domingo, 22 de enero de 2012

Cerdos en el ala

Ví la película “The Girl with the Dragon Tattoo”. Buenísima. Me impactó una escena: ella tira lo que trae en la mano, sube a su moto y se va. Lo que me impactó fue lo mucho que quise ser ella: tirar lo que tengo entre manos, subirme a una moto (sí, yo, que le tengo miedo a las motos, quise tener una) y largarme. 
 
Pero estoy llamada a permanecer en el amor. Pase lo que pase, aún cuando a ratos me aterra, estoy llamada a permanecer. 
 
Para exorcizarme me regalé una sesión de “Pigs on the Wing 1 and 2” del álbum Animals de Pink Floyd. Nada como Animals para recordar que en un mundo como el nuestro, somos muy afortunados de amar y ser amados. 
 
Y mientras escuchaba se sentó a mi lado, me tomó la mano, y volví a oír su voz: Que no deje de importarte, mi amor. Permanecer se logra cuando no deja de importarte.
 
Vale pues. Aquí sigo: amada, amante, amor. 

Nota: La expresión "Pigs on the Wing" era utilizada por los pilotos aviadores de la Real Fuerza Aérea Británica ("RAF" por sus siglas en inglés) y se refería a qué tenían una nave enemiga en un punto ciego de su avión, generalmente debajo de las alas. 

Ahora imagínalo: 

Tengo cerdos en el ala (I’ve got pigs on the wing). 

Tranquilo, te tengo cubierto (Easy, I’ve got you covered). 


Pigs on the Wing (1)
If you didn't care what happened to me,
And I didn't care for you
We would zig zag our way through the boredom and pain
Occasionally glancing up through the rain
Wondering which of the buggers to blame
And watching for pigs on the wing.

Cerdos en el ala (1)
Si a ti no te importara lo que me sucede,
Y a mí, tú no me importaras
Recorreríamos en zig-zag el camino del aburrimiento y el dolor
Ocasionalmente mirando hacia arriba a través de la lluvia
Preguntándonos a cuál de los cabrones culpar
Y cuidándonos de los cerdos en el ala.

Pigs on the Wing (2)
You know that I care what happens to you
And I know that you care for me too
So I don't feel alone
Or the weight of the stone
Now that I've found somewhere safe
To bury my bone
And any fool knows a dog needs a home
A shelter from pigs on the wing

Cerdos en el ala (2)
Tú sabes que me importa lo que te sucede
Y yo sé que te importa lo que me sucede
De modo que no me siento solo
Ni siento el peso de la piedra
Ahora que he encontrado un lugar seguro
En donde enterrar mi hueso
Y cualquier tonto sabe que un perro necesita un hogar
Un refugio de los cerdos en el ala.





sábado, 14 de enero de 2012

Mujer

Una mujer en el suelo, desnuda, maltratada, despreciada, con el rostro lleno de lágrimas y tierra, con los cabellos largos, enredados y revueltos, y sus manos vencidas a su costado. En su mirada no hay súplica. Es la mirada de quien sabe lo que sigue y no busca resistirse. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene? Es la mirada de quien acepta la muerte sin amargura, porque morir se antoja más dulce que el vacío de humanidad que su existencia es, ha sido, y seguirá siendo. 

Quienes la acusan la sacaron a fuerza del lecho donde, con infinita devoción, acariciaba la piel desnuda del hombre amado. Un hombre de quien se enamoró. Se enamoró porque le habló a ella, y no a las expectativas que en su vida existían. Un hombre que no era el suyo, ¿pero quién realmente lo es? ¿Y cómo pudo ser tan ciega? ¿Cómo? Las palabras del hombre, a quien aún, muy a pesar suyo, ama, son un sordo recordatorio de su estupidez, un estallido de conciencia que la dejó anestesiada. Sus palabras duelen más que el desprecio de toda esa gente que la arrastra y le escupe. Sus palabras fueron la condena que le arrebató la vida: ¡Fue ella! ¡Ella me sedujo! ¡Fue ella! Y nadie lo puso en duda: ante la vista de sus inquisidores, esa mujer nació hembra, y aunque quiera, nunca se quitará de encima la peste del deseo que provoca. 

Su rostro tocó el suelo al mismo tiempo que sus rodillas. Sus brazos no fueron capaces de detener el golpe. Se siente mareada y rota. Desde su rincón en el suelo todo es confusión y escándalo. No sabe dónde está, sólo sabe que en cualquier momento una piedra encontrará su cuerpo, y luego vendrá otra y otra y otra. 

