viernes, 24 de junio de 2011

Escoge tus batallas VII

learning-to-fly-1La verdad la alcanzó ese día. Caminaban juntos en un prado de pastos altos. El viento era constante, suave y constante. El atardecer estaba próximo. Caminaban en silencio, hasta que las palabras de Jesús interrumpieron su paz: ¿sabes que no podemos caminar y caminar en círculos, verdad? ¿Sabes que por hermoso que sea este estar juntos, tenemos que dar el siguiente paso?
Ella se detuvo en seco. Sí, lo sabía. Había llegado el momento de enfrentar la verdad. Dijiste que no hablaríamos de ello. Dijiste que tu podías borrarlo todo. Lo expresó a manera de reclamo, de súplica, de negación.
Y fue su negación la que en un instante la sacó de su trance. Dejó de oler la tierra húmeda de su paisaje inventado. Y frente a sí, la pantalla de la computadora llenó sus ojos de un vacío inmenso que no sabía cómo habría de llenar.
Se levantó. Recorrió los tres pasos que le tomaba llegar a la cocina. Abrió un cajón, y sacó los cigarros y el encendedor, y ahí mismo se dispuso a encender lo que se habría propuesto sería su primer cigarro de la noche. Pero al momento de inhalar para darle vida a su viejo amigo, el encendedor se apagó con una brisa suave que llegó del extremo opuesto del comedor. Era el ventilador. Había olvidado que estaba encendido.
Y entonces sucedió. Su mente, muy suave, apenas perceptible, le recordó lo que tenía que hacer: respira. Deja el cigarro a un lado, ve a la mesa y respira. Esta vez, obedeció. Se sentó y escribió:
Surgió en mí. Yo quería tener éxito. Lograr aquello que deseaba. No recuerdo qué era lo que deseaba, sólo recuerdo que estaba convencida de que lo deseaba. Él me dijo que necesitaba sacar mi coraje. Enójate si es preciso. Visualiza las miles de veces que el triunfo se te ha arrebatado de las manos, y enójate. Lo hice. Le hice caso. Pero el enojo no me ayudaba. Al contrario, pesaba y aplastaba mi cuerpo hacia el suelo. Enójate, enójate más, me gritaba. Enójate y levántate, me decía. Y por fin, lo logré, me enojé tanto que sentí como el peso de mi coraje tomó posesión de todo mi cuerpo, pero en vez de empujarme hacía el frente, hacía aquello que deseaba, me obligó a dar la vuelta y verlo a él a los ojos, y decirle que lo odiaba, que odiaba la manera en que me obligaba a ser lo que no era, a sentir lo que no quería, que odiaba su empujarme a triunfos que no eran míos, a obligaciones que no me correspondían. Le grité que era un inepto que me utilizaba para su propia gloria. Le dije la verdad, lo qué nadie le había dicho. Y él tomó la daga, y con el mismo odio que yo sentí hacía él, la enterró en mi cuerpo y me dejó expuesta. Mis ojos, entonces, se abrieron, y vi que él no era él…  era yo. Yo misma me empujaba a lograr lo que no deseaba lograr. A ser, lo que no deseaba ser. Era yo quien me odiaba. Era yo quien ejercía presión, quien estaba convencida de que necesitaba luchar y matarme si era preciso, por aquello que creía era la gloria, el amor, la salvación. Pero todo era mentira. Había vivido en una mentira. La mía, la que me enseñaron que era mía. La que me convencieron que era mía. Y yo lo creí. Cerré mis ojos y mis oídos a la voz de Dios, y lo creí. Y entonces nadie tenía que empujarme hacia el suelo. Yo misma me aplastaba y colocaba la bota sobre mi cuello. Yo misma me decía que no tenía valor, que era una cobarde. Yo misma le daba vida a la tragedia de mi existencia. Yo era él. Y si él estaba en mi vida, fue porque así lo elegí, lo busqué. Me coloqué en sus manos porque él era el hombre que podía darle sentido a la existencia que mi odio había creado para mí.
Suspiró. La brisa del ventilador, que giraba de un lado al otro en la habitación, una vez más acarició su rostro. Ahora toma distancia, escuchó en su mente. Recuerda, tomar distancia no es dejar de sentir. Es sentir sin juzgar. Es sentir e invocar el valor divino que hay en ti. Es ponerte en las manos de Dios. Es perdón.
Las lágrimas, una a una mojaron su rostro. Pero no lloró sin consuelo. Perdón, escribió. Perdóname por haberte culpado, le escribió a aquel hombre. Tú también estás ciego y no debo juzgarte. Tú también llegarás a verte en mí, y abrirás tus ojos, y verás lo que has hecho con tu alma. Tú también vas a verte perdido en tu soledad y tendrás miedo de cruzar el laberinto que te llevará a la verdad. Pero le pido a Dios que te ayude, como me ha ayudado a mí. Se lo pido por la humanidad que compartimos. Se lo pido por el error en que juntos caímos y por el que no supimos responder, porque yo te culpaba a ti, y tú a mí. Y en la culpa, olvidamos amarnos.
La brisa del ventilador volvió a acariciarla. Me perdono. Y le pido a mi alma que vuelva de su exilio. A Tú Espíritu, Dios, que la traiga de vuelta. Que una vez más alimente mi cuerpo. Yo te pido, Dios mío, que me muestres quién soy. Que me hagas un hombre completo. Que regrese mi alma, mi costilla perdida a su sitio en mi pecho. 
La Verdad la alcanzó ese día. Y en un instante comprendió la diferencia entre la realidad y la Verdad de la palabra.
Fue el instante en que se vio sentada en la mesa del comedor de su casa, frente a la computadora, escuchó la música que el vecino se empeña en poner a todo volumen, y vio el desastre de casa que tenía y del que tendría que empezar a encargarse si quería caminar al ritmo de sus obligaciones. Fue el instante en que dejó de sentirse abrumada. Comprendió, justo entonces, que todo se haría a “Su” tiempo, y que hay un tiempo para todo.
Sintió, una vez más, la brisa del ventilador acariciarle el rostro. Suspiró. Y en el oxígeno que invadió sus pulmones pudo sentir el abrazo de Dios, la certeza del Hijo, y la alegría del Espíritu. Y su alma y ella se fundieron en ese abrazo, bajo el abrigo del Amor y el consuelo del Perdón. Y supo, lo supo completamente entonces, que Dios era bueno. Infinitamente bueno. Y creyó, como nunca antes lo había hecho. 

No hay comentarios: