domingo, 26 de mayo de 2019

El orgullo no cabe en esta ecuación


Photo by Rémi Walle on Unsplash


“Judas les respondió: «No es difícil que muchos hombres sean vencidos por unos pocos. Para el Cielo da lo mismo conceder la salvación con muchos hombres o con unos pocos; sepan que en la guerra la victoria no es de los más numerosos, sino que la fuerza proviene del Cielo. Es el orgullo y la impiedad que los llevan, porque quieren acabar con nosotros, nuestras mujeres y nuestros hijos, y apoderarse de nuestros bienes. Nosotros, en cambio, defendemos nuestras vidas y nuestras leyes, y el Cielo los hará añicos ante nuestros ojos. ¡No les teman, pues!” 1 Mac 3, 18-22

Este texto me recuerda una cosa: necesitamos cuidar nuestras motivaciones. Si algo ha de moverte, cuida que no sea el orgullo y la impiedad.

El orgullo, el ego lastimado, siempre utiliza la impiedad como arma. Justifica sus excesos de “bondad”, de “corrección”, de “disciplina”, cuando lo que realmente sucede es que necesita mantener a raya al otro, demostrarle quién manda, hacerle ver que su única función en la ecuación de su relación es obedecer. La “impiedad” es cruel precisamente porque deja de ver al otro como otro, y en su lugar lo ve como un instrumento de su acción o un resultado de su poder. Hablo de la acción y el poder del orgullo de quien ostenta dicha acción y poder de ordenar, señalar, corregir, disciplinar.

Pero la disciplina del Cielo no se enfoca en el orgullo personal. Su fin es vivir y su arma es la piedad.

¿Qué es la piedad? En Wikipedia encontramos que: “La palabra piedad viene de la palabra pietas latina, la forma del sustantivo del adjetivo pius, que significa devoto o bueno. Se define la pietas como un sentimiento que impulsa al reconocimiento y cumplimiento de todos los deberes, no solo para con la divinidad, los padres, la patria, los parientes, los amigos, sino para con todo ser humano.” (1)

La piedad ha sido considerada como un sinónimo de misericordia y compasión, pero también de lástima y conmiseración. De ahí que quien ostenta algún tipo de poder le sea fácil disfrazar sus excesos de “poder” con la búsqueda de la “bondad”, cuando lo que realmente hace es lastimar al otro con su orgullo. ¿Por qué? Porque sus acciones las realiza desde la altanería de su “posición” incapaz de ver al otro más que a partir de su miseria, sus defectos, sus incapacidades.

Esa es la conmiseración: ver al otro con ojos de miseria. La miseria, claro, está en los ojos de quien ve, no de quien es visto. Pero el orgullo es incapaz de reconocerlo así. El orgullo lleva a quien ve a pensar: yo tengo la razón, mis formas son las correctas, y mis instrumentos de medición no pueden ni deben cuestionarse.

La misericordia, un sentir más cercano a la piedad, es muy diferente. Implica “ser cordial con la miseria del otro”. Implica, al igual que la compasión, comprender que las deficiencias del otro no lo definen. Sólo son deficiencias que, en algunos casos, pueden corregirse y mejorar, y en otros, simplemente no. Ahora bien, el fin no es cambiar nada: sino acompañar. De ahí que se busque ser cordial, ser educado, mostrar empatía, amabilidad. Después de todo, la intención no es cambiarte sino acompañarte en tu trayecto. El cambio se dará a partir del trato que recibas y que me obligue a darte a partir del amor y la amistad que decida ofrecerte. Y el cambio se dará primero en quien quiere mostrar misericordia, piedad, compasión. Y se dará porque se verá obligado a mantener a raya su orgullo.

Cuando acompaño con pasión, soy com-“pasivo”. Mis acciones no están encaminadas a que cambies, sino a acompañarte en tu vivir, tu alegría, tu sufrir y en la búsqueda de tus necesidades. Mis acciones son “pasivas” precisamente porque no quiero forzarte a cambiar según mis estándares de lo que sería un cambio positivo en ti. Y sólo son pasivas, no agresivas-pasivas. No son cuchillitos de palo. Son honestas expresiones de empatía.

En vez de eso, de buscar cambiarte, la piedad busca acompañarte a descubrir quién eres y qué deseas cambiar en ti. O así debería de ser, pero solemos creer lo contrario. Solemos creer que amar significa “señalarle al otro lo que tiene que cambiar”, incluso, disciplinarlo, corregirlo, castigarlo. Y todo eso no es que esté mal, es que primero necesitamos dejar establecido que eso es lo que el otro quiere. Ayudarle a definir lo que quiere, y entonces sí, acompañarlo a definir las estrategias que necesita seguir para acercarse a lo que quiere.

Todo esto suena bien en papel (o en pantalla), pero es difícil. Porque amar también es ver las capacidades que el otro tiene y no desarrolla, y a veces simplemente quisieras que las desarrollara. Así que se lo dices, lo corriges, lo señalas, lo tratas de transformar, pero muchas veces lo que no haces es respetarlo: ¿Será que quiere transformarse? ¿En qué y cómo quiere transformarse? ¿Le estoy acompañando a descubrir quién es o le estoy exigiendo ser lo que quiero que sea?

