domingo, 2 de junio de 2019

Desenrollar el Libro de la Ley



“Se desenrolló el Libro de la Ley para hallar ahí respuestas, las mismas que los paganos pedían a sus ídolos.” 1 Mac 3, 48

Hallar respuestas. ¿Alguna vez has necesitado respuestas al grado de que las buscas con desesperación? ¿O eres de aquellas personas dichosas que nunca han necesitado ver para creer?

Si lo eres, te felicito y me alegro por ti. ¡Qué bonito debe ser! Debo reconocer que durante mucho tiempo te envidié. Yo quería ser feliz así de fácil, así de simple: cerrar los ojos y creer.

Pero si no lo eres, te felicito también, y no sólo me alegro por ti. Creo, en verdad creo, que esa testaruda necesidad tuya de “ver para creer” te llevará a una fe inquebrantable. Y no es que crea que la fe que pasa por la prueba de verdaderamente ver las heridas, tocarlas, meter la mano en el costado del dolor, sea mejor. La fe es fe, y mi fe o tu fe no son mejores, son distintas.

Lo que creo es que una vez que has tenido que pasar por eso, por la necesidad, incluso, la desesperación de buscar respuestas, de pedirlas a como dé lugar, de suplicar, de tirarte vencido en el suelo y levantar los brazos al cielo completamente derrotado y sin esperanza, y no sólo eso, sino que además, a pesar de todas tus dudas y toda la desesperanza en la que estás inmerso, las obtienes, entonces tu fe será inquebrantable. Tú podrás quebrarte una y otra vez, pero tu fe no.

Debo decir, sin embargo, que lo sorpresivo de haber encontrado esta cita no fue el hecho de que se haya desenrollado el “Libro de la Ley” sino que se reconociera que se buscaban las mismas que “los paganos piden a sus ídolos”.

¿Quiénes son los paganos? Los que son diferentes a mí y a mi grupo. Los otros. Y esta cita me colocó al mismo nivel de todo ser humano que sufre y busca respuestas.

Me hace comprender lo cercana que estoy de todos, lo equivocada que estoy si es que pienso que la mía es la única verdad posible, y que mi “Libro” es el único que puede pretender dar una respuesta posible.

Hoy fue domingo y fui a misa. Fue, además, la fiesta de la Ascensión, el día en que conmemoramos la ascensión de Cristo a la presencia de Dios. Fui a misa sola, como siempre lo hago. Mi esposo y mi hija no van porque ambos han decidido que no creen en la Iglesia Católica. Yo he hecho todo lo que puedo para acercarlos, pero debo decir que hoy, mientras estaba en misa, hubo un momento en que supe que no sólo no pertenezco a la comunidad de la Iglesia, de ninguna iglesia, sino que ya no quiero intentar pertenecer. Y que definitivamente nunca volveré a insistirles a ninguno de los dos que se acerquen a la iglesia.  

Mientras estuve en misa, me di cuenta de que muchas de las personas ahí son dichosos, y muchos, muchos de ellos creen sin haber visto, lo cual los hace completamente diferentes a mí. Comprendí que, para ellos, para muchos de ellos, quizá no para todos, pero sí para muchos de ellos, mi visión de Cristo les sería… incómoda. Ofensiva incluso. Así que, no tiene sentido intentar pertenecer a una comunidad de iglesia.

Hoy, soy capaz de decir: Reconozco que soy Iglesia, pero no porque forme parte de una comunidad, sino porque a pesar de no pertenecer, he sido capaz y seguiré siendo capaz, de verlos como mis hermanos. Y los amo, y porque los amo, comprendo que pertenecer implica arriesgarme a ser ofensiva, ¿y quién quiere ser ofensiva con personas a las que amas?

En la comunidad de la Ascensión tienen una frase muy hermosa fomentada por el Padre Fernando Liñán, que dice: “No nos dejemos robar la alegría.”

Yo nunca podré pertenecer a una comunidad así porque implicaría dejar de ver mucho de lo que he tenido que ver. Negar lo que existe en mi vida y que hoy comprendo, no debo negar. Si es verdad que quiero vivir, debo vivir a partir de mi verdad. La verdad es, después de todo, lo que nos hace libres.

