domingo, 27 de mayo de 2012

Vivimos en una torre de Babel


Un día me sorprendí diciéndolo: “estoy segura de que hablamos de lo mismo pero como vivimos en una torre de Babel, no puedo estar de acuerdo.” 
 
¿De qué se hablaba? Eso no tiene importancia, o por lo menos ya no la tiene. El tema se agotó y listo. Lo otro, la sorpresa al mencionar aquella torre, fue lo que me impactó, porque antes de ese instante, no se me había ocurrido. No había podido dejar de pensar en eso desde entonces: vivimos en una torre de Babel. 
 
¿Por qué no podía dejar de pensarlo? Simple. Me duele mucho que así sea. Preferiría vivir siempre de acuerdo, cercana a ti. Demasiadas veces no estar de acuerdo me ha alejado. Y resulta además que tengo la tendencia a verlo todo desde distintos ángulos, así que, termino comprendiendo a las partes, pero no estando completamente de acuerdo con nadie. Y claro, sola. Porque en un mundo dividido y desperdigado, hace falta tener definido un lugar. Cualquier otra cosa es… intolerable. 
 
La historia cuenta que hubo un tiempo en que “todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras.” ¿Te lo imaginas? La distancia esa que nos separa y que nunca logramos expresar, porque nunca logramos entender, no existiría. 
 
¿Por qué Dios mío? ¿Por qué separarnos de ese modo? ¿No ves que estamos solos? ¿Por qué no quieres que logremos todo cuanto nos propongamos? 
 
Las preguntas siempre han estado ahí, como maderos de un viejo barco hundido en el océano que, por alguna razón inexplicable, se desprendieron como atraídos por la superficie de la afirmación: “vivimos en una torre de Babel.” 
 
Y desde que surgieron, no había podido dejar de aferrarme a ellas como lo haría un náufrago que no logra ver tierra. Temerosa de que por respuesta encuentre egoísmo y recelo por parte de mi Dios.
Pero llegó el día en que vi tierra. ¡Y qué hermosa tierra! Hermosa porque no se eleva sobre la superficie de ese océano dispuesto a tragarme entera. No. Todo lo contrario: la tierra/respuesta que buscaba se sumergía en el mar. Sí, sí, ya sé, tengo que ser más clara. 
 
Verás, soñé que era ballena. Oh, claro, perdón, eso por sí sólo aún te dice nada. 
 
Bueno, permíteme empezar un poco más atrás. Yo me aferraba a mis maderos/preguntas temerosa de que el mar me tragara entera. Me aferraba con tal fuerza que agoté mis ánimos y cansada mis manos soltaron los maderos, y yo, en vez de hundirme sin fuerza ni esperanza… floté. Me sentí transformarme en un cuerpo pesado pero ágil. Enorme pero frágil. Tosco y delicado a la vez.
Me vi nadar. Yo era/soy una ballena. Nadé y nadé. Feliz de ser, feliz de estar. Y fue en ese ser y en ese estar, en el fluir del agua que acariciaba mi piel, que comprendí que todo lo habíamos entendido al revés. No hace falta subir al cielo, construir torres, crear saberes y buscar la fama con nuestros logros. Basta con dejarnos transformar en eso que ya somos. No es añadiendo a nuestro yo, ni es elevándonos por encima de quienes nos rodean como lograremos salvar la distancia de nuestra soledad. Es en realidad más simple y más cercano: sumergirnos en quiénes somos, dejando de aferrarnos a nuestras verdades como si fueran éstos los únicos maderos válidos que habitar. El océano es tan vasto, tan misterioso, que si has de experimentar con él, que sea la experiencia de habitarlo.
Aquí abajo, en las profundidades, muy por debajo de nuestros conocimientos y verdades, tú y yo somos tan semejantes y ¿sabes qué? No hace falta hablar. El agua que me cubre es el agua que te cubre. Y es tan evidente que estamos conectados los unos con los otros que somos mar y vida, que somos vida y mar. 
 
Por eso, siempre que he conocido a alguien sabio en su materia, su disciplina, su saber. Resulta que es humano y comprensivo, no busca convencer. Te deja ser quién eres. Te deja incluso discutir sus ideas, debatirlas, y no sólo eso, te escucha, porque en una de esas pudieras tú entregarle la pieza que le falta. Son seres que comprenden que es profundizando que la Verdad se asoma, sin poder jamás abarcarla, pero siendo capaces de sentir su presencia, de conocer sus efectos, de maravillarnos ante su vastedad. Y cada pequeño paso los llena de alegría. Y cada pequeño logro los lleva a dar las gracias. Así que viven con gracia y alegría, y con esa misma gracia te lo comparten todo. No guardan con recelo su saber, sus secretos. Los saben dar, pues saben que ellos también los recibieron. 
 
Por eso fue necesario confundir nuestros lenguajes, para que tarde o temprano nos cansemos de aferrarnos a nuestras pequeñas islas. Para que lleguemos a necesitar a otros porque no nos bastamos para sentirnos vivos. Para que seamos humildes en nuestro pedir y en nuestro esperar. Para que lleguemos a soltar nuestras dudas y dejemos nacer a nuestro ser. Un ser que sabe amar, sin que le expliquen cómo. Un ser que es feliz con solo ser, y espera que algún día tú descubras que ya eres exactamente eso que necesitas ser. 
 
Vivimos en una torre de Babel... desperdigados por el mundo con rostros muy diversos, culturas, hábitos, saberes, disciplinas, inmersos en un mar que nos abarca, nos nutre, nos contiene, y entre todos somos un mismo respirar de vida sumergida en las profundidades del Gran Misterio, la única Verdad.