jueves, 30 de agosto de 2012

Convicción

Dios nuestro, tú que puedes darnos un mismo querer y un mismo sentir,concédenos a todos amar lo que nos mandas y anhelar lo que nos prometespara que, en medio de las preocupaciones de esta vida, pueda encontrarnuestro corazón la felicidad verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo…Oración colecta del 21º Domingo Ordinario, 26 de agosto, 2012

La dicha, la plenitud, es vivir con un corazón enamorado de tu mente y una mente entregada a tu 
corazón. A eso se le llama comunión: enamorarnos de la Palabra para entregarnos en cuerpo y alma, que es decir con todo nuestro corazón, a la dicha de vivirla. Necesitamos ayuda, por supuesto, por eso colocamos nuestra fe en un pedacito de pan acompañado de un traguito de vino, para que con nuestros ojos humanos podamos integrar a nuestra convicción etérea la posibilidad de recibir la fuerza que nos llevará a transformarnos.
Comunión: Vivir lo que se dice, decir lo que se es, ser lo que se vive. Nada más bello. Nada más difícil.
Difícil para aquellos que somos terriblemente humanos. Aquellos que crecimos convencidos de que el arquitecto de nuestra vida no es otro que nuestra voluntad, tan solo para descubrir con el pasar de los años que la vida, si bien tiene los planos que le dimos, hizo según su antojo. Y a ella se le antojó que en vez de esta o aquella solución, nos enfrentemos a tal o cual problema. Y así, nos coloca con demasiada frecuencia en situación de decir una cosa, desear otra, creer una más y ser todo lo contrario.
Terrible condición humana cuyo mal empieza a decaer cuando logramos sincerarnos con nosotros mismos, y nos atrevernos a aceptarlo frente a otro. A eso se le llama confesión: aceptar que no hay dicha ni plenitud en nuestra vida porque hemos querido dictarle lo que debe escribir en lugar de aceptar que lo que ella ofrece es la oportunidad de vernos tal cual somos y aceptarnos primero así: con machas, defectos e incongruencias. De aceptarnos y amarnos justo así: limitados, débiles, injustos. Y que con todo eso que somos, que no es mucho, quizá sea nada, empecemos a caminar con la certeza de que bien valemos la pena el esfuerzo de cambiar.
A eso se le llama convicción: saber que valgo la pena.
Y una mente convencida de que vale la pena transformarse, encontrará la forma de sentirlo y llegará a encontrar la fuerza de lograrlo. Mandato y promesa serán entonces una, pues el amor que te tienes te ordenará amarte, y con el amor vendrá la entrega, y con la entrega la acción.
De modo que si has de pedir, pide querer por encima de todo lo que sientes, de forma que llegues a sentir todo eso que quieres. Pide y pide y pide que lo que Dios Es se manifieste en tu Vida, para que sea Ella quien te de todo lo que tú necesitas para impulsarte al cambio que te llevará a ser Comunión, Congruencia, Palabra Viva.
Ah, y no esperes milagros. Los cambios que quieren ser eternidad, necesitan transformar la raíz, no el follaje. Busca mejor la paz que el saberte valioso y amado trae consigo, y practica la ciencia de aprender a observarte cada día para verte en acción y en acción darte cuenta, confesarte después, ante todo contigo, ya más tarde pronunciar las palabras con que te miras y convertirlas en las acciones que te acerquen a ser lo que buscas y a buscar lo que eres como hijo de Dios.






jueves, 23 de agosto de 2012

A veces parece que Dios no existe

A veces parece que Dios no existe. Se siente como un sueño que otros sueñan y que no puedes soñar con ellos porque para soñar hay que cerrar los ojos y dejar de tocar el suelo. Para soñar, hay que dejarnos llevar por el espejismo de la insensatez que nada quiere llamar por su nombre, y que se esfuerza por “santificarlo” todo, y así, se empeña en convertir a la virtud, la gracia y la belleza en todo un "aprieto", porque no hay manera de calzar semejante grandeza en tan pequeño ser. 