¿Cómo le explicas a alguien que, si he llegado a caer en depresión o he sentido una angustia incapacitante y peligrosa, no ha sido porque “me dejé robar la alegría”? ¿Cómo explicas que el demonio te ha tenido tomada del cuello, viéndote a los ojos y exigiéndote que mates tu ser, y que has estado tan aterrada ante semejante enfrentamiento que lo has considerado seriamente?

El sólo hecho de hablar les robaría la alegría. El sólo hecho de decir lo que he vivido y me ha pasado sería enfocarme en lo negativo y feo y malo. Eso me convertiría en el enemigo también.

¿Cómo podría, por ejemplo, explicarles que fue Cristo quien ha estado a mi lado en el infierno de mi realidad personal, y que fue Él quien me enseñó lo que implica enfrentar al demonio? Vaya, ¿cómo decirles que he tenido que enfrentar al demonio?

Y enfrentarlo no fue algo sutil ni cordial. No fue pacífico. No fue con amor y dulzura. Fue con fuerza, enojo, furia incluso. Fue… fue muy parecido a lo que Juan describe en el segundo capítulo de su Evangelio (Juan 2, 13-17):

“(Jesús) Hizo un látigo con cuerdas y los echó a todos (los animales) fuera del Templo… derribó las mesas de los cambistas y desparramó el dinero por el suelo… (y dijo) saquen eso de aquí y no conviertan la Casa de mi Padre en un mercado.”

Juan describe la imagen que forzosamente llegó a la mente de los discípulos cuando lo vieron hacer todo eso, de esta manera: “Sus discípulos se acordaron de lo que dice la Escritura: «Me devora el celo por tu casa.»”

¿Alguna vez has estado frente alguien “devorado por el celo”? No es bonito, eso puedo asegurarlo.

Mis imágenes de Jesús no suelen ser bonitas. Y cuando él me habla, no siempre lo hace con imágenes dulces. El que me habla así es Papá Dios. Soy, después de todo, “su niña, su amor”. Pero Jesús… Jesús para mí es… firme, recto, duro, claro y directo. Jesús es una daga, un cuchillo, una espada. Jesús es la Palabra que corta, hiere, lastima y a veces incluso mata. Y sus respuestas son totales: “¿Qué se le dice al dios de la muerte? ¡Hoy no!”

Enfrentar al demonio fue así: Tuve que poner toda mi fuera y todo mi coraje en ello y tuve que, en mi caso, enterrarle una daga mientras le decía al dios de la muerte: “¡Hoy no voy a morir!”

Esa respuesta, esa imagen reveladora que me ayudó y hoy forma parte de mi repertorio de estrategias, no vino del Libro de la Ley, literalmente. Vino del libro del inconsciente colectivo, de la narrativa fantástica que siempre refleja verdades profundas en historias y personajes con los que logramos empatizar. Ese libro del inconsciente colectivo, creo yo, es la Ley que más cuenta. Concretamente, la imagen vino de la serie: Juego de Tronos (Game of Thrones) que vi, en la medida de lo posible, porque no la vi completa –demasiadas veces me quedé dormida -, con mi esposo.

Mi hija y él tienen su propia manera de entender el Libro de la Ley, y a través de ellos es que he descubierto lo increíblemente maravilloso que es Dios, y la manera tan hermosa que tiene de hablarnos a cada uno de nosotros con nuestras propias imágenes e historias.

Le agradezco a Dios la dicha que me ha dado. Y reconozco también que en este caminar he estado con otras personas cuyas historias de vida son aún más dramáticas y tristes y fuertes, y sé que mi valor no es nada a lado de los demonios, mucho más reales y absolutos, con los que han tenido que vivir otros.

Le pido que me dé el valor de aprender a escuchar y acompañar a quienes quizá me roben la alegría, pero que requieren escucha y compañía para encontrar la fuerza que necesitan para vencer a los demonios que los atormentan. Y quizá mi alegría se encuentre precisamente en poder acompañarlos y formar comunidad, porque ellos también lo necesitan. Porque yo también lo necesito.

Dios Padre-Madre, Jesús, Espíritu de Amor, gracias, gracias, gracias.

Te amo.


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