Soy maestra y mamá, y he tenido que cuestionarme mucho estas cosas: ¿realmente ayudo cuando exijo lo que quizá el otro no busca ni quiere? ¿Será que realmente yo sé mejor que mis alumnos y mi hija lo que quieren y lo que les conviene? ¿Será que necesito bajarme de mi “estatus” y conocerlos, ver aquello que les interesa y tratar de comprender por qué? ¿Qué buscan? ¿Cuáles son las realidades sociales y humanas que hoy viven y que yo no viví? ¿Estoy dispuesta a acompañarlos en el descubrimiento de su propio camino o quiero señalarles el camino tal y como yo lo comprendo? ¿Mi camino tiene que ver con su realidad personal, sus deseos y aspiraciones? ¿Estoy aquí para ayudarles a ser quienes son o a que sean quienes yo quiero que sean?

La piedad es, ante todo y según comprendo, bajarte de tu “estatus” y comprender que la Verdad es más compleja que tu entendimiento. Y con ojos abiertos y mucha humildad, estar dispuesto a conocer al otro a partir de quien es y no quien creo debe ser. Es acompañar, pero también es dejarme acompañar. Después de todo, ahora sé que no lo sé todo y que el otro también tiene algo que enseñarme. Mi orgullo no cabe en esta ecuación. Todo lo contrario, estorba. Me impide ver la verdad que acompaña al otro. Me impide reconocer que simplemente no puedo saber qué es lo que más le conviene al otro, pero sí puedo ayudarle a buscarlo, si eso es lo que quiere. Y en el camino, dejarme acompañar y descubrir, yo también, quien soy y no sólo lo que soy capaz de hacer.

La piedad nunca se otorga desde la altura de “quien sabe lo que más te conviene”, sino desde la humildad de: “¿Qué es lo que necesitas de mí?”

La piedad es también entendida como devoción. Y sí, implica tener devoción a quien busco servir, no a las reglas que deben seguir quienes quiero cambiar. La devoción, aclaremos, no es “servir a lo tonto”. Y la piedad es tener devoción a quien sirvo, no pretender que me tengan devoción a mí y a mis reglas. Si entiendes la devoción como un amor desmedido que no cuestiona si algo es realmente necesario y que sólo busca cumplir, entonces, no entiendes la devoción.

Wikipedia define la devoción como “la entrega total a una experiencia, por lo general de carácter místico.” (2) ¿Te imaginas entregarte a la experiencia de aprender a encontrar la mejor manera de ayudarle a alguien a enseñarse a sí mismo a lograr algo? Debe ser, sin duda, una experiencia mística porque implica dejar ir más que aferrarnos a lo que debe ser. Es tener fe en el otro, aun cuando no haya indicativos de que hay algo en qué tener fe. Es ver el potencial de la semilla y no la insignificancia de su pequeñez. Es comprender que hemos de descubrir la belleza de lo que surja a partir de esa semilla, y no obligarle a ser rosa o roble o pasto, según creemos le conviene ser.

Una última reflexión es que nada de esto tiene sentido si no lo aplicamos a nosotros mismos. Implica tener humildad, bajarnos de nuestros estatus o sensación de “estar en lo correcto” y cuestionarnos si realmente estamos haciendo las cosas de la mejor manera para aquellos a quienes buscamos servir y amar. Implica cuestionarnos si lo que siempre hemos buscado como “lo correcto” es verdaderamente lo correcto para nosotros. Quizá yo no respondo a las exigencias “normales” y respondería mejor a las exigencias a las que “yo les de valor y significado”. Quizá cambiar para bien mío, implique buscar satisfacer mis necesidades y no lo que otros dicen que necesito cumplir para ser amada/o. Si el amor y la consecuente tolerancia, piedad, compasión, está condicionada a que seas de tal o cual manera, no te aman ni te tendrán compasión ni misericordia ni piedad cuando falles. Y nunca tendrán la intención de ayudarte a descubrir qué necesitas. Pero amarte a ti mismo, implica que tú mereces ayudarte a descubrir lo que necesitas y buscar dártelo, y no sólo enfocarte a obedecer y hacer lo que se te dice.

Jesús, mientras escribo me doy cuenta de los muchos errores que he cometido en la interacción con mi hija, mis alumnos y mis seres queridos. ¡Qué difícil es doblar la rodilla con humildad y levantar la mirada al Cielo e intentar ver las cosas desde la perspectiva de la piedad, la compasión y la misericordia! ¡Qué fácil es confundirlas con el orgullo de creer que ya sabemos lo que necesitamos saber y que sólo nosotros tenemos la Verdad y la experiencia, y que, por eso, precisamente por eso, son otros los que deben levantar la mirada para vernos y seguirnos! ¡Qué sean ellos quienes se agachen y obedezcan! ¡Qué triste es darnos cuenta de la manera en que hemos disminuido a otros porque simplemente no hemos sido capaces de bajarnos de nuestro “estatus” y quitarnos el saco del orgullo!

Perdónanos Jesús, Hijo de David, y ten piedad de nosotros. Dios único y eterno, ten piedad de nosotros. Espíritu Santo, Verbo de Vida y Amor, ten piedad de nosotros.

Te amo.

domingo, 19 de mayo de 2019

No son pendejadas

Photo by Timothy Eberly on Unsplash

“(Judas Macabeo) Expandió la fama de su pueblo, era un gigante cuando se ponía la coraza y tomaba sus armas para entrar en la batalla. Su espada protegía el campamento de Israel.” 1 Mac 3, 3

El comentario de la Biblia Latinoamericana (2005) a esta descripción de Judas Macabeo nos dice que tras tres siglos de contar sólo con los sacerdotes y los levitas como modelos de la fe, surge esta imagen del guerrero: “Para muchos”, explica, “el modelo del creyente viene a ser el combatiente que arriesga su vida para liberar a su pueblo, con las armas en la mano.”

Y dicen más, va más a fondo en torno a la importancia que este hecho tuvo y cómo cumplió una función, aun cuando la violencia no sea deseable ni se camino: “Es que la persecución brutal los llevó hasta el punto en que abstenerse de luchar significaba renunciar a todo lo que hacía del pueblo judío un pueblo diferente a los demás.”

Me identifico mucho con la imagen del soldado, el luchador, el combatiente. No sólo vengo de una familia militar y soy hija del ejército (mi padre es General de División retirado y mi madre fue Mayor Enfermera), sino que mi imaginación me ha permitido combatir mis demonios internos y mucho de mi progreso en esta constante lucha contra la depresión y la ansiedad, lo he logrado a partir de esta actitud combatiente.

Quiero decir que he podido hacer lo mismo en mi vida diaria. Pero reconozco que he sabido luchar poco por mí y mis necesidades en el mundo real. De algún modo saber que eres débil, y que cosas tan simples como levantarte y no quedarte en la cama, lograr ir a trabajar, o lavar los trastes, son triunfos enormes para mí, pero insignificantes para otros, me ha colocado en una constante exigencia y el agotamiento de esforzarme mucho para lograr lo mínimo necesario para ordenar la vida y conservar un trabajo.

De algún modo, tener que luchar tanto para lograr lo mínimo me ha hecho esforzarme mucho más. Soy, además, muy exigente conmigo misma. ¿Por qué? Porque tengo que aparentar que todo está bien, y eso me lleva a esforzarme mucho. Afortunadamente, o quizá deba decir, lamentablemente, termino haciendo bien las cosas, y en muchos trabajos he terminado teniendo que trabajar incluso más que mis pares. Si ven que puedes, entonces asumen que puedes con más. Y… lo haces. ¿Por qué?

Pues, ¿qué voy a decir? ¿No puedo, tengo problemas emocionales, la mayor parte del tiempo no quiero ni levantarme, ni intentarlo siquiera; si por mí fuera, yo no estaría viva? Todo trabajo me cuesta mucho esfuerzo y lo termino haciendo bien, pero es precisamente porque tengo que sentarme a organizarlo primero, darle sentido, buscar una estrategia que pudiera funcionar, realizarla, verificar hasta qué punto funcionó, idear una nueva. No me sale natural ni fácil. Mi cuerpo pesa, mi alma pesa, mi ánimo pesa, y sí, es verdad que ya en la dinámica del desempeño llego a sentirme bien y viva y alegre, pero no dura porque mucho de eso es el esfuerzo de lo que intento proyectar, más que lo que naturalmente existe.

¿Y luego para qué? ¿Quién lo valora? Así es la vida y todos lo hacemos. Sí, pero si tu cuerpo y tu alma es una carga más, y no una herramienta eficiente, cuesta mucho. ¿Te animarías a subirte a un auto en pobres condiciones físicas para tomar la autopista y hacer un viaje de ocho horas o diez o doce? Bueno, pues yo hago eso todos los días: viajes de ocho, diez o doce horas diarias de trabajo en un auto al que tengo que estarle revisando el aceite constantemente, tengo que cuidar su temperatura porque se sobrecaliente con facilidad, tengo que detenerme a cambiar la llanta, incluso he tenido que seguir adelante con llantas ponchadas. Y llego. Todos los días llego al final, completamente agotada, desanimada y triste. Gracias a Dios ya duermo más, imagina lo que llegó a ser casi no dormir bajo esas condiciones.

Por eso, la imagen de la princesa guerrera que llega al castillo de su Padre-Rey, por el que se esfuerza y lucha todos los días, por el que combate dragones y demonios y hechiceros y brujos, que dobla la rodilla y se rinde a sus pies, sólo para que el Rey la levante, le quite la espada, la armadura, y le pida que deje de cargar con toda esa fachada de fortaleza y sea, por un ratito, la niña necesitada de un abrazo, de un beso, de un “gracias por esforzarte tanto”… Esa imagen me acompaña y me da ánimo y me brinda paz y me permite pensar que vale la pena esforzarme por este SER maravilloso que es mi Padre, que es mi Vida, que es el Amor que tengo hacia mí y aquellas personas que amo.

Mi Padre me dice que todo vale la pena, que quizá el mundo no lo ve, pero Él sí, que su aliento me acompaña y su bendición está conmigo. Me dice que no tenga miedo y que hable de lo que necesito, porque no sólo lo necesito yo, lo necesitan muchas otras personas que no han logrado llegar al castillo. Personas que, como yo, sufren y tienen un peso enorme en el cuerpo y en el alma, y que necesitan ser vistas y reconocidas y aceptadas y amadas. Personas que no han tenido la fortuna de contar con mi imaginación o que ya han dejado de intentar imaginar nada a fuerza de enfrentarse a un mundo en el que lo único que importa es lo concreto, lo real y lo que puede verse. Y dado que la depresión, la ansiedad, los trastornos mentales, no pueden verse, terminan siendo señalados de flojos, tontos, tercos, negativos, absurdos y un montón de otras cosas que nadie quiere cerca porque a nadie sirven. Un mundo incapaz de recibirlas, abrazarlas, apoyarlas, comprenderlas. Un mundo en el que eres desechable si no eres eficiente, en los términos en que ellos comprenden la eficiencia, no en los términos en que la demuestras y la vas desarrollando por tu cuenta.

Un mundo “en competencia”, no de “competencias”. Quiero decir, enfocado a ganar-perder, perder-ganar, perder-perder, o ganar-ganar… pero nunca en acompañar, ayudar, apoyar el desarrollo del individuo, a partir de quién es y lo que puede hacer, no de quien me “conviene” que sea para “competir y buscar el resultado solamente”.

Hace tiempo hice un cuento que se llama “Escoge tus batallas”. Tiene siete partes, pero para mi la primera es la mejor. Cuando digo que es la mejor, no quiero decir que es necesariamente “buena”, aunque reconozco que creo que sí tiene valor. Para mí es la mejor porque… Les comparto la mejor parte de mi cuento de magia:

Nuestra princesa-guerrera está completamente derrotada y cansada, su Padre le recomienda escoger sus batallas: “No pretendas ganarlas todas. Escógelas, escógelas bien”, le dice. Ella quiere preguntarle: ¿Cómo sé qué batallas ganar y cuales dejar ir? Pero no se atreve porque…

«…adivinaba que su Rey, su Padre, le diría algo así como “escucha a tu corazón.” Y su corazón ya se había equivocado tantas veces, que escucharlo había dejado de ser una opción. Si le salía con esa frasecita hecha, la fantasía se iba a ir al carajo. Y hoy tiene ganas de soñar. Lo último que necesita es un balde de agua fría que le recuerde que el mundo no es un lugar fantástico, que sus monstruos y demonios son problemas reales que necesitan soluciones prácticas y no ilusiones, y que lo mejor que puede hacer es ponerse a trabajar en lugar de estar escribiendo pendejadas.

«Pero entonces su Padre, su Rey, se detuvo y la miró directamente a los ojos. Había adivinado sus pensamientos, y de golpe, la tomó de un abrazo y le susurró al oído. Mi niña, no son pendejadas. El mundo sí es un lugar fantástico y los monstruos y demonios sí pueden vencerse con la imaginación. No vuelvas a reducirnos a un cuento sin sentido. Tú y yo no lo somos. Soy tu Dios y tú mi hija, y si es así como necesitas que nos relacionemos, sea pues. Yo sé jugar el papel que mejor te convenga. Hoy soy tu Rey y tu Padre, vivimos en un castillo y has venido a contarme que te sientes vencida. Y yo puedo restaurar tu ánimo y puedo cambiar tu perspectiva. Y a pesar de que jugamos a ser lo que no somos, somos lo que jugamos a ser. No lo olvides: Tú eres mi hija y yo tu Padre. ¿Y qué padre no juega con sus hijos y los llena así del amor y la fortaleza que necesitan para enfrentar la vida? Vamos, no rompas la magia y sé la niña que eres. Mi niña, mi amor. »

Bendito sea Dios que me ha dado la capacidad de imaginar. Benditos sean mis padres que me enseñaron que ser un soldado, luchar por ideales y mostrar ética y valor. Gracias a las miles de historias de guerreros y luchas que alimentan mi imaginación y la de tantas personas. Gracias a Carl Jung, psicoanalista, que le dio sentido a todos estos mitos, leyendas y cuentos para descubrir en ellos caminos de realización, viajes al interior de la psiquis, estrategias de acción y posibilidades de respuesta, ante situaciones que parecen no tenerla. Gracias a Jordan Peterson, psicólogo clínico, que nos habla con la verdad y nos anima con ella: la vida es difícil, es dura y hay mucha soledad, pero se puede asumir responsablemente, lo cual no significa que cierres los ojos y digas cosas positivas hasta el cansancio. Eres un ser humano inteligente y capaz, y puedes, incluso en tus ineficiencias, aprender algo bueno y mejorar, aunque sea un poco. De modo que no subestimes lo que puedes lograr, y no te compares con nadie.

Bendito sea Dios Padre Todo Poderoso, Dios Hijo, Amigo y Compañero, Dios Espíritu Santo, Alivio, Paz y Dulzura. Te amo.



Escoge tus batallas: http://amidacastro.blogspot.com/2010/10/escoge-tus-batallas.html

sábado, 18 de mayo de 2019

Somos polvo

Photo by Austin Ban on Unsplash

“Sepan pues que, de generación en generación, los que esperan en Dios no serán vencidos. No teman las amenazas de un hombre que va en contra de Dios, porque su gloria terminará en la basura y en la podredumbre. Hoy lo honran, pero mañana ya nadie lo conoce; volverá al polvo de donde salió y nada quedará de sus proyectos.” 1 Mac 2, 61-63

Estas palabras pueden decirse de dos maneras: con fe y convicción, y con resentimiento e incluso odio.

Exploremos la segunda opción. Podemos estar tan lastimados, dolidos, enojados, frustrados, resentidos, que nos lamemos las heridas mientras pensamos en la manera en que “somos mejores” que aquellas personas que nos han herido: “su gloria terminará en la basura y en la podredumbre”, nos decimos. Pensamos: “ese honor que todos le dan hoy y que a mí se me niega, se convertirá en nada, porque el/ella es nada. Son personas vacías, sin valor, sin valores, sin consideración y sin alma. Polvo, son polvo.”

