sábado, 31 de diciembre de 2011

Habló con la verdad

abló con la verdad.
Vacío de toda pretensión por ganar o perder.
Porque ya no hay nada que ganar ni perder.
La verdad nos antecede,
y será por eso que abrir el alma y reconocer
la presencia obscura de una luna
que se muestra tal cual es,
nos coloca frente a un nuevo cielo
repleto de luces –esas sí, tan reales
como la idea de que hemos vuelto a nacer
bajo el amparo de lo imposible. 

domingo, 25 de diciembre de 2011

Cree

Quiero regalarte algo hoy. Pero tengo las manos vacías. Me es también imposible correr a tu encuentro y darte el abrazo que tanto deseo. Y hoy, elevar una oración en tu nombre no me ha sido suficiente, porque si bien sé perfectamente que Dios me escucha, sé que tú no. De modo que hoy mis plegarias te las dirijo a ti. Porque en ellas están mis deseos y porque finalmente son lo único que tengo. Hoy mi fe está contigo. 
 
Sí, debes saber que tengo fe en ti. Creo en ti. Confío en ti. Sé que en ti habita un corazón capaz de amar. Se que en tus ojos se asoma un alma con la habilidad de ver la grandeza que existe en los demás. Lo sé porque he visto mi alma en tus ojos. Lo sé, porque he reconocido mi humanidad en la tuya. Lo sé porque tu grandeza me ha hablado de la mía. 
 
Creo en ti y te pido que tú también lo hagas. Recuerda siempre el gran valor que tienes, lo maravilloso que eres. Recuerda siempre que hay alguien en este mundo que te ama, y no hablo sólo de mí. Somos muchos los que te tenemos cual ancla en el corazón. 
 
Te pido también que creas, que no dejes de creer. Cree en ti. Cree en la vida. Cree en el amor. Cree en el poder de la fe. Y cree en la nobleza del perdón. Mas no limites tu creer a una ideología, religión o ciencia. No. No encapsules tu ser, tu mente y tu alma. Y no hagas como yo, que me creo que el misterio de la existencia cabe en unas líneas. 
 
Líneas que por supuesto, no son mías, pero que hoy tomo prestadas de Joseph Campbell, autor de El héroe de las mil caras. 
 
No dejes de creer en ti, porque… Ni siquiera necesitamos arriesgarnos en la aventura a solas, ya que los héroes de todos los tiempos nos han antecedido. El laberinto es bien conocido, no tenemos más que seguir el hilo conductor del camino del héroe. 
 
Y ahí donde pensábamos que encontraríamos abominación, encontraremos a Dios. Y donde pensábamos que aniquilaríamos a alguien, nos aniquilaremos a nosotros mismos. Y donde creíamos que viajaríamos hacia el exterior, nos encontraremos con que hemos viajado al centro de nuestra propia existencia. Y donde pensábamos que estaríamos solos, nos encontraremos unidos al mundo.
 
Entonces cree. Cree con todo tu ser. Cree en ti y en mi y en el amor que nos une. Cree en Dios, pero no te niegues a abrazar la idea sólo porque no puedes asimilarlo como yo lo concibo. ¿Quién ha dicho que las ilusiones que veo son verdades absolutas? Sé muy bien que mi concepto de lo divino tiene sus límites y deficiencias. Por eso, si así lo prefieres, no le pongas nombre. Dios no necesita una definición para existir. Es el que Es y se basta. 
 
Que te baste a ti. Que te baste saber que el amor ha tocado a tu puerta. Y te espera. Te esperará por siempre porque está destinado a ser tuyo. Que te baste, en fin, saber que con Dios está la plegaria que hoy pongo en tus manos: cree.







viernes, 18 de noviembre de 2011

Un tipo inteligente

… “esta es la señal de la alianza”…
Gn 9, 17b
Lloraba. Se veía que hacía un enorme esfuerzo por detener las lágrimas, pero era imposible. Lloraba en silencio, en completo silencio. Lo que hacía que sus lágrimas contrastaran con el bullicio y la efervescencia que siempre parece existir en un salón repleto de adolescentes al momento en que un maestro sale y otro entra.
Trataba de concentrarse, cerraba y abría cuadernos, acomodaba libros debajo de la banca o los guardaba en la mochila, sólo para volverlos a sacar. No lograba recordar qué clase seguía.
El profe de mate, ya frente al grupo dando sus primeras instrucciones, tardó un rato en darse cuenta de que una tragedia acontecía en el salón. De hecho, se enteró gracias a Lupita, que en todo está y todo informa. Al ver sus ojos rojos se acercó a ella como quien se acerca al peligro. La verdad es que el profe no quería acercarse. Prefería no tener que enfrentar realidades humanas. Lo suyo son los números, no el alma.
Pero al ver el rostro de aquella muchacha, se dio cuenta de que no tendría más remedio que acercarse. ¿Te pasa algo? Ella aseguró que no, lo cual fue un alivio. Para salir rápido de la situación le pidió que fuera al baño, se lavara el rostro, tomara aire y regresara ya tranquila a clase. Ella obedeció, más tarde volvió, y todo parecía estar mucho mejor. Listo, asunto arreglado.
Pero nada se había arreglado. Al sonar la campana todos salieron con la rapidez que nunca tienen si de trabajo se trata. Todos menos ella. El profe terminaba de guardar las tareas en la mochila cuando al levantar el rostro la vio aún sentada en su lugar, con la mirada perdida y el goteo constante de un grifo averiado. Resignado, tomó aire y fue a sentarse a la banca de enfrente. No sé qué te sucede, pero no puede ser tan malo. Vamos, ya deberías estar en el patio.
Es mi novio, dijo la muchacha. El profe se levantó nervioso. ¿Quién le dijo a esta niña que aquello había sido una invitación a servirle de confidente? Inquieto, porque él nada sabía de novias y novios –era, de hecho, un milagro que estuviera casado y tuviera dos hijos; milagro que le debía a su esposa que supo sacarlo de sus operaciones el tiempo suficiente como para que le diera por creer que el amor existe.
Terminó conmigo porque mis padres no me dejan salir tarde por las noches y porque piden que en lugar de que nos veamos en la plaza o el café, vaya a visitarme a mi casa. Son unos anticuados mis padres, y Luis no quiere ya estar conmigo.
Pues no, le dijo el profe. Eso de ir a tu casa deber ser muy molesto y aburrido. Ella dejó de llorar de golpe. Yo nunca salí de la comodidad de mis rutinas hasta que necesité a la que ahora es mi esposa al grado de dejar de lado todo para buscarla. Me parece que el tal Luis es un tipo inteligente. Y tú no quieres a un tipo inteligente a tu lado. Tú  necesitas a un chavo sabio, que aunque sea toda cabeza, sepa escuchar aquello que te hace tan única y valiosa que esté dispuesto a soplarse a tus padres y a tus hermanitos y a tu perro chihuahua si es necesario.
 No tengo perro.
Tú no, pero mi esposa tenía, no uno, sino tres, y eran fastidiosos a morir. Y el profe, que no sabía nada de novios y novias, terminó sentado en la banca de enfrente, y durante todo el recreo le platicó y le platicó las muchas cosas que tuvo que sufrir a lado de su esposa cuando aún no se convertía en la mujer de su vida. Para cuando sonó la campana el rostro de la niña era un arcoiris. Y el profe de mate, era un sol.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Mintió

Mintió.
Tenía que mentir.
Era absolutamente necesario que mintiera.
La mentira se antoja indispensable a veces.
Tan necesaria como la luna llena en una noche romántica.
Así de ilusoria.
Así de blanca.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Derretirse con todo lo que ama

La película es una reverenda tontería. Nunca la habría visto si no fuera porque en algún lado leyó que a Quentin Tarantino le gustaba. Así que se topó con ella en el súper y la compró. Sorpresivamente fue una buena compra. Valió mucho más que los veinte pesos que pagó por ella. Mucho más.
En 1983, Valley Girl fue un éxito. ¿Por qué nunca la vio? ¡Claro! Él tendría unos 13 años cuando salió y a esa edad todavía no se le dejaba tomar decisiones. Ni siquiera en el cine, donde sus hermanos menores eran, generalmente, los beneficiados.
Valley Girl es la historia de un Romeo intento de punk y una Julieta fresa. El Romeo resulta ser Nicolas Cage, quien con su carita de perrito triste interpreta a un adolescente punkete ochentero, ícono del único sufrimiento válido: el del amor que buscar ser distinto precisamente porque es único.
En otras palabras, es un asco. Pero está bien contada desde lo que es: una “teen movie” de la época. Lo cual también significa que de original no tiene nada. Todo esto revolotea en su cabeza mientras apaga el televisor y la video. ¿Por qué diablos le gustó entonces? ¿Sería que la vio un sábado por la tarde en que la casa estaba en completo silencio porque los niños y su esposa se fueron sin él a un cumpleaños?
No, no fue eso. Pero ese es su primer argumento para justificar lo injustificable. Y está tan acostumbrado a tener razones para todo –vendedor al fin- que incluso llega más lejos y “aprecia” en el guión los muchos modismos sin fondo que reflejan la realidad social de sus personajes: un vacío que se llena de “bluff”. ¡Genial!
Oh, sí, ha utilizado la palabra genial. Está a punto de comprender porque gustó la película a un director de la talla de Tarantino. Está a punto de convencerse de que Valley Girl es una de esas películas que de tan malas, son buenas. Oh, sí. Está a punto de convertirla en un film de culto.
Pero la verdad es más simple, y por eso mismo nunca podrá reconocerla. A él le gustó la película porque por un momento volvió a sentir que es posible detener el mundo y derretirse con todo lo que ama al grado del absurdo.
Sí. Por un momento volvió a ser el adolescente que fue, y volvió a sentir que el futuro estaba por delante y no detrás. Volvió a verse con su copete largo, muy largo, su chaqueta y su música. Volvió a enamorarse de MTV –cuando MTV era Music Television– a entusiasmarse con los cassettes que intercambiaba con sus amigos y a levantarse de buen ánimo con las rolas con que Martín Hernández –legendario locutor de los ochenta en la ciudad de México– lo despertaba todos los días.
Vaya, volvió a sentirse vivo, por el sólo gusto de vivir.








