y la muerte conlleva, es bellísima Verónica: una capa en pleno vuelo que, cual vestido largo, baila su pasión y le dice sí a la vida, mientras enfrenta, con toda su alma y cuerpo, la muerte.
Se llamaba Verónica. Y es triste, porque cuando se habla de ella se dice: En aquel pueblo había una mujer conocida como una pecadora. Y oímos decir pecadora y la imaginamos puta. Y al imaginarla puta la convertimos en un objeto de placer, y al ser objeto es fácil depositar en ella nuestro desprecio. Poco importa que pecadores seamos todos. Cuando a una mujer se le llama pecadora, es puta.
Pero Él, que conoce de corazones y que sabe del placer que enriquece la existencia al reconocer a un ser vivo, nunca la llamó pecadora, nunca la consideró una puta. Fue Él quien la dejó entrar a la casa de un fariseo, amigo suyo, a compartir una mesa.
Pero ella no se sentó a la mesa. Esta mujer pecadora, la puta, lloró al verlo, se inclinó ante sus pies, los mojó con sus lágrimas, los secó después con sus cabellos, y mientras lo hacía, besaba y ponía perfume en las plantas de esos pies que ella adoraba. Esas plantas que jamás se atrevieron a pisarla.
Él la dejó ser, se dejó amar por esa mujer pecadora, esa puta. Y nadie lo dice, pero Él también acarició sus cabellos mientras ella, agachada a sus pies, lloraba. Y Él también le beso con su mirada compasiva, que en más de una ocasión posó sobre sus ojos para decirle: lo sé pequeña, lo sé todo, y te amo igual, y te amo más, y te amaré por siempre. Él también agradeció el perfume y se sintió dignificado al saberse tan amado.
La imagen, el cuadro de una puta besando los pies de un hombre, es una grosería al buen gusto, un insulto para cualquiera que ha abierto su hogar a un maestro. Por eso no debe sorprendernos que el fariseo, el dueño de la casa, al ver la escena, haya pensado lo que cualquier persona de buena educación y altísima moral pensaría: si fuera un profeta sabría qué clase de mujer es esa que le besa los pies. Si fuera un hombre digno no se dignaría a estar siquiera cerca de ella. Si fuera el maestro que dicen que es, conocería a la mujer y lo que vale.
Conocería a la mujer y lo que vale
El caso es que sí conoce a la mujer y lo que vale. La conoce bien. Por eso se dejó besar los pies, adorar con lágrimas y bendecir con perfume, pues sabe que para quien es capaz de amar tanto le es necesario manifestarlo. Sabe que impedirlo y juzgarlo sería atar la libertad del Espíritu. Sabe que el dar de esa mujer no busca entregarse a un ego para que la someta, la lastime y la use. Ella quiere amar. Así de simple. Sólo quiere amar y ser amada.
El fariseo también lo sabe. Reconoce ese amor como algo que añora. En su alma también existe el deseo de ser amado así: con absoluto respeto, con total entrega y devoción. Pero el ego no puede ser amado así. No lo permite. Tendría que darse a sí mismo también. Tendría que amar sin poseer. Tendría que dejarla ser para que siendo pueda amarle. Todo eso lo sabe bien aquel fariseo, pero lo esconde en su corazón porque entonces tendría que reconocer que a ella no la ve con el alma, sino con su moral intachable, que al no tener mancha, ha dejado de ser humana y pretende saber lo que es dios y lo que dios quiere, sin estar siquiera cerca de lo divino, que mucho tiene de humano. Tendría, en fin, que olvidarse de sí y ser humilde en la espera de ser amado, sin que exista más garantía que el intuir que amar primero es la única recompensa real.
Todo esto lo sabe aquel fariseo, lo intuye, pero lo esconde detrás de su rectitud y lo convierte en desprecio. La desprecia a ella por amar, lo desprecia a Él por ser amado, y se enaltece a sí mismo por no compartir ese intercambio mundano de calor humano, de comprensión y amistad.
El Maestro ha alcanzado también a ver en la expresión de su amigo el fariseo, toda esa añoranza y soledad que lo hace despreciarlos, y le ha dicho: ¿Ves a esta mujer? Ella da lo que tiene que son lágrimas, cabellos, besos y perfume. Tú no has podido siquiera darme agua para los pies. ¿Quién crees que pueda vivir más agradecido, quien se sabe amado y perdonado, o quien cree merecerlo sin tener la dicha de vivirlo?
El hombre respondió lo obvio –quien se sabe amado y perdonado– mas las palabras no hicieron eco en su ego, porque el ego no es hueco: está lleno de sí. En el ego no cabe la fe ni la esperanza ni la dicha de amar ni la gracia de ser perdonado. El maestro no insistió y se dirigió a ella: Mujer, tú fe te ha salvado, vete en paz.
Verónica se levantó radiante, dichosa y plena. Logró darse a su Maestro, a su Amo, a su Rey. Se supo amada y se sintió dignificada en su amor. Verónica le siguió siempre desde entonces, y hoy ya nadie se refiere a ella como “una mujer pecadora”.
Casi nadie lo sabe, pero se trata de Verónica, la Santa, modelo de misericordia. Una mujer que movida por la compasión, se acercó al Maestro en su camino al Calvario para enjugar su rostro con un velo, desafiando a una multitud hirviendo en odio y a soldados romanos que se deleitaban en el sufrir ajeno. Una mujer llena de vida que quiso enfrentar la muerte para dar alivio. Aunque sea un instante de alivio.
La tradición nos cuenta que fue a partir de ese momento que la Santa fue llamada Verónica, pues en el velo se dibujó con sangre y sudor el rostro del Maestro. A esa imagen se le conoce como “Vera icon”, o verdadera imagen del Redentor. De ahí, se dice, surgió su nombre: Verónica.
Pero no, la verdadera imagen de Redención no es un retrato, es una escena: una mujer arrodillada ante su maestro que besa los pies que jamás la pisaron; un maestro que comprende la pureza del amor que se le entrega y no lo convierte en un triunfo ni en oportunidad ni en exaltación de su persona; una mujer que desafía a la muerte y con firmeza ofrece un instante de alivio; un hombre que desafía la vida y con firmeza ofrece una eternidad de perdón.
Lo dicho, se llamaba Verónica.