Esta actitud es la que generalmente empleamos. Nos lastiman y los “sin vergüenza” son ellos. No sólo somos mejores, sino que, si está en nuestras manos, los obligaremos a someterse a nosotros y nuestra voluntad. Unos párrafos antes de esta cita, se nos dice que Matatías y quienes lo seguían: “…fueron organizando su ejército. Comenzaron después a descargar su cólera sobre los renegados, y su furor sobre los que habían abandonado la Ley. […] Llevaron a cabo expediciones para destruir los altares y circuncidar a la fuerza a los niños no circuncidados que encontraban en el territorio de Israel.” 1 Mac 2, 44-46

Así, seguir la Ley puede significar obligarnos y obligar a otros a hacer lo que sea que interpretamos como “correcto”, sin consideración de ningún tipo, sin tomar en cuenta absolutamente nada. De este modo, nos convertimos en exactamente lo mismo que pretendemos combatir: seres humanos totalmente intolerantes.

Exploremos ahora la primera opción: la fe y convicción. La cita nos dice: “Sepan pues que, de generación en generación, los que esperan en Dios no serán vencidos.” ¿Quiere esto decir que no tendremos derrotas, que siempre ganaremos, que estamos “a priori” en lo correcto? No. Claro que no. Eso es ego.

Quiere decir que comprendemos que la derrota nunca es absoluta. Precisamente por eso, nos damos el permiso de caer, de decir “ya no puedo”, de darnos el tiempo de lamer nuestras heridas sin rumiar nuestras penas y venganzas. Quiere decir que nos permitimos estar “vencidos” y al hacerlo, al darnos ese permiso de llorar, sufrir, lamentarnos, enojarnos, gritar nuestras penas, la derrota empieza a tener un sentido mayor porque aceptarla nos permite asumir nuestras debilidades, nuestros defectos y nuestros errores. Y al hacerlo, hemos ganado experiencia, humanidad y capacidad para responsabilizarnos, no de lo que “los demás TIENEN QUE cambiar”, sino lo que nosotros NECESITAMOS mejorar.

La cita nos dice: “No teman las amenazas de un hombre que va en contra de Dios, porque su gloria terminará en la basura y en la podredumbre. Hoy lo honran, pero mañana ya nadie lo conoce”. Y en lugar de colocarnos en el lugar de quien recibe las amenazas, nos damos cuenta de que necesitamos evitar convertirnos en la persona que emite las amenazas. Hay coraje, sí. Hay pena, sí. Hay sufrimiento, sí. Lo que no podemos darnos el lujo de hacer es asumir todo eso como un “permiso” para amenazar al ser, a nuestros hermanos, a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros compañeros, a nuestros amigos, vaya, ni siquiera a nuestros enemigos. Si lo hiciéramos, no seríamos más que la misma basura y podredumbre que nos colocó en esta situación de desesperanza. Si lo hiciéramos, perpetuaríamos el dolor, buscando provocarlo en otros.

De modo que no hay que temer a las amenazas. Hay que temerle a Dios. Temer lastimar al SER de otros. Temer convertirnos en personas que sólo buscan honor y reconocimiento. Temer trabajar sólo para la apariencia del honor y el reconocimiento. Porque si lo piensas realmente: no hay honor ni reconocimiento más grande que ser amado y amar. Si recibo amor y soy capaz de darlo, ya no tendrá importancia que te aplaudan o te alaben. Así que mejor aprende a amar y aprende a recibir amor. Porque si hoy estás vencido y lastimado, muy probablemente es porque no has sabido amar ni has sido capaz de recibir amor. Buscas ganar, vencer, tener la razón. Y no se puede tener la razón y amar. O se busca ganar, o se ama.

La cita nos dice: “Volverá al polvo de donde salió y nada quedará de sus proyectos.” Y al hacerlo, nos muestra la salida de ese lugar de tinieblas en el que nos hemos sumergido: La salida no es pretender ganar, tener la razón, obligar a otros a reconocernos. La salida es reconocer nosotros que, frente a Dios, frente al SER, frente al Amor y la Verdad y la Vida, somos polvo. Que nuestros proyectos no pueden ser nuestra búsqueda de gloria, sino la búsqueda de la gloria de Dios, del SER, del Amor y la Verdad y la Vida.

Esto implica doblar la rodilla y someternos a la voluntad de Dios, no a la nuestra. Implica dejar de pretender que los demás sometan su voluntad a nuestras necesidades y lo que nosotros creemos es verdadero y absoluto. Implica asumir la búsqueda de esos satisfactores por nuestra propia cuenta. No implica elevar nuestro ego y decir que lo haremos por nosotros mismos. No, claro que no. El ego siempre es una trampa.

Implica reconocer que más que necesitar que otros sean comprensivos y solidarios, nosotros necesitamos convertirnos en la clase de persona que pueda brindar apoyo y no sólo exija resultados.

Porque la realidad es esta: esas personas desinteresadas, dispuestas a amarte tal y como sea que eres, dispuestas a aceptarte tal y como eres, dispuestas a ayudarte y acompañarte en tus luchas y pesares y dolores; no existen, o son tan escasas que no has logrado encontrarlas. De modo que tendrás que hacerlo tú, y tendrás que hacerlo, antes que nadie, contigo mismo. Tendrás que aprender a exigirte, con amor; a hablarte con ternura, pero siempre con la verdad de por medio y nunca para permitirte el lujo de vanagloriarte en tu desgracia. Tendrás que cambiar tu visión de las cosas y aprender a ver la “Gloria” no como un “tener la razón, ganar o contar con la aprobación de otros” sino como un aprendizaje logrado a partir del reconocimiento de la derrota.

