El miedo es un pecado capital. Lo es. Te lo aseguro. No está incluido en la lista de 7, pero es pecado, y es capital como todos los de su especie, no por su magnitud, sino porque de él surgen muchos otros males. Por miedo se peca de pensamiento, de palabra, de obra, y sobre todo, de omisión.
El miedo inmoviliza. Nos dice al oído: no, no hagas nada, no digas nada, no pienses en nada. Susurra: cierra los ojos, ignora todo esto que pasa a tu alrededor, dentro de ti. Nos cuestiona: ¿De qué sirve que intentes hacer algo? ¿Qué caso tiene? ¿No es tu tranquilidad y tu bienestar más importante? ¿Para qué perder la paz? ¿Acaso es tuya la responsabilidad de cambiar el mundo?
El miedo es el gran seductor porque no ofrece bienes ni riquezas. Es astuto. Ha logrado disfrazarse del “temor a Dios”, y sabe negociar con algo mucho más preciado y urgente: seguridad. Seguridad aquí en la tierra y garantía de vida eterna.
Por nuestra seguridad y por tener todas las garantías, somos capaces de guardar silencio, de señalar a otros, de sacrificar inocentes, de ser policías de buenas costumbres, de no involucrarnos, de moralizar al grado de percibirlo todo como una amenaza que debe ser escondida… ¡No! Escondida no… ¡Sepultada! El miedo es el gran inhibidor de la vida porque en su afán de sobrevivir es capaz de matar.
El miedo es pecado, por eso Jesús siempre insistió: no tengan miedo.
¿Pero cómo no tener miedo? Porque claro, es fácil decirlo: no tengan miedo, pero estas palabras fueron pronunciadas por un hombre que fue perseguido, capturado, señalado, torturado y crucificado.
¿En serio no tuviste miedo Jesús?
Y Jesús insiste, ahora de manera directa, personal, de frente y a los ojos: no tengas miedo… ten fe. Que tu fe sea más grande que tu miedo.
Y la fe no es certeza ni garantía ni seguridad. La fe es un pedacito de cielo en una mano vacía, una mano que cierra el puño en señal de que ha decidido asirse de la nada para combatirlo todo.
La fe son átomos que vibran. Es una piedra inerte en constante movimiento y la certeza de que así es, aunque sea imposible comprenderlo, explicarlo, sugerirlo incluso, porque claro, nos dirán que estamos locos. ¿Y quién quiere estar loco en un mundo de cuerdos? Podrían crucificarnos.
No tengas miedo… ten fe.
¿Te parece, Jesús, si empezamos con algo pequeño? ¿Te parece, Jesús, si confío por hoy en el hecho sencillo de que a pesar de toda expectativa, de todo pronóstico, de todas las razones que hoy tengo para dejar de creer que la vida tiene un sentido más grande que respirar, te parece que hoy crea que soy digna de amor, con todo y mis defectos, mis errores, mis esquivas decisiones mal tomadas por ceguera, por locura, por miedo? ¿Te parece que pueda dar un primer paso con esta imaginación que te busca, porque no tiene nada más a qué aferrarse de lo acostumbrada que está a sentirse sola por ser incapaz de explicarse, de comprenderte? ¿Será, Jesús, suficiente con eso para que mi fe sea más grande que mi miedo?
Y Jesús extiende su mano desde la imaginación de mi teclado. Toma mi mano y coloca en la palma una bolita amarillenta, pequeñita, diminuta. Nunca antes había visto un grano de mostaza. Se acerca a mi oído: Ahora tu mano ya no está vacía. He puesto en ella mi corazón entero. Ahora cierra el puño, y ten fe.
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