miércoles, 2 de noviembre de 2011

En términos cordiales

Ella quería terminar con él.  Pero no sabía cómo.
Él quería terminar con ella. Pero no sabía cómo.
Ambos acordaron platicar. Y hablaron de todo menos de lo que tenían que decirse.  Un tercer hombre los miraba desde lejos. Adivinó sus intenciones desde que los vio. Notó que se tomaban de la mano con demasiada delicadeza… con cuidado incluso. No había naturalidad en sus gestos. Cordialidad sí. Pero no aquella que es escudo frente al ser amado, quien, con sólo mirarnos parece atravesar nuestra alma. En casos así –nos hace reflexionar nuestro tercer hombre– no sabes dónde meterte porque sientes que todo tu ser grita lo mucho, mucho que le quieres. Y no quieres que lo sepa. Bueno, sí quieres, pero no. ¿Me explico? Entonces eres cordial, cuidadoso. Porque tu corazón está en juego y no quieres perderlo, aunque sabes, sabes muy bien que ya no es tuyo.
Pero no era esa cordialidad la que existía entre ellos. Era la otra. La que es una puerta que se abre pero nunca de par en par. La que invita a la relación pero no invita a pasar a la sala ni ofrece una cerveza, un café, vaya, ni siquiera un vaso de agua. Nada. Nada real. Todo es correcto. Nada más.
Ellos quieren despedirse de esta farsa, pero no saben cómo. Han vivido en ella por demasiado tiempo. Su cordialidad es tanta y tan absoluta, que se han acostumbrado a llevar su sonrisa congelada a donde quiera que van. Y con su fría sonrisa salen del restaurant. Nada cambió. Él fue cordial al abrirle la puerta del auto y ella cordial al dar las gracias.
El tercer hombre, el de nuestro interés, está sentado frente a una silla vacía. Mira a la pareja desde la ventana y ve el auto gris al que han subido encender las luces. En cualquier momento se echará en reversa. Pero ya no ve más. La voz de una mujer ha interrumpido su mirar. Voltea a encontrarse con ella y la saluda. Su sonrisa es, por supuesto, cordial. Su corazón –que parece haberse instalado en su mano- tiembla. La invita a sentarse. Platica con ella de todo y de nada. Nada que importe de verdad, porque lo que quiere decirle es lo que ella no quiere escuchar. O eso sospecha. Hay demasiada cordialidad en su actuar. Frente a él, ella no es ella. No es la 479608_shaking_handsmuchacha risueña y juguetona que la ve ser cuando no sabe que la mira. Y él no logra salir de sus modos correctos y bromear como siempre lo hace con todos.
El encuentro fue un éxito. Por decirlo en términos cordiales. Pero él sabe que ha sido un fracaso. El mayor de todos sus fracasos.





viernes, 28 de octubre de 2011

Sin rencor

“Escribí esto para ti”, le dice a la dama. Ella lo lee –o finge leerlo– y de un solo movimiento hace trizas el papel. Sin lugar a dudas este poeta sufre. Aunque sin rencor.Eusebio Ruvalcaba
Palabras.
Palabras garabateadas en un papel.
Un pedazo de papel.
Papel mojado con lágrimas.
Lágrimas de amor.
Un amor que duele.
Duele como duele el amor de verdad.
La verdad de un paso no dado.
Imposible de dar.
Como el ayer.
Un ayer que llegó tarde.
Demasiado tarde.
Antología de mi ser.

 
Acércate…
…pero no demasiado.
¿Para qué cambiar nada
si todo es tal como tiene que ser?
Un espacio, un tiempo…
Dimensiones que colindan,
se descubren, se aman.
La sorpresa de una mirada
que te empuja, te transforma,
por el simple,
muy simple hecho
de ser quien se es.
 
Alternar mi existencia con tu vida.
Alternar mi vivir con tu existencia.
Alternar el soñar y el ser sonámbulo
de sueños que son en tu presencia.
Alternar tu vigilia y tu ausencia
con mi ser y las imágenes que habita.
Alternar el desear y el no quererte,
el creer que te amo y el amarte.
Alternar las palabras que te nombran
con aquellas que sólo te dibujan
para acabar tachando lo que siento
y volver a lidiar con tus fantasmas.
Alternar la certeza de habitarte
tanto como me habitas tú.
Y saber que el vaivén en que navego
no tiene más sostén que tu mirada,
tu voz y tu palabra,
lanzada, esa sí, al infinito,
y no dirigida a mí,
mas yo la escucho
como si fuera el soplo de Tu vida
susurrado en mi oído.
Alternar... alternarte… alternada.



domingo, 23 de octubre de 2011

Aunque ya no tenga 20

Está en crisis. No de nervios ni de angustia. Es peor: crisis de los cuarenta.
Ella creía que aquello sólo podía sucederle a un hombre. Pero no. A las mujeres, por lo visto, también les pasa.
Ella culpa a Francisco, y al destino. Fue él, el destino, quien sentó a Francisco justo delante de ella en el taller de narrativa al que se le ocurrió ir. Lo que ella no alcanza a ver es que llegó a esa sala universitaria en plena crisis. El muchacho y sus 20 años, son inocentes. En cuanto al destino: tiene un extraño sentido del humor.
Francisco empezó a leer su cuento. Un cuento que no se logró del todo. Un cuento con hilos sueltos. Sin muchos puntos y demasiadas comas. Ella ha expresado que le gustan los puntos y evita, o eso dice, en la medida de lo posible, las comas. Pero todos podemos ver que miente. Todos menos ella, que es coma, tras coma, tras coma.
Francisco lee su cuento despreocupado. Ella escucha. Escucha a medias, porque se resiste a creer lo que oye y lo que lee en esa copia del cuento que tiene en las manos. Francisco tiene madera de escritor. Sí. Algún día, este chamaco podría llegar a ser un escritor.
Generosa, se lo dice. Hay tristeza en su voz. Sabe que su mal ya no tiene remedio. Que no importa cuántos versos, cuántas palabras, cuántos puntos llegue a colocar en una hoja. La esperanza para ella murió. Tantas ideas han asfixiado su capacidad de describir. Ella quiere explicarlo todo y no logra decir nada. Nada sustancial, nada neto. Ella es un manojo de opiniones. Ha dejado de narrar porque hace tiempo que ha dejado de vivir. Pobre.
La vemos partir ese día. Pensamos: seguro mañana ya no viene. Seguro.
Para nuestra sorpresa, llega. Viste un pantalón de mezclilla y una playera polo. El uniforme de secretaria que usa para el trabajo ha desaparecido. Llega tarde. Pero llega.
Durante esa última sesión sonrió más y expresó menos. Bueno, menos, menos, no. Pero menos que antes, sí. Todavía trae encima sus muchos años de pensar y pensar en la vida. En una vida que no ha vivido y de la que, ingenuamente, quiere escribir.
Yo no soporto la curiosidad. En los 10 minutos para estirar las piernas y tomar un poco de refresco, me acercó a la mesa donde ella trata de decidir cuáles y cuántas galletas tomar. Me aproximo con las palabras obligadas: Hola, ¿cómo estás?
A ella le bastó esa pequeñísima interacción para descoserse del todo. Tal es su necesidad. 
¿Cómo estoy? Pues el día ha sido de lo más complicado. Dificultad tras dificultad. Pero, ¿sabes qué? Estoy contenta. ¿Te digo algo? Ayer salí de aquí, me subí al auto de mi marido,  y antes de que llegáramos a casa exploté en llanto. El pobre sólo me abrazaba. Creo que lo asusté. Quedé deforme de tanto llorar. Me tuve que poner hielo en los ojos para que se me desinflamaran, y aún así en la mañana parecía sapo.
¿Y eso?
Casi nada: Ayer me di cuenta de que nunca voy a ser escritora. Y me dolió hasta el alma. Pero, ¿sabes qué? Me liberé. ¡Al diablo! Ya no quiero ser escritora. De ahora en adelante voy a ser “descriptora”, y voy a describir todo lo que viva, y voy a vivir todo lo que pueda. Aunque ya no tenga 20 años. Aunque me vea ridícula.

domingo, 2 de octubre de 2011

Permanecer

Dios es amor, y quien permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él.
(1 Jn 4, 16)

Mi Dios, mi Querido Amor, mi Adorado Espíritu, mi Refugio, mi Sueño, mi Descanso, no permitas que huya. No permitas que el miedo se apodere de mí. No me dejes salir corriendo sólo porque no tengo ni la más mínima idea de qué se hace con esto que llevo como una hoguera en el pecho. El calor con que me invade me reclama atención, pero también lo siento quemar mis ansias. 

La atención que me pide, que me exige, no es para mí ni para lo que quiero, lo que siempre he dicho que quiero. La atención que me pide, que me exige, está fuera de mí. ¡Y qué angustia! Implica una entrega que no quiero dar, porque sé bien que no habrá recompensa.  Y sí, Dios mío, siempre he buscado recompensa. Ahora lo sé. Con total certeza. Y hoy te confieso que si bien te he dicho muchas, muchas, muchas otras veces que yo sólo quiero amar. Hoy te digo que no, que no es cierto. Yo no lo sabía, no tenía idea de lo que pedía. Yo siempre pensé que sería hermoso, ¡y lo es! Mira que no pretendo minimizar la belleza con que me has abierto los ojos y me has mostrado Tu Voz. 

Pero quiero salir corriendo. Permanecer en el amor se siente casi imposible… 

Sí, he dicho casi, y claro, lo has notado. … No, no, no me mires así, no sonrías así. Que cuando sonríes así sé muy bien que me vas a pedir que haga algo que no quiero hacer, y que al final… voy a hacer. Esa sonrisa de complicidad es irresistible y tiene mucho que ver con ese “casi” que recién mencioné. 

Ya no seas así, Dios mío. No me abras puertas que después vas a cerrarme. Ni me obligues a buscar salidas por ventanas, y a brincar bardas, y a subir escaleras sólo para encontrar torres vacías y tener que bajarlas de nuevo con el ánimo cansado y el alma abandonada a la soledad de mi imaginación. 

Pónmela fácil esta vez. Permíteme tocar y que se me abra y que se me deje entrar, y que incluso se me ofrezca un vaso de agua para que la garganta se me refresque un poco. Mira que hace tiempo que hablar se ha convertido para mí en un… en un tabú personal. 

¿Qué es eso? Pues eso… una prohibición no dicha pero impuesta por una sociedad que simplemente no está dispuesta a tolerar lo que teme. Y yo tengo miedo. Amar me da miedo. Hablar me da miedo. Y hablar por amor… tabú. Mi ser entero se levanta en un grito y no quiere, ¡no quiere! Cada célula de mi alma, y cada respiro de mi cuerpo es un ¡no! 