A través de su cabellera alcanza a ver a un hombre parado frente a ella. Ella no puede ver su rostro porque no puede levantar su cabeza. Le pesan sus memorias. Le pesa la vergüenza de saberse tentación, y de ser por ello, indigna de amor. Así se le ha enseñado siempre, y hoy lo confirma: el hombre que era objeto de su devoción, de su entrega sin límites, de toda su alma, la ama tan poco que no supo o no quiso, cuidarla. ¿Pero cómo culparlo? Ella tampoco ha sabido o querido, cuidarse.

La gente le exige a aquel hombre parado frente a ella, que de la orden para iniciar la lluvia de desprecio que acabará con sus culpas. El hombre guarda silencio y sin prestar atención a la muchedumbre coloca su mirada en lo único que parece importarle: la mujer en el suelo. Entonces, su cuerpo entero se inclina hasta quedar en cuclillas, porque sabe que ella no lo verá si Él no da el primer paso. Ya cerca de su rostro busca la mirada de ella. Por fin, las miradas se encuentran. El hombre, ahora que sabe que ella lo ve, dirige su mirar al suelo, justo frente a ella, y la invita a leer las palabras que con el dedo dibuja. Ella reconoce algo en aquellas letras. Lo sabemos porque su cuello ha recuperado fuerza y su mirar se transforma en sorpresa.  A su alrededor la multitud insiste. ¡Condénala! ¡Condénala! Los gritos han vuelto a atormentar el alma de aquella mujer, pues ha levantado sus ojos y dejado de ver la imagen que Él dibuja en el suelo. Ha vuelto a caer en el hechizo de los reclamos que piden su vida inservible, absurda. Es entonces que el hombre interviene, se levanta de golpe, y con absoluta autoridad lanza la sentencia: Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra

Después de lo dicho, vuelve a colocarse en cuclillas, captura la mirada perdida de la mujer y la vuelve a dirigir a la línea de los garabatos hechos previamente en la tierra. Con la mirada le pide a la mujer que sigua su dedo y lea Su Palabra. Ella lo hace, y casi sin darse cuenta su corazón acelerado empieza a latir al ritmo del trazo. Un trazo que se repite una y otra vez, como las olas del mar en calma. 

El bullicio no cesó de inmediato. En cuanto se oyeron aquellas palabras todos empezaron a gritar y quejarse. La indignación de los más viejos –maridos legítimos de la tradición- fue  la primera en reclamar: ¡¿Qué significa eso?! ¡¿Qué esperan para arrojar la primera piedra?! Este hombre no conoce la ley, ¡¿cómo pueden llamarlo maestro?!
 
Mas el Silencio del hombre fue total. Y la insistencia en el trazo de aquella Palabra en el suelo fue hipnotizante. Poco a poco la brisa del Silencio acarició los rostros indignados. Y el Silencio se hizo sentir. 

Pero no hay nada más incómodo y molesto que el Silencio. Para muchos, no hay pérdida de tiempo más grande, de modo que hubo quienes casi de inmediato empezaron a retirarse.  

Los primeros en hacerlo fueron, precisamente, los más viejos. Su autoridad no tuvo oídos, y apoyados en el bastón de sus tradiciones se marcharon refunfuñando y maldiciendo su suerte y la del mundo: ¿A dónde iremos a parar con gente así? 

Les siguieron los curiosos. El morbo que los acercó no encontró alimento y desencantados decidieron continuar su búsqueda de males ajenos en otro lado. Al diablo, dijeron, me voy

Pero hubo quienes se quedaron. Hubo quienes se aferraron a su piedra en la mano, convencidos de que valía la pena encontrar una razón para usarla. Hubo también quienes necesitaban odiarla o tendrían que odiarse a sí mismos por no hacerlo. A veces, se vive tan vacío de significado que no es fácil soltar lo que se cree. 

Y todas estas personas en espera de un valiente detrás del cual esconder la mano para aventar su piedra, escucharon el Silencio. Y en el Silencio sintieron a su corazón latir, y en ese latir oyeron su nombre, y con su nombre la imagen de la mujer tirada en el suelo se transformó: vieron su humanidad. Vieron su alma. Con pasión sintieron el dolor de aquel cuerpo herido, y reconocieron en ella sus debilidades. Supieron que nada han hecho para cambiar la vida de esa humanidad que quieren aniquilar. Sintieron el amor que ella buscaba y el odio que su búsqueda ciega generó. Abrieron su conciencia, y por un instante aquella piedra en la mano no tuvo razón de ser. Abrieron entonces su corazón como se abre un puño… y soltaron la piedra. 