Por eso la cita nos dice: “Sepan pues que, de generación en generación, los que esperan en Dios, no serán vencidos”. Quien ya es polvo y vive arrodillado no puede perder. Sólo le queda ganar con cada experiencia, con cada aprendizaje, con cada error, con cada voluntad sometida. Sólo le queda aprender a amarse tal y como es, con defectos, errores, incompetencias y limitaciones. Sólo le queda aprender a ser mejor, no perfecto, no inalcanzable, no mejor que otros, sólo “mejor persona” que la que fue ayer.

Jesús, enséñame a doblar la rodilla, a someterme a la pérdida total, a aceptar que no seré aceptada por quienes no quieren aceptarme, a llorar mi dolor, y surgir del polvo de mis ineficiencias para levantarme con el soplo de tu aliento y elevarme, no como lo hace la montaña, sino como lo hace la arena: más allá de los límites de la percepción, donde Tú habitas.

Te amo.


lunes, 13 de mayo de 2019

Que sea tu Palabra

Photo by JJ Jordan on Unsplash

Matatías y sus hijos se rebelaron en contra de los extranjeros que les exigían seguir a otros ídolos y sacrificar a otros dioses. No fueron los únicos. Hubo también quienes se rebelaron, pero fueron atacados en día sábado. Como sabemos, el sábado es santo y no se realizan actividades, por lo que no se defendieron: “Ellos se negaron a responder, a lanzar piedras o a formar barricadas en sus escondites: «Muramos todos, decían, así nadie nos reprochará algo; el cielo y la tierra son testigos de que ustedes nos matan injustamente».” 1 Mac 2, 36-37

Matatías, sus hijos y aquellos que se les unieron “se dijeron entre sí: «Si hacemos lo mismo que nuestros hermanos, si no nos defendemos de los paganos para salvar nuestra vida y nuestras observancias, muy pronto nos eliminarán de este país». Por eso tomaron ese mismo día esta decisión: «Si alguien viene a atacarnos un día sábado, lo enfrentaremos y no nos dejaremos aplastar como lo hicieron nuestros hermanos que murieron en sus refugios».” 1 Mac 2, 40-41

¿Está la ley por encima de la vida y la verdad? ¿O es la vida y la verdad el espíritu de la ley? ¿Qué debo respetar, la ley o el espíritu de la ley?

Me he estado escondiendo de Dios. Quisiera buscar que algunas de las leyes, reglas, formas de actuar comunes en mi medio ambiente cambien para dar vida al espíritu de la ley, pero implica dejar de lado algunas leyes y señalar, lo que considero, son errores, y graves errores, serios errores.

Así, el espíritu de la ley que alcanzo a percibir me pide acciones que no estoy segura pueda realizar y que, aun pudiendo realizarlas, no sé si quiero pasar por eso. Quizá sea más fácil, como lo fue para muchos de los judíos de la época de Matatías, callarme la boca y no decir nada: sacrificar lo que se me pida sacrificar y a quien se me pida sacrificar. Guardar silencio es, generalmente, lo más sensato. Como dice el dicho: Dónde manda capitán no gobierna marinero, y yo, lo tengo muy claro, no soy más que marinero. Se requiere ser un capitán muy sensible para saber escuchar a un marinero, y mi experiencia es que la sensibilidad de los capitanes suele estar nublada por el puesto.

Mis oraciones no son buenos deseos ni son intenciones bonitas, son manifestaciones de lo que creo, y por ende, busco a través de ellas dar sentido a mi vida tanto en significado como en dirección.

Mas, ya no he tenido la fuerza para hacerlas con la frecuencia de antes. Quiero esconderme de ellas y de… mi vida. Eso es lo que significa para mí esconderme de Dios: no escribir, no intentar vivir lo que escribo. Porque lo que escribo me señala un camino hacia la acción y la propuesta, lo cual suena bien en teoría, pero... implica enfrentar el juicio de la ignorancia. ¿Y cuándo se ha visto que la ignorancia sea buen juez? No suele serlo.  

La verdad es que quiero darme por vencida. Quiero… al igual que los judíos inconformes y no dispuestos a sacrificar a nadie: negarme a seguir y dejar que me maten. Hablo en metáfora, claro. Nadie va a tomar una espada y me va a matar literalmente. Pero…

Dejar que me maten equivale a no levantar la voz, y, por ende, dejar de existir. Es no reflexionar sobre lo que sucede en mí y a mi alrededor y no hablarlo, y dejar de existir. Después de todo, pienso, luego existo. Hablo lo que pienso, luego existo. Hago lo que pienso, luego existo.

Lo curioso es que, a pesar de que alcanzo a darme cuenta de que la muerte sería no pensar, no hablar, no decir, y que eso depende de mí y no de ellos, me escuchen o no… les tengo miedo. El miedo surge porque… bueno, Jesús también hablo y no le fue muy bien. No siempre nos va bien cuando hablamos. No siempre nos va bien.

Además, mi experiencia me dice que no necesariamente me va a ir bien porque ya habré sido juzgada incluso antes de empezar a hablar. ¿Qué puede decir alguien con un trastorno mental depresivo y ansioso? ¿Acaso no el problema está en ese alguien y no en quienes están “bien”? ¿Qué puede aportar una “enferma”? Los juicios, en este mundo, no son difíciles de predecir.

Así que, quisiera darme el lujo de sentarme cómoda en mi butaca del silencio, y dejar que se haga lo que sea con quien sea, como sea. No es mi problema, después de todo. Y quisiera yo también lavarme las manos en lugar de ensuciarme los pies recorriendo el camino que Jesús me señala como una posibilidad para liberarme y liberar a otros de estigmas y sufrimientos a solas y en silencio.

Y como quiero hacer eso, me he escondido de Dios. Cómo si eso fuera posible, como si no me mantuviera despierta en las noches ni me dejara con hambre durante el día. Como si la ansiedad de verdad pudiera desaparecer con sólo ignorarla, sonreír, y decirle a todo el mundo que estoy bien.

Jesús, dame lo que sea que necesite para dejar de esconderme de ti y de la verdad que me pides exprese. Dame el valor de hablar con la verdad que vivo, y decir lo que tengo que decir. Dale a quienes me escuchen oídos capaces de percibir no sólo palabras ni intenciones, sino caminos y propuestas que, aunque pueden implicar un trabajo adicional, pueden también significar una mejora personal y humana. Ayúdanos a no sentirnos juzgados cuando lo que se busca es la mejora. No podemos mejorar sin juicio, pero tampoco podemos avanzar cuando todo es juicio y sólo hay eso: juicio.

Que sea tu Palabra de Vida y Amor la que nos mueva, Señor nuestro, Dios todo poderoso, Espíritu de Verdad, Hijo del Hombre, Dios Vivo. Que sea tu Palabra de Vida y Amor la que nos mueva.

Te amo.


martes, 7 de mayo de 2019

Carta a un padre en duelo por un suicidio

Recibí un mensaje de un querido amigo ayer en la noche, pero no lo leí hasta hoy a las cuatro de la mañana que me levanté al baño y alumbré el camino con el celular. Era uno de esos mensajes que te sacuden el alma y te rompen el corazón, y lamenté no haberlo visto antes, no haber respondido antes. Pero sé muy bien que a veces no puedes responder a tiempo, y eso no debe evitar que busques hacer la culpa a un lado para darle un espacio a la acción, la compasión y el amor.

El mensaje decía:

"Te escribo porque no sé cómo confortar a un gran amigo por la pérdida de su hija: se suicidó esta madrugada."

Yo tampoco sé cómo confortar a nadie cuando muere un ser querido, y aunque no lo conozco, no pude volver a acostarme y dormir. Necesitaba decirle algo, necesito decirte algo a ti también. Necesito decirles a todos algo. He aquí lo que dije, lo que necesito decirte:

Hola:

No te conozco y esta carta va a ser para ti una sorpresa. ¿Por qué me escribe esta mujer que no sabe quién soy ni sabe quién era mi hija? Bueno, pues porque a pesar de que no te conozco, sí sé, un poco al menos, quién era tu hija, la dignidad que tiene, y la vida que en nuestro Señor Jesucristo ha encontrado. Y quiero que sepas algunas cosas que nadie nos dice sobre el suicidio para que, aún en el dolor, puedas ver a tu hija como la ve Dios: como el ser humano valiente, digno y luchador que es.  

Para mí, es muy importante que sepas el valor tan grande que tiene tu hija y la manera en que a partir de hoy se convierte para mí y para muchos en una luz que nos ha de guiar a una mejor existencia. Por eso, a pesar de que no me conoces, quisiera que me dieras la oportunidad de hablarte por un momento, y le pido al Espíritu Santo que me ayude a encontrar las palabras para hacerlo.

Vivo con depresión y ansiedad desde muy chica. Sé lo que es estar frente a la muerte e intentar quitarme la vida. Conozco toda la enorme cantidad de tonterías que solemos creer en torno al suicidio y todas ellas, te lo puedo asegurar, no sólo son tonterías, sino que son inútiles y no ayudan a nadie.

Mucho se dice que el suicidio es una salida fácil, una cobardía, un pecado, un intento de venganza, en fin, tantas cosas tan equivocadas. Casi nadie se da cuenta de que el suicidio es exactamente igual que morir de cáncer, por ejemplo, o morir ante un accidente demasiado aparatoso como para poder haber salido con vida. A nadie se le ocurriría culpar a una persona por haber muerto de cáncer o haber muerto en un accidente. Nadie diría que si murió de cáncer o en un accidente fue porque tomo el camino fácil, fue cobarde, lo hizo a propósito y por lo tanto es un pecado, o quería vengarse de alguien más.

Por eso, te pido, te suplico, que no escuches a alguien que te diga que tu hija fue cobarde o cometió un pecado. Ella sufría y mucho. Y te aseguro que Dios, que su hijo Jesucristo y el Espíritu Santo estaban a su lado, sosteniéndola, abrazándola, comprendiéndola y que, muy a pesar de que hicieron todo lo que pudieron para darle un soplo de vida y ayudarla a continuar, la vida simplemente se escapó de sus manos, como llega a escaparse de cualquier persona que sufre una enfermedad o tiene un horrible accidente.

El suicidio es el fin de una lucha tan digna y humana como lo es luchar contra cualquier enfermedad. También puede ser el resultado de eventos desafortunados que llegan con tal fuerza y descontrol que son prácticamente inevitables, tal y como lo puede ser un accidente automovilístico. Y ante eventos como estos, ante realidades como estas, no ayuda culpar a nadie: ni a quien ha muerto ni a quienes nos hemos quedado con vida.