No, no quiero hablar. No quiero. Y claro que recuerdo la manera tan segura con que alguna vez me planté frente a quién sabe cuánta gente a decir lo que pienso y siento. Pero no quiero volver a hacerlo nunca. Nunca Dios mío. Ni frente a mucha gente ni frente a una. 

No, por favor no me seques las lágrimas. No me envuelvas en un abrazo y me digas que todo va a estar bien. Porque quizá tengas razón. Quizá no sea más que un vaso de agua. Y sin duda lo es. Claro, tienes razón. Pero… tengo miedo.
Está bien. Pero tendrás que enseñarme a hacer eso que Tú sabes hacer muy bien: permanecer. Enséñame a hacer eso. Enséñame a mantenerme con la mirada fija en el objetivo único de seguir Tu Voz. De amar. Yo no sé amar, Dios mío. Hoy me he dado cuenta de eso. No sé amar. Tendrás que enseñarme a hacer eso: amar. Y a permanecer en el amor… a permanecer. Permanecer en el amor. Enséñame, enséñame a hacer eso.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Educar a una niña

Siempre dije que si se me concedía tener hijos, yo tendría dos, y ambos serían niños. Me veía sin problema alguno poniéndoles tenis y shorts, sacándolos a andar en bici y patines, dejando que jueguen con sus carritos en el piso, jugando a los guerreros, y pateando una pelota de fútbol. Sí, yo quería niños. 

Pero Dios es mucho más sabio que yo, y me dio una niña. ¡Y qué niña! Todo eso que describí, lo hago, y hago más todavía. Porque además de los carritos, también quiere ser mamá y “teacher”, quiere ser Princesa del Mar y quiere lavar los trastes con tantas ganas como tener su oficina y su computadora y sus libros y sus apuntes y trabajos. 

Es una niña a la que además nadie le cuenta cuentos. Abby, le dice su tía la doctora, no tomes a tu bebé (muñeca) de esa forma porque le vas a luxar el brazo. Ay, tía, contesta ella, a los juguetes no se les luxan los brazos. Tres años, a punto de cumplir cuatro, y a ella nadie le cuenta cuentos, a menos que los quiera escuchar. 

Mamá, verdad que los accidentes no existen. La afirmación me tomó por sorpresa. Bueno, a veces los accidentes pasan, pero se pueden evitar con cuidado, intento, ingenuamente, explicarle. Ella se enoja. ¡No! ¡Los accidentes no existen! Como en Kung Fu Panda. 

Claro, tiene toda la razón. No existen. Y me hace feliz que lo piense. Que crea que son las coincidencias las que poco a poco la llevarán por donde tiene que ir. Me encanta que desde ahora empiece a verse en el mundo y a reconocer quién es, qué quiere. ¿Y quién eres tú en Kung Fu Panda?, le pregunto. Yo soy Maestra Tigresa, y esboza una enorme sonrisa de satisfacción.  

Por eso, cuando en el auto le preguntamos que si quería que su fiesta de cumpleaños fuera de Kung Fu Panda, y ella nos respondió, que no, porque Kung Fu Panda es para niños, sentí ganas de detener el mundo ahí mismo y bajarme con ella para alejarla de todo y de todos. ¡¿Quién te dijo que Kung Fu Panda es para niños?! 

La siguiente señal de alarma la recibí ayer cuando se acercó a preguntarme que si me podía ayudar a lavar el baño. Claro, le dije. Ella trajo su pequeña escoba y me ayudó a tallar el piso de la regadera mientras yo hacía lo propio con las paredes. Nosotras limpiamos porque somos niñas, me dijo. Y otra vez quise detener al mundo y decirle que deje a mi hija en paz. Que no le meta ideas idiotas en la cabeza. Abby, lavar el baño lo hacemos porque es necesario, no porque sea trabajo de niñas. Papá también barre y limpia, lava trastes y ayuda en la casa

Traté de no mostrarme enojada, pero lo estaba. Sé que no puedo protegerla de todo pero quisiera poder protegerla al menos de eso: de la idea de que la mujer no puede esto o aquello, y de que el mundo se divide en lo que un hombre y una mujer puede y debe ser y hacer. Y no es que sea feminista, es que son humanista. Creo en el ser humano, y en ese sentido me considero tan humana como cualquier hombre. 

Y creo más, creo que este empeño en dividirnos nos ha hecho un daño enorme. Creo, por ejemplo, que habría menos hombres irresponsables ante los hijos si dejáramos que también ellos sigan su instinto paternal de niños y jugaran con una muñeca con la misma naturalidad con que he visto a mi hija tomar un carrito. Y sin duda habría más mujeres manejando un auto sin ser una amenaza si las dejáramos jugar con los carritos. 

Los niños ensayan lo que es vivir y hacer a través del juego. Aprenden a vivirse humanos a través de las historias que les contamos y las que dejamos que nos cuenten. Aprenden a reconocer sus diferencias a partir de aquello en lo que se parecen a los demás. Pero cuando marcamos sus diferencias antes de darles la oportunidad de experimentarse como iguales, ya hemos fracasado en crear un mundo más justo y en educar a hombres y mujeres más humanos y dispuestos a respetarse y ayudarse entre sí. 

A veces quiero detener el mundo y bajarme con mi hija en los brazos. Pero sé bien  que de hacerlo tampoco la protegería mucho. El mundo tarde o temprano nos alcanza y ella tendrá que aprender a ser ella sin mí. Así que mejor me siento a ver Kung Fu Panda con ella, y le preguntó cuál de las Princesas del Mar es. Soy la azul, Tiburina, me dice. Y sonrió. Siempre trato de sonreír cuando se define a sí misma, aún cuando los tiburones no son de mi total agrado. Porque eso es lo único que espero lograr: que mi hija se defina a sí misma.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Como lo hace una mariposa

Agotada. Así se encuentra. Y mientras más duerme, más quiere dormir. No tiene fuerza para nada. La casa vacía se siente como una tumba en la que quiere descansar en paz. Su pequeño paraíso perdido y alejado de todo y de todos. 

El estómago vacío reclama su existencia, y por fin la obliga a levantarse. Se sirve un vaso de leche y le agrega dos cucharadas de chocolate. Saca la pequeña pastillita que suple las funciones de su tiroides todos los días, y se la lleva a boca. El chocolate desaparece de golpe. Se sirve un poco de cereal y vacía lo que resta de leche en el tazón.  

Entre cucharadas, hojea una revista que la aburre, pero no tiene ganas de ir a buscar nada más que leer. Hoy no tiene ganas de nada. Al pensarlo, al darse cuenta de que ha dicho “nada” demasiadas veces, se paraliza. Cierra los ojos y empieza a revisar en su interior. Se ve a sí misma recorriendo un enorme castillo. Enorme y vacío. Va de un lado a otro abriendo puertas, asomándose a cuartos, caminando por pasillos, y no encuentra nada. Por un momento la angustia se instala en su pecho. “No hay nada dentro de mí. No tengo nada que pensar, nada que decir. No quiero siquiera intentarlo.” Tiene miedo. La última vez que se vio en esa situación de vacío, el diagnóstico fue depresión. La sola palabra, la sola idea de que pudiera estar deprimida la lleno de tristeza… y, le avergüenza decirlo, pero si ha de ser sincera consigo misma debe decirlo, con la tristeza también sintió tranquilidad. 

Reconocerlo fue lo mismo que entrar en un salón, el salón de su corazón, y ver justo en el centro una enorme y hermosa bandeja plateada de agua, en la que podía perfectamente lavarse las manos para así dejarse llevar por esta idea de vacío, por esta depresión que la invita a abandonarlo todo y a instalarse en la comodidad de la excusa. Estoy deprimida. No tiene caso intentarlo. Lo que deseo nunca me será dado. Lo que quiero es imposible. Mi vida no tiene sentido.

Conforme se aproximaba a la bandeja y veía el agua transparente la tranquilidad creció y creció. Qué tentación tan hermosa, pensó. Puedo esconderme detrás de la depresión. Es una amiga conocida. Sé cómo se comporta, sé cómo se vive. Sí, puedo hacer eso. Estuvo a punto de introducir sus manos en esa agua transparente. Pero al acercarse vio su reflejo. Y lo que vio la obligó a dar dos pasos atrás.

Necesito un espejo, pensó. Y el espejo apareció, tal y como suelen aparecer las cosas que necesitamos cuando las necesitamos. Se vio y se reconoció. Y al hacerlo se dio cuenta de que no estaba deprimida. Y sonrió. Su sonrisa fue… hermosa hasta las lágrimas. Las lágrimas son mías, que lo vi todo. Ella no lloró. Ella se vio al espejo y sonrió. Y entonces, algo muy raro sucedió. Me llamó. Me dijo, ven, mira, mira qué hermoso. Y no sé bien cómo pero de un momento a otro yo ya estaba a su lado, y vi hacia el interior de ese espejo. Mira, somos tú y yo, fundidas en una sola imagen que nos refleja, me dijo, sin dejar de sonreír. Y sí, había una sola imagen. La imagen de una mujer que yo no reconocía. Esa no puedo ser yo, le dije. Pero se lo dije al aire, no había nadie a mi lado. Y yo sonreía a un espejo que me mostraba la imagen de una mujer que no podía creer fuera yo.  

No lo crees porque no soy tú, me dijo la imagen. Soy Eva, tu vida. Eva significa vida. Es cierto, lo había olvidado. Lo leí. Al recordarlo di un paso al frente y mi entorno se convirtió en un jardín, y a mi lado caminaba Eva. Y mi vida me llevó a un banco que se encontraba debajo de un árbol. Eva me tomó de la mano y me invitó a sentarme. Me vio a los ojos y comenzó a hablar. Yo la escuchaba sin poder decir una sola palabra. Entre sorprendida y atenta, pero más sorprendida. Nunca creí que mi vida pudiera ser tan hermosa. 

No creas todo lo que te dicen de mí. Me culpan de ser quien te abrió los ojos, pero la verdad es que has sido tú quien los ha abierto. Yo sólo coloco frente a ti las opciones y tú decides. Es verdad que la depresión te arrebató la mitad de mi ser, pero te dio a cambio un camino de saberes aparentemente innecesarios que encontraran su uso en la otra mitad que aún te falta por vivir, así que no me eches en saco roto ni le quites sentido al camino que ya has recorrido. Recuerda que fue Dios quien me sacó de tu pecho para darme vida y darte a ti un camino. Y me alegra poder agradecerte que hasta hoy lo hayas sabido recorrer. 

