martes, 23 de noviembre de 2010

Silencio: Muere un hombre de 77 años por defender su rancho

Silencio. Me enteré de que un hombre de 77 años, Don Alejo Garza Tamez, murió por defender su rancho. Lo único que cupo fue el silecio.
No quiero decir que lo admiro, pero lo admiro. No quiero decir que me encabrona, pero me encabrona. No quiero decir que me invadió la tristeza, pero estoy triste, No quiero decir que este es el país en el que vivo, pero aquí vivo.
Lo admiro por la misma razón que lo admiramos todos: ¡Qué ganas de poner en su lugar a quien busca despojarnos de lo nuestro! Porque todos hemos estado ahí, frente a la injusticia. Y casi me atrevo a decir que todos hemos pensado e incluso dicho: “ni hablar, ni modo, no hay nada que hacer.” Este hombre no lo pensó ni lo dijo. Este hombre hizo algo al respecto.
Me encabrona que digan que “murió como hombre”. Ningún hombre debería morir por defender su tierra, su esfuerzo, su vida. Me encabrona porque se supone que ya, hace 200, 100 años, hubo quien murió para que fuéramos libres, y para que la injusticia no fuera el común denominador de nuestra existencia. ¿No?  Pues no. Resulta que no.
Me encabrona porque sé que no podría hacer lo mismo. No podría. Yo sí tomaría a mi familia y me iría lo más lejos posible.  Yo sí lo perdería todo, empezando por la dignidad.
Este hombre recuperó un poco de esa dignidiad que todos hemos perdido. Por eso lo admiramos, pero también por eso el silencio que me invadió no fue sólo el saludo obligado a un héroe. El silencio fue tristeza, una profunda tristeza porque tuvo que morir. Nadie debería verse obligado a morir.
Me invadió el silencio porque tuve miedo. ¿Si me sucediera a mí? ¿Qué arma podría yo tomar? ¿Cómo me defendería? ¿Tendría yo también que morir? ¿Me atrevería a hacer algo?
Recordé lo que nos sucedió a mi esposo y a mí una noche en que nuestra hija estaba en casa de su abuelita. Yo iba manejando. Regresábamos de hacer las compras de la semana y me detuve en un alto que está a una cuadra de nuestra colonia. De pronto, una camioneta negra, vidrios polarizados, se pega a nuestro auto por detrás, nos echa las luces altas una y otra vez, toca el claxón varías veces y en actitud amenazadora acelera y desacelera. El mensaje es claro: pásate el alto que tengo prisa. Yo no me muevo ni un ápice. No me voy a pasar el alto sólo porque este idiota quiere que lo haga, pensé. Se pone el verde y por fin avanzamos para ser rebasados a toda velocidad por la camioneta en cuestión. Una vez que detuve el auto frente a la casa, mi esposo tomó mi mano y me dijo: “amor, te quiero un chingo, y lo que decidas siempre te apoyaré, pero si nos vuelve a pasar lo que nos pasó con la camioneta esa, y vamos con la niña, pásate el alto. No hay manera de saber qué loco con arma pueda ir en el interior de camionetas así, y no vaya a ser que justo ese día no esté de humor y saque el arma.”
Sus palabras fueron un balde de agua helada. Es verdad, este es el país en el que vivo.
Silencio: Un hombre de 77 años muere por defender su rancho… y nuestra dignidad.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Confieso

