domingo, 26 de mayo de 2019

El orgullo no cabe en esta ecuación


Photo by Rémi Walle on Unsplash


“Judas les respondió: «No es difícil que muchos hombres sean vencidos por unos pocos. Para el Cielo da lo mismo conceder la salvación con muchos hombres o con unos pocos; sepan que en la guerra la victoria no es de los más numerosos, sino que la fuerza proviene del Cielo. Es el orgullo y la impiedad que los llevan, porque quieren acabar con nosotros, nuestras mujeres y nuestros hijos, y apoderarse de nuestros bienes. Nosotros, en cambio, defendemos nuestras vidas y nuestras leyes, y el Cielo los hará añicos ante nuestros ojos. ¡No les teman, pues!” 1 Mac 3, 18-22

Este texto me recuerda una cosa: necesitamos cuidar nuestras motivaciones. Si algo ha de moverte, cuida que no sea el orgullo y la impiedad.

El orgullo, el ego lastimado, siempre utiliza la impiedad como arma. Justifica sus excesos de “bondad”, de “corrección”, de “disciplina”, cuando lo que realmente sucede es que necesita mantener a raya al otro, demostrarle quién manda, hacerle ver que su única función en la ecuación de su relación es obedecer. La “impiedad” es cruel precisamente porque deja de ver al otro como otro, y en su lugar lo ve como un instrumento de su acción o un resultado de su poder. Hablo de la acción y el poder del orgullo de quien ostenta dicha acción y poder de ordenar, señalar, corregir, disciplinar.

Pero la disciplina del Cielo no se enfoca en el orgullo personal. Su fin es vivir y su arma es la piedad.

¿Qué es la piedad? En Wikipedia encontramos que: “La palabra piedad viene de la palabra pietas latina, la forma del sustantivo del adjetivo pius, que significa devoto o bueno. Se define la pietas como un sentimiento que impulsa al reconocimiento y cumplimiento de todos los deberes, no solo para con la divinidad, los padres, la patria, los parientes, los amigos, sino para con todo ser humano.” (1)

La piedad ha sido considerada como un sinónimo de misericordia y compasión, pero también de lástima y conmiseración. De ahí que quien ostenta algún tipo de poder le sea fácil disfrazar sus excesos de “poder” con la búsqueda de la “bondad”, cuando lo que realmente hace es lastimar al otro con su orgullo. ¿Por qué? Porque sus acciones las realiza desde la altanería de su “posición” incapaz de ver al otro más que a partir de su miseria, sus defectos, sus incapacidades.

Esa es la conmiseración: ver al otro con ojos de miseria. La miseria, claro, está en los ojos de quien ve, no de quien es visto. Pero el orgullo es incapaz de reconocerlo así. El orgullo lleva a quien ve a pensar: yo tengo la razón, mis formas son las correctas, y mis instrumentos de medición no pueden ni deben cuestionarse.

La misericordia, un sentir más cercano a la piedad, es muy diferente. Implica “ser cordial con la miseria del otro”. Implica, al igual que la compasión, comprender que las deficiencias del otro no lo definen. Sólo son deficiencias que, en algunos casos, pueden corregirse y mejorar, y en otros, simplemente no. Ahora bien, el fin no es cambiar nada: sino acompañar. De ahí que se busque ser cordial, ser educado, mostrar empatía, amabilidad. Después de todo, la intención no es cambiarte sino acompañarte en tu trayecto. El cambio se dará a partir del trato que recibas y que me obligue a darte a partir del amor y la amistad que decida ofrecerte. Y el cambio se dará primero en quien quiere mostrar misericordia, piedad, compasión. Y se dará porque se verá obligado a mantener a raya su orgullo.

Cuando acompaño con pasión, soy com-“pasivo”. Mis acciones no están encaminadas a que cambies, sino a acompañarte en tu vivir, tu alegría, tu sufrir y en la búsqueda de tus necesidades. Mis acciones son “pasivas” precisamente porque no quiero forzarte a cambiar según mis estándares de lo que sería un cambio positivo en ti. Y sólo son pasivas, no agresivas-pasivas. No son cuchillitos de palo. Son honestas expresiones de empatía.

En vez de eso, de buscar cambiarte, la piedad busca acompañarte a descubrir quién eres y qué deseas cambiar en ti. O así debería de ser, pero solemos creer lo contrario. Solemos creer que amar significa “señalarle al otro lo que tiene que cambiar”, incluso, disciplinarlo, corregirlo, castigarlo. Y todo eso no es que esté mal, es que primero necesitamos dejar establecido que eso es lo que el otro quiere. Ayudarle a definir lo que quiere, y entonces sí, acompañarlo a definir las estrategias que necesita seguir para acercarse a lo que quiere.

Todo esto suena bien en papel (o en pantalla), pero es difícil. Porque amar también es ver las capacidades que el otro tiene y no desarrolla, y a veces simplemente quisieras que las desarrollara. Así que se lo dices, lo corriges, lo señalas, lo tratas de transformar, pero muchas veces lo que no haces es respetarlo: ¿Será que quiere transformarse? ¿En qué y cómo quiere transformarse? ¿Le estoy acompañando a descubrir quién es o le estoy exigiendo ser lo que quiero que sea?