Recuerda también que sin una costilla cualquiera sobrevive. Quiero decir, no todos deciden reconocer la responsabilidad de su existencia. Tú has decidido hacerlo. No te arrepientas ni des marcha atrás. Hacerlo me lanzaría a mí al olvido. Sobrevivir, bien lo sabes, no es estar vivo. Yo quiero seguir viva, no me aniquiles con excusas. 

Recuerda que Dios es Amor y Justicia. Déjate amar por Él y deja que sea Él quien te juzgue, quien me juzgue. No me pongas en tela de juicio tú. Ya he sido juzgada con demasiada severidad en el pasado. Ten compasión de mí. El camino de regreso a tu ser no ha sido fácil. Y ahora que estamos juntas, que hemos logrado abandonar el vacío de un castillo sin luz ni calor, necesitas aprehender nuevas formas de relacionarte conmigo. A veces, sólo estás cansada y no quieres hacer nada. No hace falta volver a viejos patrones de tristeza y depresión para darte permiso de no ser siempre fuerte y no estar siempre de pie. Sé que es lo que conoces y que por eso regresas, pero mira, hay otras cosas en tu interior. Hay mucha vida. Este es sólo uno de los muchos jardines que llevas dentro. Y hay montañas, y llanos, y pueblos pintorescos, y playas, y bosques, y cabañas de refugio. Y también hay amor. Hay mucho, mucho amor. 

Y sí, eres una idealista, pero lo sabes. Y hay crédito en ello. Sabes que esto que te sucede justo ahora, es una historia inventada, y sin embargo, la necesitas. Necesitas reconocerme y aceptarme y amarme, y darte cuenta de que soy, después de todo y a pesar de todo, hermosa. Y de que te reflejo y te agradezco todo lo que has hecho por mantener mi existencia. Necesitas que yo también te reconozca y te esté agradecida por el sentido que me has dado. Y le de validez a tus sacrificios y razón de ser a tus renuncias. 

De modo que estoy aquí para darte las gracias. Te quiero por todo lo que eres y todo lo que has dejado de ser. Por todo lo que haces y todo lo que has dejado de hacer.  Muchas gracias por estar viva y darme vida con tu respirar y tu imaginación. Con tu pensar y tu sentir. Con tus ocurrencias y tus desatinos. Gracias por haber cometido errores y haber aprendido de ellos, y estar aún dispuesta a cometerlos y a volver a asimilar enseñanzas. Gracias por haber crecido en prudencia y en sabiduría. Gracias por no haberme abandonado a la merced de la lógica implacable de la racionalidad sin alma, que esa sí me habría aniquilado de golpe y sin sentido. 

En fin, te quiero porque te has atrevido a extender las alas y volar. Como lo hace una mariposa. Mas te pido, necesito pedirte, que renuncies a dirigir tu vuelo. Lo que el aleteo de ese volar haga o deje de hacer, no debe preocuparte. Ahí es donde el control de tu vida acaba. A ti te toca vivir, nada más.
Al pronunciar las últimas palabras yo ya estaba acostada en una hamaca, como cuando era pequeña en casa de mi abuelita. El sueño me invadía. Quería dormir. Y una mano empujaba suavemente la hamaca para ayudarme así a caer en los brazos de un sueño profundo que duró horas y horas. Sin culpas ni reclamos dormí y dormí. Dormí hasta que sentí reanimado mi ánimo y despierto mi espíritu. Dormí. 

domingo, 4 de septiembre de 2011

A punto de tirar la toalla

Hoy estuve a punto de tirar la toalla. Es una locura. Pensar lo que pienso, sentir lo que siento, creer lo que creo, es una locura. Me resisto a pensar que estoy loca, y quizá es ese el problema, lo estoy. Estoy convencida de que soy amada. No puedo probarlo, no puedo explicarlo, no tengo ni un sólo elemento que me diga que es cierto. No hay pruebas tangibles, no hay nada más allá de esta vida que se me ofrece ni hay nada más allá de mi rutina diaria. No puedo decir que exista una presencia constante que me acompañe siempre a todos lados, en todas partes, porque si abro los ojos, no veo a nadie, si cierros los ojos, no toco a nadie. 

Y sin embargo, ahí está. Abro los ojos y veo su amor, cierro los ojos y lo siento. Me creo amada. No sé si lo soy, pero lo creo. Y hoy estuve a punto de tirar la toalla porque me dio por juzgarme y decirme, estás loca. No hay nada. Delante de ti no hay más que las muchas cosas que tienes que hacer. Delante de ti no existe nada más que todas estas hermosas personas que te acompañan a diario y que te quieren muy a su manera. ¿Acaso no es bastante con tenerlos a ellos? ¿Qué necesidad de inventarte un amor que no existe? Porque este amor que te lo has inventado. Ese amor que es total y constante y que parece estar incrustado en tu ser, este amor con quien hablas, a quien le cuentas historias y le dices constantemente te quiero, ese amor no existe, no hay nada. ¿Qué piensas que logras al aferrarte a un ideal?

Y no pude responderme, de momento no pude. Sólo puede pensar en la experiencia que tuve, que tengo a diario. Sólo pude decirme que la alternativa, la de vivir la vida sin esta convicción, es absurda, porque dejaría de ser vida. Y con mi ideal en la mano, me escuché responder por fin: Lo importante no es que tenga sentido, lo importante es que le da sentido a mi ser. Y fue una sorpresa la respuesta. Estuve a punto de tirar mi amor ideal como se tira una toalla en señal de renuncia. Estuve a punto de dejar de creer que soy amada, sólo porque no puedo probarlo. Estuve a punto de escuchar la sensatez de mi humanidad por miedo a estar loca. Pero eso habría sido una locura. Desde que me sé amada, soy feliz, y soy mucho más capaz de contribuir a que otros lo sean. 

De modo que hoy, justo cuando estuve a punto de tirar la toalla y volver a la realidad, me puse de rodillas y pedí con todas mis fuerzas, que si es verdad que no soy amada, que si es verdad que todo es un invento mío, entonces, no quiero saberlo nunca. Hoy pedí estar loca siempre, por el resto de mi vida. Y creer que el amor me ha tocado, aunque no pueda probarlo, aunque nada en mi vida sea diferente, aunque siga donde estoy y sea yo la de siempre. Porque desde que el amor me tocó, no soy la de siempre. Y no quiero volver a serlo. Bendita locura la mía. Bendito amor.

Y mañana, al abrir los ojos, voy a ver el amor, y al cerrar los ojos, voy a sentirlo. Y no pienso renunciar a su presencia, aunque no exista. Que, Bendito Sea Dios, mi imaginación es enorme, y si es lo que necesito para aferrarme a la vida, entonces he de amarlo por siempre y me ha de amar por siempre. Amante, Amada, Amor, por los siglos de los siglos. 

sábado, 27 de agosto de 2011

No dejes de existir


Lo veo llevarse las manos a la garganta y sin tocarla, simular que se asfixia. ¡No puedo dejar de decirlo!, expresa con fuerza. Lo veo y yo termino en mi mente la frase: Si lo hago, dejo de existir
¡Qué sensación tan extraña verte en otro! Reconocerte en las palabras de alguien más, en sus expresiones, en su mirada. Quiero decirle que nunca guarde silencio, que siempre diga lo que siente, lo que piensa, que sea valiente, que se arriesgue. Pero no lo hago. Hago exactamente lo contrario. Y me odio por eso. Le digo que sea cuidadoso, que sea prudente, que sea discreto, que guarde silencio.
No puedo dejar de decirlo… si lo hago dejo de existir.  Es cierto que las palabras sólo son parcialmente suyas, y esa es mi alegría. Mi niño no ha dejado de existir porque aún no a dejar de decir lo que piensa y siente. Sigue vivo, sigue lleno de esperanza, de deseos, de convicción. Sabe que ha de encontrar el modo, el camino. Está en su búsqueda y participa en ella, no sólo se deja llevar. Se involucra, se siente. La acción, para él, es primordial. 
Y aunque estoy orgullosa de él, de su entusiasmo y de la vida que quiere vivir, no logro animarlo a que diga todo lo que siente, a que abra su corazón de lleno. Quiero decírselo, pero no puedo. Mis años me han enseñado que el corazón no se abre por completo. Se entrega, sí, pero no se abre por completo. Y aunque, en lo más profundo de mi ser, quiero creer que me equivoco. No quiero animarlo a que por abrir su corazón de lleno, termine lastimado y lastime a su vez a otros.  
Y quiero tener tanta confianza en este niño en el que me veo, que llega el momento en que mejor me callo. Porque pudiera ser que él logre lo que yo no supe siquiera intentar. Pudiera ser que él llegue a la apertura de un corazón que ama a partir de la acción, y no sólo a partir de palabras. 
Entonces guardo silencio. Me llevo las manos a la garganta y la sofoco. ¿Quién soy yo para decirle lo que puede y no puede lograr? 
Después de una semana de querer contenerme, de sentir cómo la existencia empieza a perder sentido porque yo he decidido que mi deber es amar desde el silencio y apoyar en la distancia, por fin la vida que llevo dentro reclama su existir, y hablo, al final siempre hablo:   
No dejes de existir, mi niño. No ahogues tu expresión ni por hablar permitas que te callen. Y sin embargo, si me dejas decirlo yo también –para ganar un poco de existencia en esta vida tuya– recuerda que el Verbo es Palabra, lo que significa que nuestras palabras nos definen porque nos comprometen a ser congruentes con ellas. A llevar a la acción lo que decimos ser. Incluso si aquello que decimos no es más que aspiración. Para ser lo que deseamos ser, necesitamos serlo. 
Ya sé, ya sé. Mi hablar es rebuscado. No encuentro la manera de decirte que habrá momentos en que tu corazón te engañe y que parezca bueno lo que te pide y busca y desea, pero tendrás que ir más lejos para escuchar a Dios. Y eso significa que a veces tendrás que ahogar palabras y detener acciones. Que amar no siempre es decir ni hacer. Amar es sobro todo, ser, y para ser no hace falta nada que estar en sintonía con Quien es Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros: Nuestro Ser. 
Te quiero y quiero ver tus sueños realizados. Tus sueños, que son míos también, pero son más tuyos, eso lo tengo claro. Así que escúchame pero no le hagas mucho caso a esta vieja, y busca TU camino. Porque finalmente tampoco puedo indicarte cómo se dice todo lo que se lleva dentro. Hoy mismo, como todos los días, asfixio las palabras que no debo decir, y dejo de existir un poco, me acerco a mi muerte. Los años que ya tengo, me lo hacen evidente. Pero al amar y hacerlo también desde el silencio, gano una vida rica en sentires humanos de los que soy consciente, y aunque estoy más vieja soy también más feliz, porque no vivo tan sólo para mí.  
Y quizá la vida sea eso: un fluir de palabras que se dicen, se viven, se guardan y se asfixian. Un fluir de palabras que nos llenan y nos dejan vacíos, que nos impulsan y frenan, que nos llenan de vida y nos hacen sentir que vamos a morir.  
Lo que es cierto es que somos palabra porque a partir de ella le damos sentido a nuestra vida y dirección a nuestro ser. Busca entonces que las palabras que salgan de tu boca no contaminen tu alma ni te lleven a olvidar Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros. Porque para amar no basta querer lo que deseamos, hará falta también renunciar a tiempo a lo que puede lastimar Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros. 
En fin, no sé si he logrado decirlo. El resto, lo que no puedo explicar aunque quiera, lo dejo para que tú lo descubras en la Palabra Viva. Y ahí, en la Palabra Viva estás en buenas manos. Lo sé porque yo pido a diario que te cuiden, te guíen, te ayuden y protejan. Y sé perfectamente que lo harán. 

