sábado, 30 de junio de 2007

Se sabe un fraude

Hay días en que amanece con la agresión en la boca. Discute entre sueños y abre los ojos entre gritos. Llora de coraje, pero sin lágrimas. Llora con los puños, con el estómago que se retuerce sin provocación. Despierta a un mundo de enemigos:
El mecánico que le entregó el auto tres horas después la semana pasada. El conserje que dejó abierta la puerta del garaje hace un mes. La torpeza de una desconocida que al subir al ascensor lo empujó y le tiró de la mano un pedazo de papel sin importancia, pero suyo. Su jefe, que pide cinco veces la misma explicación y cinco veces él responde con la esperanza de que, esta vez, sí entienda el muy estúpido. La maldita vieja de la recepción que siempre le dice Pedro, en lugar de Jorge, y encima de que pretende cambiarle la identidad lo hace con una enorme sonrisa de madre adoptiva, y todo porque dice que le recuerda a su sobrino de no sé qué pinche pueblo del norte de Aguascalientes. A quién chingados le importa, piensa mientras le sonríe como buen hijo adoptado. “¡A qué Doña Carmen!”
Sería más fácil si llorara, pero no sabe hacerlo. Sabe luchar. Amarrarse los huevos y sacar adelante la chamba. Sabe codearse con idiotas y pretender que le caen bien con tal de que firmen un contrato o le hagan la vida sencilla y no se quejen del servicio que, bien lo sabe, es deficiente y no tiene nada que ver con lo que promete como vendedor del mismo.
Se sabe un fraude y saberlo le come las entrañas, pero no es eso lo que lo desquicia. Lo mata saber que no tiene otra opción más que ser un fraude. Lleva ya demasiado tiempo buscando otro trabajo, un lugar en este puto mundo en el que se sienta él, verdaderamente él, y no el títere de una compañía a la a que no le interesa hacer un buen trabajo sino garantizar las entradas de dinero.
Sus jefes, los hijos de los dueños originales, han tomado toda clase de cursos de superación y de administración pero no saben ni madres de lo que es dar lo que se ofrece, de lo que es amar el trabajo que se realiza. Están ahí porque ahí está el dinero de la familia. Y Jorge está ahí para garantizar que la línea continúe, para dar solución a problemas que no debería presentarse si se hicieran bien las cosas y para tratar de no dejar lo mejor de su persona en manos de gente que no tiene respeto por su trabajo y que piensa que cualquiera podría hacerlo precisamente porque nunca lo han hecho ellos mismos.
No siempre fue así. Al principio, hace ya demasiado tiempo, invirtió en su chamba todo su ser. Llegaba a trabajar con la sonrisa en el rostro y la esperanza en la mirada. Creía que era un agente de cambio, no de ventas. Era, ahora lo dice, un ingenuo.
En menos de dos años todo ha cambiado. Es el mejor en lo que hace pero se siente peor que nunca. Ha pasado de ingenuo a hipócrita. Se odia.
Hay días que amanece con la agresión en la boca. Lo triste es que la mala cara siempre la reciben quienes realmente lo aman y ven en Jorge cualidades que él ha olvidado que existen. A los otros, conocidos y desconocidos a quienes llama verdugos, les sonríe. No sabe hacerlo de otro modo.