Soy maestra y mamá, y he tenido que cuestionarme mucho estas cosas: ¿realmente ayudo cuando exijo lo que quizá el otro no busca ni quiere? ¿Será que realmente yo sé mejor que mis alumnos y mi hija lo que quieren y lo que les conviene? ¿Será que necesito bajarme de mi “estatus” y conocerlos, ver aquello que les interesa y tratar de comprender por qué? ¿Qué buscan? ¿Cuáles son las realidades sociales y humanas que hoy viven y que yo no viví? ¿Estoy dispuesta a acompañarlos en el descubrimiento de su propio camino o quiero señalarles el camino tal y como yo lo comprendo? ¿Mi camino tiene que ver con su realidad personal, sus deseos y aspiraciones? ¿Estoy aquí para ayudarles a ser quienes son o a que sean quienes yo quiero que sean?

La piedad es, ante todo y según comprendo, bajarte de tu “estatus” y comprender que la Verdad es más compleja que tu entendimiento. Y con ojos abiertos y mucha humildad, estar dispuesto a conocer al otro a partir de quien es y no quien creo debe ser. Es acompañar, pero también es dejarme acompañar. Después de todo, ahora sé que no lo sé todo y que el otro también tiene algo que enseñarme. Mi orgullo no cabe en esta ecuación. Todo lo contrario, estorba. Me impide ver la verdad que acompaña al otro. Me impide reconocer que simplemente no puedo saber qué es lo que más le conviene al otro, pero sí puedo ayudarle a buscarlo, si eso es lo que quiere. Y en el camino, dejarme acompañar y descubrir, yo también, quien soy y no sólo lo que soy capaz de hacer.

La piedad nunca se otorga desde la altura de “quien sabe lo que más te conviene”, sino desde la humildad de: “¿Qué es lo que necesitas de mí?”

La piedad es también entendida como devoción. Y sí, implica tener devoción a quien busco servir, no a las reglas que deben seguir quienes quiero cambiar. La devoción, aclaremos, no es “servir a lo tonto”. Y la piedad es tener devoción a quien sirvo, no pretender que me tengan devoción a mí y a mis reglas. Si entiendes la devoción como un amor desmedido que no cuestiona si algo es realmente necesario y que sólo busca cumplir, entonces, no entiendes la devoción.

Wikipedia define la devoción como “la entrega total a una experiencia, por lo general de carácter místico.” (2) ¿Te imaginas entregarte a la experiencia de aprender a encontrar la mejor manera de ayudarle a alguien a enseñarse a sí mismo a lograr algo? Debe ser, sin duda, una experiencia mística porque implica dejar ir más que aferrarnos a lo que debe ser. Es tener fe en el otro, aun cuando no haya indicativos de que hay algo en qué tener fe. Es ver el potencial de la semilla y no la insignificancia de su pequeñez. Es comprender que hemos de descubrir la belleza de lo que surja a partir de esa semilla, y no obligarle a ser rosa o roble o pasto, según creemos le conviene ser.

Una última reflexión es que nada de esto tiene sentido si no lo aplicamos a nosotros mismos. Implica tener humildad, bajarnos de nuestros estatus o sensación de “estar en lo correcto” y cuestionarnos si realmente estamos haciendo las cosas de la mejor manera para aquellos a quienes buscamos servir y amar. Implica cuestionarnos si lo que siempre hemos buscado como “lo correcto” es verdaderamente lo correcto para nosotros. Quizá yo no respondo a las exigencias “normales” y respondería mejor a las exigencias a las que “yo les de valor y significado”. Quizá cambiar para bien mío, implique buscar satisfacer mis necesidades y no lo que otros dicen que necesito cumplir para ser amada/o. Si el amor y la consecuente tolerancia, piedad, compasión, está condicionada a que seas de tal o cual manera, no te aman ni te tendrán compasión ni misericordia ni piedad cuando falles. Y nunca tendrán la intención de ayudarte a descubrir qué necesitas. Pero amarte a ti mismo, implica que tú mereces ayudarte a descubrir lo que necesitas y buscar dártelo, y no sólo enfocarte a obedecer y hacer lo que se te dice.

Jesús, mientras escribo me doy cuenta de los muchos errores que he cometido en la interacción con mi hija, mis alumnos y mis seres queridos. ¡Qué difícil es doblar la rodilla con humildad y levantar la mirada al Cielo e intentar ver las cosas desde la perspectiva de la piedad, la compasión y la misericordia! ¡Qué fácil es confundirlas con el orgullo de creer que ya sabemos lo que necesitamos saber y que sólo nosotros tenemos la Verdad y la experiencia, y que, por eso, precisamente por eso, son otros los que deben levantar la mirada para vernos y seguirnos! ¡Qué sean ellos quienes se agachen y obedezcan! ¡Qué triste es darnos cuenta de la manera en que hemos disminuido a otros porque simplemente no hemos sido capaces de bajarnos de nuestro “estatus” y quitarnos el saco del orgullo!

Perdónanos Jesús, Hijo de David, y ten piedad de nosotros. Dios único y eterno, ten piedad de nosotros. Espíritu Santo, Verbo de Vida y Amor, ten piedad de nosotros.

Te amo.

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