miércoles, 10 de agosto de 2011

Quiero un cigarro

No es que no crea en Dios. No creo en el hombre. Sé que Dios está en el hombre, lo sé. Pero también sé que hacemos malabares para ignorarlo y nos lavamos las manos con demasiada facilidad. Si el otro sufre, que sufra solo. Yo a duras penas puedo con lo mío. ¿Qué puedo hacer? Nada. Nos contamos nuestro cuento y nos lo creemos. Hablo en plural porque es un mal de todos. Estamos solos y nos dejamos solos. 

No es que no crea en Dios, me cuesta trabajo creer en el hombre. Creer, incluso, en mí. Oh sí, incluso en mí. Yo también me he dejado sola demasiadas veces. 

Sola.  

Por eso hoy se me ha antojado como hace rato no se me antoja, un cigarro. Durante años el cigarro fue un gran amigo. El mejor. En las buenas y en las malas, ahí estaba. Me acompañaba al trabajo, al descanso, a la reflexión. Estaba ahí, sin juicios ni exigencias. Sin importar lo que hiciera bien o mal, me acompañó, y aunque sea una locura, lo extraño.

Lo extraño como se extraña tener confianza en que todo va a estar bien. No sé si era la sensación de inhalar y exhalar. A veces, lo simulo: inhalo y exhalo como si tuviera el cigarro en la mano. Tengo que hacerlo así: imaginarme el cigarro en la mano. Porque, ahora que lo pienso bien, no era sólo inhalar y exhalar, era saber que ahí  estaba. Verlo, sentirlo, olerlo, probarlo. Estaba ahí. Era una presencia palpable, real, concreta. 

A veces me arrepiento de haberlo dejado. Sé que su ayuda no era más que apariencia, que todo lo podía, bueno, que yo sentía que todo lo podía, no porque me brindara fuerza ni valor, sino porque en cada inhalación me tragaba todo, lo sumergía todo en mi interior. Me ahogaba y lo ahogaba todo. 

Hoy se me ha antojado volver a creer en el cigarro. Volver a saber que alguien me acompaña, sin juicios ni palabras. Que me deja llorar o enojarme o reír o cantar mil veces la misma canción o bailar sin zapatos o reírme de nada. Y que en todo ese “ser yo”, también hay otro: mi querido amigo, el cigarro. 

Pero no lo hice. En vez de tomar las llaves del auto y salirme a buscar un cigarro, hoy levanté la mirada y pedí perdón. En mi desesperación, lo sé muy bien, he dejado de ver a quienes me rodean.  No he sabido ser el aire que otros puedan inhalar. Tantos años con el cigarro en la boca me han convertido en humo. 

Y no pude hacer nada más que pedir perdón. No hubo fuerza para correcciones ni capacidad para cambiar las cosas. Hoy me conformé con respirar, y di gracias, porque aún tengo pulmones. 

Hoy también logré abrir ligeramente la cajita en la que guardo el resentimiento y lo confesé a quien lo generó. Hoy abracé a una amiga, y llené de besos un rostro. Y no sé si podré convertirme en aire algún día. Ni sé si siempre podré darle completamente la espalda al cigarro. Pero hoy decidí sentir mi miedo. Quizá mañana no importe sentirlo y pueda hacer algo, ahora sí real y concreto. Pero por ahora, el humo todavía me invade, y tengo miedo.

sábado, 30 de julio de 2011

Revés al fuero militar: ingenuidad latente

Creer que los derechos humanos en nuestro país se han atribuido un gran triunfo con la decisión de dar revés al fuero militar, es ser ingenuo. Es vivir en un mundo en el que efectivamente la vida humana tiene el primer valor, y no los intereses económicos que mueven gran parte de nuestro sistema político, social y judicial.
Ganar habría sido tener más apertura en el conocimiento de ese fuero, que se buscara saber cómo funciona, que fuera posible seguir los procesos y ver sus resultados. El conocimiento siempre nos acerca más a la verdad y a cambiar lo que realmente haga falta mejorar.
Pero pretender juzgar a un soldado como se juzga a un civil, es una barbaridad. En principio, porque un soldado no es un civil, y también, porque la función del soldado es otra, y responde a una realidad que, gracias a que existe el Ejército, no tenemos que confrontar ni combatir nosotros los civiles.
¿Qué distingue al soldado? Son muchas cosas, pero aquí quiero hacer énfasis sobre todo en una: su moral. Y hablar de la moral militar es tocar un tema completamente ajeno a la vida civil. Porque la moral militar no es solo asunto de bien o mal, de blanco o negro. Implica toda una filosofía, se fomenta y se fortalece con la disciplina, y siempre busca un bien mayor que la propia ganancia. En la moral militar se tocan y viven valores como la lealtad, la entrega, el sacrificio. Valores que lamentablemente en la vida civil han perdido sentido y significado, y su ausencia es en buena medida la razón por la cual en nuestro país la regla es chingar o chingarse.
Yo soy hija del Ejército Mexicano. Quiero decir, mis pa dres son militares, y aunque yo no seguí el camino que ellos siguieron, aprendí lo que es la dignidad, el amor a mi patria, el amor al servicio, la entrega a mi profesión e incluso el amor a Dios, en las filas del Ejercito, en las ausencia de mis padres, en los sacrificios que como familia tuvimos que hacer miles de veces, en las palabras de mis progenitores que siempre me exigieron lo mejor, y en la comprensión de mis hermanos que muchas veces fueron los únicos que entendieron el miedo de saber que quizá papá no regrese.
Yo soy hija del Ejército Mexicano. Y no por serlo cierro los ojos. Sé que los soldados no soy perfectos. Que como toda organización humana tienen sus lados negativos, y que en sus filas también hay quienes no abrazan la mística, la filosofía y el amor al uniforme y al servicio. Sé que tener un arma en las manos confiere un poder que no todos están preparados para asumir. Pero también sé que en el Ejército de mi país la moral SE BUSCA.
Aquí trataré de definir esa moral militar de la que hablo, pero sé que no será fácil porque es un término que más que entenderlo se vive, se experimenta. Advierto que lo haré en primera persona, porque no puedo hacerlo de otro modo, porque así lo aprendí:
La moral militar involucra dar un sentido último a mis acciones, que vaya más allá de mí mismo, que toque a mis compañeros, que respete las órdenes de mis jefes, y que se encamine a la conservación de la vida y al amor a los principios de libertad. Porque la moral militar me limita para que tu libertad se conserve. La moral militar me convierte en un hermano de aquel que lucha conmigo y de aquel por el que lucho. La moral militar es un estado mental y anímico que me permite enfrentar incomodidades, carencias, ausencias, excesos físicos, soledades infinitas y el miedo a morir, para que tú vivas.
Por eso, porque lo viví, porque mis padres me lo explicaron miles de veces cuando me hablaban de la importancia de “estar con la tropa”, de “dar lo que se pide”, de lo que implica “guiar con el ejemplo”, por eso sé que para un soldado la moral es un elemento primordial, que la hermandad entre soldados es más que un discurso, y que el liderazgo lo asumen todos al estar dispuestos a seguirse y apoyarse y vivirse en la entrega y el sacrificio de luchar por mí y por ti y por México.
El Ejército Mexicano hasta el día de hoy, y a pesar de no ser perfecto, ha demostrado una lealtad y entrega a su país como ninguna otra institución mexicana, precisamente porque tiene una moral que cuida y fomenta. ¡Y en México tenemos un gran Ejército! Quien no lo crea, que vea lo que son otros ejércitos en Latinoamérica, que vea los excesos a los que en otros lados ha llegado, precisamente porque el ejército ha asumido posiciones políticas que no responden a la moral militar. 
Insisto, me tranquiliza saber que dentro del Ejército de mi patria, la moral se cuida. Pero me angustia saber que los civiles nos empeñamos en ignorarla, nos negamos en tratar de comprenderla, y buscamos acabar con ella.
Y ahora, con este revés al fuero militar, le hemos dado un golpe que podría ser fatal a esa moral que tanto falta hace para que un Ejército que se digne de serlo, funcione como debe y cumpla con su deber. Es, en suma, igual a mandar al Ejército a dar la cara por nosotros, y darle la puñalada en la espalda mientras lo hace.
Porque hace falta abrir los ojos y reconocer que muy a pesar de que los derechos humanos en nuestro país son muy necesarios, en una gran mayoría de casos, no protegen a la víctima, sino al victimario. Y es que implican lidiar con juzgados y abogados, es decir, contar con recursos. El soldado, lo último que tiene es dinero.
En cambio, lo que hemos hecho al someter a un soldado al escrutinio inmoral de los juzgados civiles, es fomentar lo primero que la moral militar busca combatir: el miedo. Ahora el soldado lo sabe completamente: está SOLO, no hay un ejército que responda por él ni una ley que lo respalde CON Y A PARTIR DE LA MORAL QUE SIGUE.
Este revés al fuero militar contribuirá a que todo lo que la moral militar fomenta, “ya no valga la pena.” Nos hemos condenado así a quedar a merced de un crimen organizado –ese sí sin moral, sin principios, sin honor, sin mística ni valores– que además de contar con los recursos económicos que necesita, sabe manejarse muy bien en la corrupción que alimenta.
No seamos ingenuos. Este no es un triunfo para los derechos humanos. Es un triunfo para quienes se escudan en el “derecho a ser humano”, pero ignoran la obligación que el SER conlleva. Obligación que debería exaltar la vida y la dignidad, los dos elementos que, efectivamente, se necesitan para lograr la paz. 















viernes, 22 de julio de 2011

Amor, te digo

Hay imágenes que se te cuelgan del alma como cadenas de condena. Yo caí en cuenta de que he arrastrado una que se convirtió, incluso, en el punto focal de mi comedor. Se trata de un cuadro de Bartolomé Esteban Murillo: Dos mujeres en la ventana

La primera vez que vi el cuadro fue en una exposición que The National Gallery of Art, de Washington, D.C., hizo en el Museo de Antropología de la Ciudad de México, hace ya no me acuerdo cuántos años. 