¿Qué digo? Lo que digo es que a Dios no lo vas a encontrar en lo perfecto. Quizá ahí encuentres lo sublime, lo inalcanzable, lo absoluto. Atributos divinos, sin duda, pero no son Dios. Dios es más simple. Y quiso que lo supiéramos. Quiso que comprendiéramos que no hay necesidad de buscarlo en la perfección. Por eso Dios se hizo hombre, para que dejemos de buscarlo en lo sublime y empecemos a encontrarlo en la humanidad que llevamos incrustada en la biología de nuestra alma. 

Dios es humano. Es el más humano de todos los humanos, porque Dios es humanidad hecha carne, y sensatez hecha vida. Dios es humano porque no negó su humanidad. Y si algo trascendió en ese Hombre que es Dios, fue precisamente que no buscó la perfección y vivió en cambio al “ser humano” que habitaba. Y al vivir a ese ser con los ojos abiertos y los pies sobre la tierra, surgió la consciencia que inevitablemente otorga la capacidad de amar con compasión, que es decir con total comprensión de lo difícil y complejo que es ese “ser humano”. 

Y con la compasión nace el perdón. Y es de eso de lo que se trata: de perdonarme y perdonarte. De comprender que nada puedo hacer para alcanzar tu alma, como nada has podido hacer para alcanzar la mía. Con todo y que nos hemos esforzado tanto en ser perfectos el uno para el otro. Con todo y eso, no hay forma de salvar estar distancia. Lo que hay es la posibilidad de transcenderla, de estar contigo a partir de la humanidad que compartimos, de la imperfección que somos. Y al perdonarnos con los ojos abiertos y los pies sobre la tierra, sin negar nada de lo que soy ni nada de lo que eres, entonces surge Dios entre nosotros y nos une en un lazo de amor y comprensión que es tan simple que se antoja imposible, pero existe. Existe como sé que existe Dios.


jueves, 9 de agosto de 2012

Perdonar setenta veces siete


Perdonarte a ti, mundo negado que me niega;
padre y madre imposible que sólo otorga creer
en épocas, modas, tendencias –todas suicidas;
paradigmas para descansar en paz
el cuerpo y la consciencia.
Perdonarte a ti, mundo inhumano,
santo y divino, de bienes comunes
y sentidos dormidos,
de letargos resignados a no re-asignar
verdades y atrevernos a poner
acentos, puntos y comas donde van,
a fuerza de mejor no pensar bien dónde van:
¿En el cuerpo que habitamos?
¿En el alma que vivimos?
¿En la vida que deseamos?
Perdonarte a ti, alma asustada,
por elegir formar parte de este mundo.
Lo sé bien: no conoces nada más,
ni hay quien se atreva a caminar contigo.
O quizá sí…
Siempre y cuando no te vean tal cual eres.
Siempre y cuando tú no seas lo que eres.
Siempre y cuando no camines
y te quedes justo ahí:
donde es justo y necesario… justo ahí.
Perdonarte a ti, Espíritu libre,
que me inquietas y susurras,
y me quieres llevar a Tu presencia
sin tomar nada en cuenta,
porque nada cuenta que no seas Tú.
¿Y eso cómo lo explico?, te pregunto,
y me miras con extraño.
Y me ignoras como ignoras
el absurdo de explicarte.
Lo que hay, es lo que hay.
Lo que es, es lo que es.
Perdonarte a ti, alma mía,
por amarme al extremo
de aceptarme sin reservas
y saber que no sé nada
más allá de este amor
sin nombre ni camino
ni hogar ni vida ni esperanza.
Te perdono por amar de todas formas
y buscar de todos modos.
Perdonarte a ti, vida mía,
que no sabes vivir sin mi mirada
como no sé vivir yo sin la tuya.
Que me llevas hoy a cuestas
como cruz de olvido
que mañana volverás a pensar,
a extrañar y a desear;
porque sabes que es ley
no matar, y no puedes por eso
acabar con mi vida,
lo que implica que tampoco has de vivir
con lo que es tuyo
ni me dejarás vivir con lo que es mío.
Te perdono… vete en paz a seguir…
vete en paz…