martes, 7 de junio de 2011

Escoge tus batallas II

(Escoge tus batallas: http://amidacastro.blogspot.com/2010/10/escoge-tus-batallas.html)
Apenas ha logrado llegar a las puertas del castillo. Tan pronto llega, se ha desplomado del caballo. Trae en el pecho una daga. Su padre, que en cuanto escuchó que se acercaba corrió a su encuentro, ya la tiene en sus brazos. Ella lo ve con los ojos llenos de lágrimas, con sollozos trata de explicarse. No, no digas nada… lo sé, le susurra al oído. Lo sé todo, no te preocupes, vas a estar bien. Todo va a estar bien.
Entonces la carga. Lo hace con tal fuerza que parece una pluma a pesar de llevar la armadura completa. La coloca en su lecho, le quita el yelmo para que respire mejor. Ella no deja de llorar y el llanto la sofoca. Calma, calma, ya estás en casa. Su Padre la examina bien. Con sumo cuidado le quita la armadura, pieza por pieza. Sólo queda retirar el peto, pero habrá que quitar la daga primero. Su Padre, sin pensarlo dos veces, retira el mal de un tiro. El cuerpo de su hija se estremece de dolor y la sangre empieza a brotar. Con prontitud retira el peto y coloca sus manos sobre la herida, haciendo presión. Un milagro, hará falta un milagro.
El Rey oprime la herida por mucho tiempo. Han sido momentos interminables para su niña, quien llora, grita, se retuerce. Ordena que le traigan ungüentos, pomadas y otras cosas que sólo Él conoce. Te dolerá otro poco, pero es muy necesario. Sé fuerte mi amor.
Por fin se ha quedado dormida. Papá se queda a su lado. La cuidad, la procura. Por fin la niña despierta y Papá está ahí, atento, aliviado de ver que ya reacciona.
Los días y las noches pasan. La niña poco a poco recupera su ánimo perdido. Lo recupera sí, pero no todo. Sus ojos no logran despertar. Están aún inmersos en aquella batalla que le ha robado el alma.
Caminaban sobre la arena cuando por fin el tema tan temido salió a relucir. Cuéntame cómo fue, le dice. Ella no quiere recordarlo. Vamos, cuéntame y saca de tu pecho el veneno incrustado antes de que termine por consumir tu vida, por dirigir tu mundo.
Fue una batalla moral, Papá. Te juro que fue moral, y yo quería ganarla. Me puse en manos del destino, o lo que yo creía era el destino, y seguí a mi corazón, y todo iba bien, muy bien. Pero de pronto, de la nada, surgió un rostro obscuro y frío y envidioso. Surgió en mí. No sé de dónde. Y de golpe acabó con mi fuerza. Me desplomé, y como pude huí: avergonzada, consumida, inacabada. Perdóname, no debí… intentarlo.
Su Padre la miró de lleno, con infinita ternura. No mi niña, no digas eso. Intentar no es pecado. Y a tu corazón debes seguirlo. Mas se prudente con tus entrañas. Eres toda entraña mi niña. Demasiada pasión, demasiado sentir. No está mal, pero mi amor, aún cuando eres y siempre serás mi niña, ya no eres una niña. Ya es hora de crecer.
La niña se estremeció. No, no quiero volver a intentarlo. Nunca más. No puedo volver a luchar. Mírame… estoy rota. Recuperada tal vez, pero rota. Nunca más podré sostener una espada. Ya  no hay escudo que pueda protegerme. No Papá, ya no puedo. No me obligues.
¿Obligarte?, respondió su Padre divertido. ¿Y desde cuándo obligo Yo? Además, ¿quién ha dicho luchar? Yo dije crecer. Hizo una pausa larga para sopesar las palabras antes de decirlas. Hija, hay batallas morales que no se ganan, se trascienden. Pero no puedes hacerlo sola. Crecer es dejar de ser tú y convertirte en Nosotros. Tú y Yo. Yo y Tú. Nosotros.
¿Quieres decir que vas a luchar a mi lado?, preguntó la niña.
No. Quiero decir que ya no puedes seguir luchando. Las respuestas, por lo menos las que buscas, no están en la batalla. Toda lucha es en realidad una resistencia. Todo lo que se resiste, perdura, porque se le ha dado el poder… Quiero decir, a veces para ganar sólo hay que aceptar la derrota, y … trascenderla.
La niña no pudo decir nada. No sabe si ha comprendido. Su Padre adivina su incertidumbre. La toma de la mano. Ven, vamos.  
Papá, ¿puedo quedarme aquí contigo por más tiempo? Todavía no estoy lista para volver.
No, todavía no estás lista. Pero vas a estarlo. Vamos, vamos a cenar.

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