Vi el cuadro y me enamoré de él. Yo soy esas dos mujeres, me dije. Y ese mismo día compré un poster de la exposición y lo convertí en el cuadro que ahora cuelga a la cabecera de mi mesa. 

Es increíble cómo puede una imagen definirnos, y como somos capaces de ceder nuestra libertad a una idea. 

Y no digo que en su momento definirme como un ser dual no haya sido cierto, ni haya sido útil, ni haya sido bello. Una parte de mi siempre ha sido como esa casi niña que contempla la vida con abierta sinceridad, alegría y curiosidad. La otra, las más madura, se asoma a la vida con timidez, pero con una profunda sabiduría que por miedo no ha sabido expresar. Hay una hermosa complicidad entre ellas. Se quieren, se cuidan, se ayudan, y traviesas se asoman a la ventana para vivir desde ella. Son felices contemplando el mundo desde ahí. Mas la realidad es que son prisioneras la una de la otra.

Caí en cuenta de que he estado encapsulada en este mundo de dos dimensiones cuando una amiga, terapeuta ella, me dijo: quieres tocar a Dios, pero quieres brincarte al demonio; traes coraje acumulado en el vientre, y mientras no lo saques, no podrás llegar a Dios; es como si estuvieras partida en dos, como si tuvieras doble personalidad. 

Aquello de la doble personalidad no me es nuevo. No por nada compré el cuadro. Y aquello del coraje acumulado… pues, no digo que no sea cierto, pero… en realidad, creo que al demonio de mis corajes ya le conozco la cara. Yo ya cumplí mis 40 días de desierto, soledad, hambre y penitencia. Yo ya ayuné, ya lloré, ya sufrí. Y nada más pensar en volver a “trabajar” mi coraje, me da una flojera infinita. No, el camino del coraje ya no es camino para mí. 

Le pregunté entonces a mi entraña, que es donde me dicen tengo todo ese coraje acumulado. Y dulce, como es realmente, me regaló otra imagen: La joven del arete de perla.  

El cuadro lo pintó el holandés Johannes Vermeer, e inspiró una novela y una película. Y ahora me ha inspirado a mí. No recuerdo toda la trama de la película. Me queda sólo la sensación estética de su impecable fotografía y el erotismo que el amor a la vida y al color conlleva, aunada a una intuitiva comprensión del arte que esta muchacha sencilla y sin educación, tenía. Sabiduría que la hacía hermosa, sin que ella estuviera del todo consciente de su belleza. No del todo, porque una parte de ella sí lo sabía: la que se encuentra detrás de esos ojos abiertos. Ojos, que a su vez, están fijos en el pintor que la retrata, y que a su manera, la comprende, porque, a su manera, la ama. El pintor, en definitiva, es el Amor que la transforma.  

Bien, le dije a mi entraña, y ahora qué hago para pasar de la primera imagen a la segunda. Y me respondió con una canción. Una canción que he tenido que escuchar una y otra vez para darle sentido: Te digo amor, de Miguel Bosé.  Y en lugar de intentar explicarte lo que la canción me ha dicho, te la dejo aquí para que escuches lo que sea que pueda decirte a ti. 




Yo, después de varios días, lo comprendo mejor: no es el camino del coraje el que me va a llevar a Dios. Es el camino del amor y la aceptación. 

Y no es que no de coraje, pero, así es la vida. ¿Y quién puede cambiar lo que la vida es? Nadie. ¿Quién puede vivir la vida en paz, con paz? Quién acepta la vida como es, y a pesar de ser lo que es, ama y se deja transformar por el Amor. 

Así que algo me dice que no es coraje lo que hay en esta entraña mía. Lo que hay es amor, mucho, mucho, mucho amor. Amor que no ha sabido encontrar su expresión. Amor que tiene el poder de transformar y transformarse.  

¿Y porque te digo todo esto? Porque te amo. Y al decirlo, estoy dando un primer paso en dirección a esa aceptación y esa transformación que busco. Y al decirlo, también me he tomado de la mano de Dios, cuya voluntad es más grande que la mía, y cuyo amor me ha sabido guiar a Su presencia y sabrá también alejarme de mi dolor. 

Y finalmente, te lo digo porque quizá tu también estás girando en el ciclo eterno del coraje, y necesitas que alguien te diga: detente… hay otro camino, el camino del Amor.

jueves, 30 de junio de 2011

Capricho

Si me diera por explicar mi capricho
tendría que ahogarme en palabras,
y aún así saldría a flote sin haber dicho nada.
Porque el final es el mismo que mi principio.
La idea fija de que la vida vale porque en ella te encuentro.
La idea constante de que si no te encontrara, seguiría la búsqueda.
La idea absoluta de que eres… y soy, y con eso basta.
Me basta a mí.
Le basta a la vida que no pide razones,
porque aun teniéndolas no podría explicarse.
Como no puedo yo.
Como he renunciado a intentarlo.
Como he dicho a Dios para saludarte desde el exilio de tus ojos.
Y sin embargo, sigo ahí,
con la mirada petrificada en la obsesión de quererte.
Porque al final estás siempre presente,
y estoy siempre contigo.
Aunque no lo quieras.
Aunque pidas razones que me es imposible darte,
pero que son reales,
como la Verdad que te empeñas en dibujar con las manos
en el intento de salvar la distancia entre la palabra y la idea.
Aunque pidas razones, te lo aseguro, no existen.
De modo que guarda silencio,
y en el silencio permite que se geste la vida y se haga el milagro.
El milagro de amar sin querer, sin desear.
Sin pretender despojarte de la existencia
tal como la vives, tal como la vivo.
Porque en este vivir estamos juntos.
Tú por tu lado, yo por el mío,
pero juntos.
¿Lo ves? Ha sido imposible escapar del Amor.
Por más que nos hemos refugiado en la espera de un mañana que no existe.
Así, incompletos, inconclusos y fracturados, el Amor nos ha hallado.



viernes, 24 de junio de 2011

Escoge tus batallas VII

learning-to-fly-1La verdad la alcanzó ese día. Caminaban juntos en un prado de pastos altos. El viento era constante, suave y constante. El atardecer estaba próximo. Caminaban en silencio, hasta que las palabras de Jesús interrumpieron su paz: ¿sabes que no podemos caminar y caminar en círculos, verdad? ¿Sabes que por hermoso que sea este estar juntos, tenemos que dar el siguiente paso?
Ella se detuvo en seco. Sí, lo sabía. Había llegado el momento de enfrentar la verdad. Dijiste que no hablaríamos de ello. Dijiste que tu podías borrarlo todo. Lo expresó a manera de reclamo, de súplica, de negación.
Y fue su negación la que en un instante la sacó de su trance. Dejó de oler la tierra húmeda de su paisaje inventado. Y frente a sí, la pantalla de la computadora llenó sus ojos de un vacío inmenso que no sabía cómo habría de llenar.
Se levantó. Recorrió los tres pasos que le tomaba llegar a la cocina. Abrió un cajón, y sacó los cigarros y el encendedor, y ahí mismo se dispuso a encender lo que se habría propuesto sería su primer cigarro de la noche. Pero al momento de inhalar para darle vida a su viejo amigo, el encendedor se apagó con una brisa suave que llegó del extremo opuesto del comedor. Era el ventilador. Había olvidado que estaba encendido.
Y entonces sucedió. Su mente, muy suave, apenas perceptible, le recordó lo que tenía que hacer: respira. Deja el cigarro a un lado, ve a la mesa y respira. Esta vez, obedeció. Se sentó y escribió:
Surgió en mí. Yo quería tener éxito. Lograr aquello que deseaba. No recuerdo qué era lo que deseaba, sólo recuerdo que estaba convencida de que lo deseaba. Él me dijo que necesitaba sacar mi coraje. Enójate si es preciso. Visualiza las miles de veces que el triunfo se te ha arrebatado de las manos, y enójate. Lo hice. Le hice caso. Pero el enojo no me ayudaba. Al contrario, pesaba y aplastaba mi cuerpo hacia el suelo. Enójate, enójate más, me gritaba. Enójate y levántate, me decía. Y por fin, lo logré, me enojé tanto que sentí como el peso de mi coraje tomó posesión de todo mi cuerpo, pero en vez de empujarme hacía el frente, hacía aquello que deseaba, me obligó a dar la vuelta y verlo a él a los ojos, y decirle que lo odiaba, que odiaba la manera en que me obligaba a ser lo que no era, a sentir lo que no quería, que odiaba su empujarme a triunfos que no eran míos, a obligaciones que no me correspondían. Le grité que era un inepto que me utilizaba para su propia gloria. Le dije la verdad, lo qué nadie le había dicho. Y él tomó la daga, y con el mismo odio que yo sentí hacía él, la enterró en mi cuerpo y me dejó expuesta. Mis ojos, entonces, se abrieron, y vi que él no era él…  era yo. Yo misma me empujaba a lograr lo que no deseaba lograr. A ser, lo que no deseaba ser. Era yo quien me odiaba. Era yo quien ejercía presión, quien estaba convencida de que necesitaba luchar y matarme si era preciso, por aquello que creía era la gloria, el amor, la salvación. Pero todo era mentira. Había vivido en una mentira. La mía, la que me enseñaron que era mía. La que me convencieron que era mía. Y yo lo creí. Cerré mis ojos y mis oídos a la voz de Dios, y lo creí. Y entonces nadie tenía que empujarme hacia el suelo. Yo misma me aplastaba y colocaba la bota sobre mi cuello. Yo misma me decía que no tenía valor, que era una cobarde. Yo misma le daba vida a la tragedia de mi existencia. Yo era él. Y si él estaba en mi vida, fue porque así lo elegí, lo busqué. Me coloqué en sus manos porque él era el hombre que podía darle sentido a la existencia que mi odio había creado para mí.
Suspiró. La brisa del ventilador, que giraba de un lado al otro en la habitación, una vez más acarició su rostro. Ahora toma distancia, escuchó en su mente. Recuerda, tomar distancia no es dejar de sentir. Es sentir sin juzgar. Es sentir e invocar el valor divino que hay en ti. Es ponerte en las manos de Dios. Es perdón.
Las lágrimas, una a una mojaron su rostro. Pero no lloró sin consuelo. Perdón, escribió. Perdóname por haberte culpado, le escribió a aquel hombre. Tú también estás ciego y no debo juzgarte. Tú también llegarás a verte en mí, y abrirás tus ojos, y verás lo que has hecho con tu alma. Tú también vas a verte perdido en tu soledad y tendrás miedo de cruzar el laberinto que te llevará a la verdad. Pero le pido a Dios que te ayude, como me ha ayudado a mí. Se lo pido por la humanidad que compartimos. Se lo pido por el error en que juntos caímos y por el que no supimos responder, porque yo te culpaba a ti, y tú a mí. Y en la culpa, olvidamos amarnos.
La brisa del ventilador volvió a acariciarla. Me perdono. Y le pido a mi alma que vuelva de su exilio. A Tú Espíritu, Dios, que la traiga de vuelta. Que una vez más alimente mi cuerpo. Yo te pido, Dios mío, que me muestres quién soy. Que me hagas un hombre completo. Que regrese mi alma, mi costilla perdida a su sitio en mi pecho. 
La Verdad la alcanzó ese día. Y en un instante comprendió la diferencia entre la realidad y la Verdad de la palabra.
Fue el instante en que se vio sentada en la mesa del comedor de su casa, frente a la computadora, escuchó la música que el vecino se empeña en poner a todo volumen, y vio el desastre de casa que tenía y del que tendría que empezar a encargarse si quería caminar al ritmo de sus obligaciones. Fue el instante en que dejó de sentirse abrumada. Comprendió, justo entonces, que todo se haría a “Su” tiempo, y que hay un tiempo para todo.
Sintió, una vez más, la brisa del ventilador acariciarle el rostro. Suspiró. Y en el oxígeno que invadió sus pulmones pudo sentir el abrazo de Dios, la certeza del Hijo, y la alegría del Espíritu. Y su alma y ella se fundieron en ese abrazo, bajo el abrigo del Amor y el consuelo del Perdón. Y supo, lo supo completamente entonces, que Dios era bueno. Infinitamente bueno. Y creyó, como nunca antes lo había hecho. 

sábado, 18 de junio de 2011

Escoge tus batallas VI

beach-waterLlegaron a una playa. El oleaje parecía besar la arena con infinita paciencia y dedicada devoción. Pero ella no puso atención a semejante detalle. Ella corrió a quitarse los tenis. Estaba emocionada, como hace años no lo había estado. Dobló sus pantalones hasta las rodillas y empezó a sacudir sus piernas, a hacer estiramientos, pequeños saltos en su lugar.

¿Qué haces?, preguntó Jesús divertido.

Bueno, no sé… me preparo, contestó ella un poco avergonzada de haber sido sorprendida en su entusiasmo, pero no tanto como para dejar de hacer lo único que se le ocurrió hacer para estar lista.

Bueno, entonces prepárate bien, le recomendó Jesús con toda seriedad, y le aventó un short y una playera. Ella, también con toda seriedad tomó su nuevo atuendo y se lo puso lo más rápido que pudo.

Ya lista, se colocó de frente al mar. Las olas besaban sus pies con la misma paciencia y devoción con que acariciaban la arena. Una vez más, ella no puso atención a este detalle. Tomaba aire. Su rostro y su cuerpo eran toda intención, todo deseo. Sus ojos veían al mar como ve el montañista la montaña.

Jesús la veía con total aprobación. Por fin le preguntó si ya estaba lista y ella asintió. Tienes que confiar en Mí. Ella asintió otra vez. Cierra los ojos. Ella los cerró. Jesús entonces la tomó por los hombros y le dio unas ocho o diez vueltas, y después la soltó. Camina, le ordenó muy suavemente al oído. Y ella empezó a caminar. Se tambaleaba un poco al principio, pero caminó, y caminó, y caminó, y siguió caminando. El agua a ratos le llegaba a las rodillas, y a ratos sólo mojaba las plantas de sus pies. Sabía que nada extraordinario ocurría, pero siguió caminando con los ojos cerrados hasta que por fin se sintió completamente ridícula y los abrió, buscó a Jesús con la mirada, y en cuanto posó sus ojos sobre los de Él, los dos dejaron escapar una carcajada. Te estás burlando de mí, ¿verdad?

¿Yo?, preguntó Jesús con cara de inocente pero actitud de culpable. Ella empezó a patear la superficie del agua para mojarlo y Él hizo lo mismo. Entre gritos, risas y chapoteos terminaron empapados los dos, sentados a la orilla del mar, dejándose acariciar por las pacientes olas, cuyo vaivén terminó por tranquilizar sus ánimos y regresarles el aire a los pulmones, que con tanto esfuerzo y risa, se habían quedado con casi nada dentro. 

Jadeantes aún, pero recuperados, sentados uno al lado del otro, se voltearon a ver. Se vieron transformados. Por un instante volvieron a ser los niños que alguna vez fueron.

Nunca voy a caminar sobre el agua, ¿verdad? Ella lo dijo con un rastro de resignación, pero sin tristeza.

¡Claro que sí! Ya lo estás haciendo, exclamó Él.

Ella no comprendió.

Déjame ver… ¿cómo te lo explico? … El agua son las emociones. Y en este mundo hay sobre todo nueve emociones que nos bañan: ira, soberbia, vanidad, envidia, avaricia, miedo, gula, lujuria y pereza. Caminar en el agua es lograr mojarte sin caer al agua, sin verte en la necesidad de nadar en ella, de ahogarte en ella, de estar a su merced y ser esclavo de sus antojos. Es imposible que no te mojes. Somos humanos y fuimos arrojados al mundo: vamos a mojarnos. Pero es muy importante asumir que es imposible ganarle al mundo. Es como querer ganarle al mar y caminar sobre sus olas. La única manera en que podemos hacer algo semejante es… asumir nuestra naturaleza humana, y recurrir a nuestro valor divino.

Quiero decir, somos como gotas de lluvia que caen al mar. También somos emociones. De hecho, el 70 por ciento de nuestro cuerpo es agua. De modo que es natural que nuestras emociones dominen. Pero el agua no es una unidad indivisible. Se compone de tres moléculas, ¿lo recuerdas, verdad? H2O. Dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno…  Bien, pues las dos moléculas de hidrógeno son nuestra humanidad. El Oxígeno es nuestro valor divino. Y ahora yo te preguntó, ¿de cuál de estos dos elementos depende nuestro respirar, nuestra vida?

Supongo que del oxígeno.

Jesús sonrió aliviado. Pues yo también quiero suponer lo mismo, porque la verdad es que la química no es mi fuerte y no vaya a ser que respiremos hidrógeno también, y entonces la metáfora no sirva de nada. 

Se rieron los dos. Bueno, hasta donde sé, dependemos del oxígeno. Le dijo ella con ánimo de tranquilizarlo.

Entonces nos estamos entendiendo…   El oxígeno, nuestro valor divino, es… la Alegría. Al decirlo, sonrió satisfecho. Por fin dijo lo que quería decir.

¡¿Te das cuenta?¡ ¡Somos la Alegría de Dios! Y cuando estamos alegres le damos valor a su existencia y a la nuestra.  ¡Vivimos! ¡Vivimos de verdad, de lleno, plenamente!

Así que para caminar en el agua, hace falta vivir en la Alegría de sabernos valiosos para Dios, tan valiosos que confiemos plenamente en que no hay manera de perdernos en este mar al que fuimos arrojados. Tan alegres que sepamos que nuestro transitar en este mundo es sólo eso, un paso en el camino de regreso a los cielos.

Pero claro, para eso también hay que aventurarnos a tocar el agua, es decir, nuestra humanidad. Hay quienes viven refugiados en un barco toda su vida. Creen haberse escapado de perderse en su humanidad. Se creen salvos. Pero… no son más que agua encharcada en el fondo de una barca.

Hay también los otros. Los que se pierden en las corrientes del océano y no llegan a ver la luz que los colocará en su justo valor. Se dejan invadir por su humanidad y no reconocen más que eso. Algunos viven bajo la ilusión de que están en la cima del mundo, sólo porque viajan sobre las olas. Creen ser la fuerza que los arrastra, pero nunca se dan cuenta de que esa fuerza los lleva a las profundidades, a los arrecifes o la indiferencia de la playa. Otros viven en la condena del ahogo, en lo más profundo de sus miserias, creyendo que eso es todo lo que hay y existe. 

Así que no olvides que hay una décima emoción: la Alegría. Y cuando estés en medio de una tormenta, y sientas tu humanidad en su más terrible expresión, y todo parezca decirte que no vales nada. Invoca tu valor divino, y dile a Dios: En tus manos encomiendo mi espíritu. 

Ten fe, y que esa fe sea tu alegría. Vive alegre, y el oxígeno de Dios te colocará por encima de las circunstancias.

Jesús, entonces, sonrió como nunca antes lo había visto ella sonreír. Estaba completamente feliz. Totalmente satisfecho.

No sabes cuántas ganas tenía de decirte todo esto. La alegría de Él la invadió desde sus ojos como un brillo de amor colocado en el rostro de ella. Cuánto tiempo esperé. Cuántas veces traté de decírtelo, pero estabas inmersa en tus emociones. Gracias.

¿Gracias? ¿Pero de qué, yo no he hecho nada…? Yo… yo soy quien debe agradecer.