En este camino de enfrentar la muerte como una realidad constante en mi vida, te puedo asegurar que Jesucristo, en esa cruz tan cruel y horrible por la que tuvo que atravesar, luchó con tu hija, estuvo con tu hija, sufrió con ella y también murió por ella.

Porque hace falta recordarlo: todos morimos. Incluso Jesús, hijo de Dios, murió. Y también te lo puedo asegurar: esa muerte de cruz de Cristo, no fue en vano.

Suelen decirnos que Jesucristo murió por nuestros pecados, pero, aunque es verdad, no es precisamente así: Jesucristo no murió por la culpa del pecado, más bien, dejó que nuestras culpas murieran en la cruz, para permitirnos recuperar nuestra dignidad y honor perdido por la tragedia de la muerte. Porque en esa cruz Jesús nos pide que dejemos morir nuestras culpas. Y hoy te pido que coloques en esa cruz todo tu dolor, tu pesar, tu pena y cualquier culpa que creas que tienes o tuvo tu hija, y confíes en que Dios ha tomado a tu hija en sus brazos y le ha dado vida eterna.

Tu hija, tu adorada niña, es para mí un ser humano hermoso que simplemente se nos adelantó. Y eso, claro, duele horrores. Pero si hemos de darle dignidad a su muerte, que sea a través de la vida que Dios le ha dado hoy, y a los cambios de vida que hemos de hacer muchos de nosotros para mostrar más empatía, comprensión y para tener la oportunidad de honrar su vida a través de cambios significativos en la nuestra.

Por mi cuenta, aunque no la conocí, mi vida, el resto de mi vida y de mi existencia, la dedico a ella y otros que como ella sufren por tanta mala información que hay en torno a los trastornos mentales y emocionales que llevan a tantas personas a morir. Te dedico a ti y a tu familia mi trabajo y el empeño que pondré en contribuir a que más personas comprendamos que culpar a otros de sus debilidades, defectos y penas, no ayuda.

Te pido, te suplico, que si además del dolor, llevas en ti alguna culpa, se la entregues a Jesús y le permitas que esa culpa muera en su cruz. No tiene caso culpar a nadie. La culpa juega un papel enorme en todo trastorno mental y emocional, en las dinámicas sociales que creamos y que nos llevan a la soledad y la desdicha. No dejes que la culpa te devore, porque tu hija no quiere eso. Ella sabe lo que pesa y lo que duele. No alimentes el mal que nos consume a todos. Cada que sientas la espina de la culpa, cierra los ojos y entrégasela a Dios. No te culpes ni culpes a tu hija. No culpes a esta sociedad que es lenta en comprender. No culpes a las circunstancias, después de todo, ¿quién puede controlarlas en su totalidad?

Le pido a Dios te sostenga también a ti y a tu familia. También a ustedes dedico mi trabajo y mi esfuerzo. También a ustedes les pido que nos ayuden a combatir el verdadero mal de este mundo: la culpa. ¿Cómo? Negándose a cargarla o a ponérsela encima a otros.

Cuando alguien muere solemos decir: que Dios la tenga en su Gloria. Bueno, yo te voy a decir que DIOS YA LA TIENE EN SU GLORIA. Me atrevo a decirlo porque conozco a Jesús y sé todo lo que carga por nosotros, comprendo todo lo que hizo para dejar morir en nuestras vidas y pesares la culpa, y sé que lo único que tenemos que hacer es entregar en sus manos esa culpa tan dañina y permitirle transformar una muerte, un dolor, un accidente, unas circunstancias desafortunadas, en la esperanza de una vida más plena, más llena de luz en presencia de Dios.

Así que recuerda a tu hija como la luz que es, y no como la desdicha que fue su muerte. Recuérdala y honra su existencia como la alegría que trajo a tu vida, y no la juzguemos por sus debilidades, que finalmente, no existieron del todo, porque, te lo aseguro, hay que ser muy valientes para enfrentar cualquier mal que nos confronte con la muerte. Y ella lo hizo tanto como pudo.

Tu hija es un ser humano digno y valioso ante los ojos de Dios. Una persona que luchó y que ahora comparte la dicha de la Gloria de Dios. No hay culpa ni pena en ella, ya no.

Y si bien hoy te despides de ella, eso no significa que se ha ido para siempre. Vive en ti y en la dignidad con que vivas tu propia vida. Vive en ti y en la decisión que todos los días tomes para ser un ser humano un poco más humano cada día. Ella es sinónimo de esperanza. Deja que toque tu corazón y si has de llorar, llora, si has de gritar, grita, pero nunca la culpes ni te culpes.

Que sea el amor que todo lo perdona lo que te una a ella. Y si por ahora aún no logras ver la luz por tanta obscuridad en la que estás inmerso, recuerda que basta con que la mires y la veas como la hija de Dios digna y hermosa que es, para que encuentres la dicha de haber tenido la fortuna de ser su padre.

Eso, haber tenido la fortuna de ser su padre, es una dicha que no todos tuvieron pero que tú tienes. Vive esa dicha y compártela con ella en amor y perdón. Es ahí, en el amor y el perdón, donde está la esperanza y dónde ella y todos nosotros, encontramos la paz. Porque es ahí, en el amor y el perdón, donde está la Gloria de Dios.

Dios te ama y bendice, y yo también.

Amida.