Hace poco me descubrí confesando a un amigo que uno de mis temas preferidos era Dios. Pero mentí. Debí decirlo como es: mi tema favorito es Dios.
Fue confesión, sí. Porque me sentí un tanto avergonzada, como si decirlo me colocara en un clan de locos, sonsos y ciegos. Como si decirlo me fuera a cerrar las puertas de mucha gente que respeto, admiro y quiero. Gente sensata, inteligente, capaz. Gente que piensa, vaya, que ve las cosas como son y tiene los pies sobre el suelo. Gente que no cree que el mundo se hizo en siete días. Gente como yo. Porque a riesgo de equivocarme, sí soy capaz e inteligente y sensata y tengo los pies en la tierra y definitivamente no creo que el mundo se haya hecho en siete días.
Desde entonces he estado tratando de encontrar la forma de justificar mi “gusto” por el tema de Dios, sin caer en las empalagosas y harto molestas frases hechas de los cristianos, católicos o maestros de la nueva era.
He querido incluso encontrar la forma de hablar de la conveniencia de creer en Dios. De la importancia de creer y tener esperanza en un mundo poco amable, egoísta e injusto. Como si fuera una decisión práctica únicamente.
Pero si debo ser sincera, y siempre termino siéndolo, aún cuando implique ponerme la soga al cuello, mi “gusto” no es práctico ni sensato. Para mí, hablar de Dios es alegría, emoción, gozo.
Me gusta hablar de Dios de la misma manera en que me gusta comerme un chocolate. ¡Sí, sí, es exactamente así! Hablo de Dios y mi alma se emociona como se emociona una niña cuando come chocolate. Dios es el chocolate de mi alma.
Y no importa si hablo con un niño, un pastor, un artista, la vecina o una monja. Me encanta hablar y conocer cómo ve cada quien a Dios. Como lo experimenta, como lo percibe. Y le doy validez a todas las percepciones, aunque no las comprenda del todo, aunque me parezcan limitadas o absurdas o tontas o demasiado fumadas. Es válido, me digo. ¿Quién soy yo para decir a los demás como comerse un chocolate?
Me encanta hablar de Dios. Y no es que lo haya descubierto ni que haya cambiado mi vida ni que de repente me haya iluminado y sea más feliz o completa. No, no, no. Dios siempre ha estado presente. Igual que el chocolate.
No sé cuándo fue la primera vez que alguien me dio un chocolate ni cuándo fue la primera vez que alguien me dijo que Dios existe y me ama. Pero sé que desde entonces amo el chocolate y amo a Dios.
Y es verdad que hubo un tiempo en que, por “sensatez” me alejé del tema de Dios igual que me alejé del chocolate. ¿Quién quiere estar gordo? Y demasiado chocolate engorda. Igual que la ceguera en la fe limita. ¿Y quién quiere identificarse con los locos esos inflados que creen que Dios es la respuesta a todo y no están dispuestos a escuchar nada ni ver nada ni sentir nada ni comprender nada que no sea Dios, como lo entienden y lo ven ellos? Yo no.
Pero, la verdad sea dicha, alejarme de Dios fue una idiotez. Igual que lo fue privarme del gusto de comer chocolate. De todas formas engordé, y no hay forma de escapar de ser juzgado y descartado por alguien.
Recordé lo que alguna vez me dijo Javier Crúz, quien fuera mi jefe en el periódico Reforma cuando hacía periodismo de ciencia, hace ya mucho tiempo: “Escribimos para gente que se va a tomar más de cinco minutos para entender lo que le dices.”
Es verdad. Nadie es material de lectura para aquellas personas que no se den tiempo para conocernos. Siempre habrá quien nos juzgue a la primera y nos descarte porque no nos entiende. Pero no somos material de lectura para ellos. Y sé que Javier no lo dijo con ese sentido, pero hoy lo he recordado, y una vez más he vuelto a ver a Dios en sus ojos y a escucharlo en sus palabras. Te quiero mucho Javier, gracias.
Hoy soy mucho más feliz porque como chocolate cuando me place y hablo más de Dios. Incluso, como cuando era niña, hablo con Dios y me responde (no, no escucho voces, pero igual Dios se las ingenia; es muy ingenioso Dios).
Y no he dejado de ser sensata y sigo con los pies en la tierra y todavía no creo ni creeré nunca que el mundo se hizo en siete días.
Y a Abby, mi niña, le hablo de Dios. Le digo que existe y que la ama. Y de vez en vez compartimos un chocolate.