Una a una, poco a poco, las piedras cayeron al suelo. Y avergonzados por saberse tan desnudos y ultrajados como el cuerpo de aquella mujer, por saber que a su alma le han hecho una y otra vez lo mismo que pretendían hacerle a ella. Tristes y agotados de cargar con una humanidad rota. Dieron el primer paso a la posibilidad del perdón. Se retiraron también. 

Y con su ausencia llegó la Paz. 

Entonces, el hombre se puso de pie. –Mujer, le dijo. Y ella se sintió reconocida, amada, comprendida. –Mujer, le dijo. Y sólo se lo dijo una vez, pero el eco de esas sílabas retumbaría en su ser por el resto de su vida.  –Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?

Nadie, Señor. 

Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.

Aquí es donde todos terminan la historia. Pero yo, que estuve ahí, sé que sucedió más, mucho más ese día. Porque la compasión que no conmueve y lleva, por eso mismo, a la acción, no es más que pantalla de grandeza. Y aquel hombre no vino a apantallar a nadie, sino a provocarnos a todos.
Entonces… le dijo: –Vete, y en adelante no peques más.

Y ella, completamente deshecha, dejó salir todo su dolor en un llanto que no desgarró el aire, sólo sus entrañas. Todos pensaron: miren, llora agradecida. Pero su llanto no era un dulce gracias, era un amargo ¿por qué? Sin palabras lo preguntó. Con cada lágrima cuestionaba a aquel hombre que la había salvado: ¿por qué? ¿Por qué me has salvado? No ves que no hay nada aquí para mí. ¿Por qué?
El hombre entonces levantó el rostro. Necesitaba ayuda. Buscó, primero, a su derecha. Los ojos de sus discípulos estaban en su Maestro, fijos y llenos de admiración. En ninguno de esos “hombres de Dios” encontró lo que buscaba, porque no fue ni es ni será nunca admiración lo que buscaba. Aquellos hombres estaban demasiado ocupados en imitar la santidad de sus actos, y habían olvidado al ser que yacía en el suelo, desconsolado. 

Volteó entonces a su izquierda, y fue ahí que encontró lo que buscaba: Magda tenía los ojos rojos, con lágrimas también, y fijos no en Él, sino en la mujer y el suelo que la sostenía. La llamó y le dijo: Magda, haz lo que tu corazón te ordena. 

Entonces ella se quitó el manto que le cubría la cabeza, y cubrió el cuerpo lastimado y dolido de aquella mujer en el suelo. Le susurraba con ternura: Calma, calma, ya verás que todo estará bien. La abrazo como se abrazaría una rosa que está a punto de perder todos sus pétalos. 

La mujer se sostuvo de ese abrazo sólo para adquirir suficiente fuerza y preguntarle: ¿quién es tu Señor?

Se llama Jesús. 

Jesús… –repitió en un suspiro que sólo sirvió para dejar escapar otro llanto ahogado. 

¿Pero por qué lloras mujer? No ves que ya todo está bien. 

Me ha dicho que no peque más, pero yo soy pecado. Soy cuerpo, y es a través de este cuerpo como sé amar.  Por fin, su temor tomó forma, lo dijo, salió de su ser. –Si no fui condenada hoy, seré condenada mañana

Sshhh… Ya, ya… –Magda le acariciaba el rostro y le secaba las lágrimas. –No temas. Nadie condena tu amor. Pero mira, no te exijas correr estando aún en el suelo. Vamos a bañarte y vamos a vestirte. Vamos a ponerte linda. Vamos a alimentar un poco esas entrañas dolidas. Y luego, vas a empezar a decirte a ti misma que vales tu peso en oro y que no mereces escándalos ni malicias. Por ahí vamos a empezar. Porque tú, mujer, no eres un pecado. Eres un corazón. Pero toma tiempo entenderlo, otro tanto asimilarlo, y un poco más aprender a compartirlo. De modo que sigue leyendo aquella Palabra que te hipnotizó. No la sueltes. Aquello que viste y que aún no puedes nombrar, eres tú. La verdadera y única tú. Te lo prometo.