Gracias por haberte quedado quieta. Gracias por salir del barco y escuchar mi voz. Gracias por haber confiado. Gracias. No sabes lo valiosa que eres y lo hermoso que es poder decir te amo. Así, de frente. De lleno. Gracias, pequeña. Mil gracias. Eres mi razón de ser.

Ella se hundió bajo el brazo de su hermano, como quien se sumerge en una pila de agua fresca. No, no… gracias a Ti.

Y ambos se fundieron en un abrazo.

jueves, 16 de junio de 2011

Escoge tus batallas V

Cuando Jesús llegó, ella ya había preparado una carreta  con todo lo indispensable para el viaje. Al verlo, empezó a explicarle lo que había previsto y organizado. Se sentía orgullosa y quería que el mayor de sus hermanos lo estuviera también.  Pero Jesús sólo la veía, comprendiendo poco o quizá nada de aquello que ella se empeñaba en decir. La miró con atención y escuchó con paciencia por lo que pareció demasiado tiempo, hasta que por fin terminó de enumerar todo lo hecho. Entonces, guardó silencio, en espera de su aprobación.

woman_walking_feetJesús la veía fijamente. Buscaba las palabras correctas. ¿Traes zapatos cómodos?,  dijo después de un largo silencio.

, respondió ella.

Bien, continuó, … entonces a caminar.

¿Pero la carreta… mis cosas… la armadura…?

Olvídalos, no los necesitas. Y empezó a dar pasos hacia el horizonte. Ella quedó paralizada frente a la carreta. Estaba tan orgullosa de lo que acababa de hacer. ¿Dejarlo? ¿Cómo voy a dejar aquí mis cosas? ¿Qué voy a hacer si necesito algo? ¿Y cómo voy a luchar sin mi armadura? Sus pensamientos repetían una y otra vez las mismas preguntas.  ¿Dejarlo todo aquí…?  ¿Todo? Sí todo. Hablaba consigo misma, necesitaba valor y quién se lo diera. El impulso final se lo dio la imagen de Jesús que a lo lejos parecía que en cualquier momento iba a desaparecer. Entonces corrió. Corrió lo más rápido que pudo.

Nunca logró alcanzarlo del todo. Jesús siempre iba dos o tres pasos delante de ella, y ella, jadeando detrás, trataba en vano de ir a su ritmo. Él iba  contento, aparentemente indiferente a la dificultad de su compañera.

Por fin se detuvo. Sacó de un morral, que ella no había notado, pan, mantequilla, un termo, y fruta. Ven, vamos a comer.

Partió el pan y lo bendijo. Le dio un trozo. Y mientras comían contemplaron el amanecer.

En algún momeno, ella rompió el silencio. Me encanta el amanecer, dijo. Me recuerda que estoy viva. Gracias.

Jesús sonrió. Pero no dijo nada, sólo le dio un pequeño empujón con el hombro. Ella correspondió con una sonrisa y el mismo gesto. El ritual de complicidad quedó establecido en ese momento. Y el amanecer se convirtió para ella en el lugar de encuentro entre el pasado que se deja y el presente que se vive, con la gratitud como punto de partida, y la certeza de que no está sola.

Cuando por fin el cielo se matizó de azul celeste, Jesús se puso de pie. Vamos, que hoy te voy a enseñar a caminar en el agua

A ella se le iluminó el rostro. De golpe se puso de pie. Sentía que el cuerpo no le cabía en la piel. ¿En serio? No juegues conmigo Jesús.

¿Jugar Yo? Su sonrisa era total. Imposible saber lo que había detrás de esos ojos. Vamos. Ya lo verás.

Esta vez era Jesús quien iba dos pasos detrás de ella.

domingo, 12 de junio de 2011

Escoge tus batallas IV

Tocó a la puerta. La voz de su Padre le otorgó permiso para entrar. Al abrir, lo vio sentado junto a la ventana, en su sillón de lectura, leyendo. Pasa, pasa hija, ¿te hace falta algo?

No, Papá, todo bien. Quería… quería estar un rato contigo. ¿Estás ocupado?

Claro que no. Nada hay más importante que pasar un rato contigo. Pasa, pasa. Acércate aquella silla y siéntate aquí a mi lado.

Ella prefirió hincarse junto a sus pies, como solía hacerlo cuando era pequeña. Colocó sus brazos en sus rodillas y puso su cabeza en sus piernas.

¿Qué tienes?, preguntó Él, mientras acariciaba sus cabellos. Jesús me ha pedido que tome una decisión, contestó ella. 

Ah, sí: La Decisión. Su Padre sonrío divertido, como lo hace cualquier Padre al darse cuenta de que lo que inquieta a su pequeña no es, después de todo, tan grave. ¿Y qué has pensado?

Ella tragó saliva. No quiero irme del castillo. No quiero dejarte. ¿Qué voy a hacer sin ti?

Papá soltó una enorme carcajada. Déjame contarte un cuento. Pero primero ve por una silla, anda. Y la colocas aquí, frente a Mí, para que pueda verte mejor. Ve. ve… Ella fue por la silla y la colocó frente a su Padre. el_arbol_0

Hace muchos años, empezó a contar,  un hombre y una mujer vivían en un jardín llamado Edén. Tenían la indicación de que podían comer de cualquier árbol, de cualquier fruto, con excepción del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal.

Pero ellos eran unos niños, en realidad. Y como era de esperarse la curiosidad surgió. La primera en sentir el gusanito de la curiosidad fue Eva, que así se llamaba la mujer. La mujer siempre ha sido un alma inquieta. Siempre ha estado abierta a conocer, a amar, a escuchar la voz de su naturaleza.

Al principio, ella no hizo mucho caso, pero después, el gusanito creció y creció, hasta que su curiosidad era tan grande como una serpiente. Nunca se le ocurrió preguntarme a Mí, qué pasaría. No me tenía mucha confianza, ¿sabes? Creyó, seguramente por Adán, el hombre de nuestro cuento, que yo era también, un hombre. La humanidad entera sigue imaginándome así, como un hombre. Así que creyó que si me preguntaba me enojaría, la castigaría, como sería natural que lo hiciera un hombre.  Y es que ese Adán era un típico niño y la tenía medio asustada. Le gustaba recordarle qué Él era el primogénito y por lo tanto el importante. Que ella no era más que una costilla, y constantemente la molestaba con cosas que la hacían sentirse menos. No es que Adán fuera malo, no. Era un niño…  y tú sabes que a los niños les gusta molestar a las niñas. Y también sabes que las niñas suelen tomárselo todo muy a pecho, y… tuvo miedo. 

Total que aquí estaba esta niña con mucha curiosidad y nadie para orientarla. Y su curiosidad creció y creció hasta que ella empezó a formular sus propias teorías. Que si esto, que si aquello. Y por fin probó el fruto. Y luego se lo ofreció a Adán. Y no creas que Adán hizo tantas preguntas. No, ¡qué va! … El hombre es más práctico. Vio que el fruto podía comerse, su curiosidad se limitó a preguntarse a qué sabría, y se lo comió.

Y ahí empezó todo. Yo me di cuenta de que habían comido del fruto porque de repente se escondieron, empezaron a cubrir su cuerpo y se les veía temerosos. Cuando les pregunté qué pasaba me dijeron que nada. Todo bien. Pero los nervios los delataron de inmediato. ¿Acaso comieron del fruto del árbol del conocimiento?, les pregunté. No, no… me respondieron. Pero bastó una mirada para que Adán soltara la sopa. Me lo ha dado Eva, dijo. Y Eva le echó la culpa a la serpiente.

Qué fácil habría sido asumir la responsabilidad… cuando se asume la responsabilidad hay algo que hacer. Pero eran unos niños, todavía no habían desarrollado la habilidad para responder por sus actos.

Y el fruto, claro, ejerció su efecto sobre ellos. Siempre hay consecuencias y de esas, no se puede esconder nadie. Así que se les abrieron los ojos en torno al nuevo conocimiento, el que provino del fruto. Pero no sabían que el fruto, si bien es un aspecto de la verdad, no es La Verdad. La Verdad está en el Árbol, no en el fruto. Así que el Edén dejó de existir para ellos, porque ya no podían ver más que el fruto de su conocimiento. Y pasaron muchos años y muchas generaciones. Y desde entonces, hasta hoy, la humanidad vive en un mundo de conocimientos. Y hay tantos conocimientos como frutos puede tener un árbol. Y todos creen tener la verdad.

Jesús, tu hermano, fue al mundo a abrirles los ojos. Pero no a abrirlos al conocimiento, sino a la Verdad.  

Así que cuando Jesús te ha dicho que tienes que dejar el castillo, lo que te ha querido decir es que tienes que dejar de creer en el fruto. Dejar la seguridad del mundo tal y como lo conoces, y empezar a vivir en la sorpresa que la vida es. Porque la vida…  ¡es sorprendente hija! ¡Disfrútala!  ¡Vívela!Aprende a verla con los ojos de la Verdad. Con Mis ojos.

Recuerda que Yo soy la Verdad y la Vida. Yo soy el Amor. Yo soy el Árbol, hija. Por eso tienes que dejar el castillo. Para aprender a verme no como un lugar de refugio, un salvavidas que te puede ayudar, sino como la vida misma. Y la vida está en ti. Tú estás viva. Y yo estoy aquí, contigo, en ti. No tienes que ir a ningún lado para encontrarme. Ya estoy aquí. Esa es la buena noticia.

Pero la realidad, dijo ella desconcertada … la realidad es tan… real. ¿Cómo ignorarla?

La realidad es el fruto. Y claro que es real. Existe. Las consecuencias de los actos siempre se dejarán ver. Son reales. Pero no lo olvides hija. No son la Verdad. Yo soy la Verdad.

Así que si vuelves a verte en una situación en la que la realidad se desploma contigo dentro, recuerda que Yo estoy ahí. Cree en Mí. Aunque en ese momento no puedas verme, no alcances a sentirme, no puedas respirarme… cree en Mí. Todo cobrará sentido más adelante. Todo. Pero el primer paso es creer.

Ella lo vio con profunda gratitud, y con miedo. No sé si estoy lista para dar el paso, pero supongo que si te has molestado en contarme todo esto, es porque te gustaría verme darlo.

Claro que me gustaría, hija. Quiero verte crecer.

¿Tú crees en Mí?

Eres mi hija, claro que creo.

Gracias Papá. 

Y ambos se fundieron en un abrazo.