sábado, 13 de noviembre de 2010

Confieso

Hace poco me descubrí confesando a un amigo que uno de mis temas preferidos era Dios. Pero mentí. Debí decirlo como es: mi tema favorito es Dios.
Fue confesión, sí. Porque me sentí un tanto avergonzada, como si decirlo me colocara en un clan de locos, sonsos y ciegos. Como si decirlo me fuera a cerrar las puertas de mucha gente que respeto, admiro y quiero. Gente sensata, inteligente, capaz. Gente que piensa, vaya, que ve las cosas como son y tiene los pies sobre el suelo. Gente que no cree que el mundo se hizo en siete días. Gente como yo. Porque a riesgo de equivocarme, sí soy capaz e inteligente y sensata y tengo los pies en la tierra y definitivamente no creo que el mundo se haya hecho en siete días.
Desde entonces he estado tratando de encontrar la forma de justificar mi “gusto” por el tema de Dios, sin caer en las empalagosas y harto molestas frases hechas de los cristianos, católicos o maestros de la nueva era.
He querido incluso encontrar la forma de hablar de la conveniencia de creer en Dios. De la importancia de creer y tener esperanza en un mundo poco amable, egoísta e injusto. Como si fuera una decisión práctica únicamente.
Pero si debo ser sincera, y siempre termino siéndolo, aún cuando implique ponerme la soga al cuello, mi “gusto” no es práctico ni sensato. Para mí, hablar de Dios es alegría, emoción, gozo.
Me gusta hablar de Dios de la misma manera en que me gusta comerme un chocolate. ¡Sí, sí, es exactamente así! Hablo de Dios y mi alma se emociona como se emociona una niña cuando come chocolate. Dios es el chocolate de mi alma.
Y no importa si hablo con un niño, un pastor, un artista, la vecina o una monja. Me encanta hablar y conocer cómo ve cada quien a Dios. Como lo experimenta, como lo percibe. Y le doy validez a todas las percepciones, aunque no las comprenda del todo, aunque me parezcan limitadas o absurdas o tontas o demasiado fumadas. Es válido, me digo. ¿Quién soy yo para decir a los demás como comerse un chocolate?
Me encanta hablar de Dios. Y no es que lo haya descubierto ni que haya cambiado mi vida ni que de repente me haya iluminado y sea más feliz o completa. No, no, no. Dios siempre ha estado presente. Igual que el chocolate.
No sé cuándo fue la primera vez que alguien me dio un chocolate ni cuándo fue la primera vez que alguien me dijo que Dios existe y me ama. Pero sé que desde entonces amo el chocolate y amo a Dios.
Y es verdad que hubo un tiempo en que, por “sensatez” me alejé del tema de Dios igual que me alejé del chocolate. ¿Quién quiere estar gordo? Y demasiado chocolate engorda. Igual que la ceguera en la fe limita. ¿Y quién quiere identificarse con los locos esos inflados que creen que Dios es la respuesta a todo y no están dispuestos a escuchar nada ni ver nada ni sentir nada ni comprender nada que no sea Dios, como lo entienden y lo ven ellos? Yo no.
Pero, la verdad sea dicha, alejarme de Dios fue una idiotez. Igual que lo fue privarme del gusto de comer chocolate. De todas formas engordé, y no hay forma de escapar de ser juzgado y descartado por alguien.
Recordé lo que alguna vez me dijo Javier Crúz, quien fuera mi jefe en el periódico Reforma cuando hacía periodismo de ciencia, hace ya mucho tiempo: “Escribimos para gente que se va a tomar más de cinco minutos para entender lo que le dices.”
Es verdad. Nadie es material de lectura para aquellas personas que no se den tiempo para conocernos. Siempre habrá quien nos juzgue a la primera y nos descarte porque no nos entiende. Pero no somos material de lectura para ellos. Y sé que Javier no lo dijo con ese sentido, pero hoy lo he recordado, y una vez más he vuelto a ver a Dios en sus ojos y a escucharlo en sus palabras. Te quiero mucho Javier, gracias.
Hoy soy mucho más feliz porque como chocolate cuando me place y hablo más de Dios. Incluso, como cuando era niña, hablo con Dios y me responde (no, no escucho voces, pero igual Dios se las ingenia; es muy ingenioso Dios).
Y no he dejado de ser sensata y sigo con los pies en la tierra y todavía no creo ni creeré nunca que el mundo se hizo en siete días.
Y a Abby, mi niña, le hablo de Dios. Le digo que existe y que la ama. Y de vez en vez compartimos un chocolate.














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