Verónica. El nombre tiene cadencia y ritmo. Ese acento en la o lo hace latir. Es el nombre de una flor, por lo que es pétalo y perfume. Es también un movimiento que hacen los toreros con la capa cuando los ataca el toro. Y dejando de lado el prejuicio contra la fiesta brava, y enfocando tan sólo la mirada en la estética y el erotismo que la lucha entre la vida y la muerte conlleva, es bellísima Verónica: una capa en pleno vuelo que, cual vestido largo, baila su pasión y le dice sí a la vida, mientras enfrenta, con toda su alma y cuerpo, la muerte.
Se llamaba Verónica. Y es triste, porque cuando se habla de ella se dice: En aquel pueblo había una mujer conocida como una pecadora. Y oímos decir pecadora y la imaginamos puta. Y al imaginarla puta la convertimos en un objeto de placer, y al ser objeto es fácil depositar en ella nuestro desprecio. Poco importa que pecadores seamos todos. Cuando a una mujer se le llama pecadora, es puta.
Pero Él, que conoce de corazones y que sabe del placer que enriquece la existencia al reconocer a un ser vivo, nunca la llamó pecadora, nunca la consideró una puta. Fue Él quien la dejó entrar a la casa de un fariseo, amigo suyo, a compartir una mesa.
Pero ella no se sentó a la mesa. Esta mujer pecadora, la puta, lloró al verlo, se inclinó ante sus pies, los mojó con sus lágrimas, los secó después con sus cabellos, y mientras lo hacía, besaba y ponía perfume en las plantas de esos pies que ella adoraba. Esas plantas que jamás se atrevieron a pisarla.
Él la dejó ser, se dejó amar por esa mujer pecadora, esa puta. Y nadie lo dice, pero Él también acarició sus cabellos mientras ella, agachada a sus pies, lloraba. Y Él también le beso con su mirada compasiva, que en más de una ocasión posó sobre sus ojos para decirle: lo sé pequeña, lo sé todo, y te amo igual, y te amo más, y te amaré por siempre. Él también agradeció el perfume y se sintió dignificado al saberse tan amado.
La imagen, el cuadro de una puta besando los pies de un hombre, es una grosería al buen gusto, un insulto para cualquiera que ha abierto su hogar a un maestro. Por eso no debe sorprendernos que el fariseo, el dueño de la casa, al ver la escena, haya pensado lo que cualquier persona de buena educación y altísima moral pensaría: si fuera un profeta sabría qué clase de mujer es esa que le besa los pies. Si fuera un hombre digno no se dignaría a estar siquiera cerca de ella. Si fuera el maestro que dicen que es, conocería a la mujer y lo que vale.
Conocería a la mujer y lo que vale…
El caso es que sí conoce a la mujer y lo que vale. La conoce bien. Por eso se dejó besar los pies, adorar con lágrimas y bendecir con perfume, pues sabe que para quien es capaz de amar tanto le es necesario manifestarlo. Sabe que impedirlo y juzgarlo sería atar la libertad del Espíritu. Sabe que el dar de esa mujer no busca entregarse a un ego para que la someta, la lastime y la use. Ella quiere amar. Así de simple. Sólo quiere amar y ser amada.
El fariseo también lo sabe. Reconoce ese amor como algo que añora. En su alma también existe el deseo de ser amado así: con absoluto respeto, con total entrega y devoción. Pero el ego no puede ser amado así. No lo permite. Tendría que darse a sí mismo también. Tendría que amar sin poseer. Tendría que dejarla ser para que siendo pueda amarle. Todo eso lo sabe bien aquel fariseo, pero lo esconde en su corazón porque entonces tendría que reconocer que a ella no la ve con el alma, sino con su moral intachable, que al no tener mancha, ha dejado de ser humana y pretende saber lo que es dios y lo que dios quiere, sin estar siquiera cerca de lo divino, que mucho tiene de humano. Tendría, en fin, que olvidarse de sí y ser humilde en la espera de ser amado, sin que exista más garantía que el intuir que amar primero es la única recompensa real.
Todo esto lo sabe aquel fariseo, lo intuye, pero lo esconde detrás de su rectitud y lo convierte en desprecio. La desprecia a ella por amar, lo desprecia a Él por ser amado, y se enaltece a sí mismo por no compartir ese intercambio mundano de calor humano, de comprensión y amistad.
El Maestro ha alcanzado también a ver en la expresión de su amigo el fariseo, toda esa añoranza y soledad que lo hace despreciarlos, y le ha dicho: ¿Ves a esta mujer? Ella da lo que tiene que son lágrimas, cabellos, besos y perfume. Tú no has podido siquiera darme agua para los pies. ¿Quién crees que pueda vivir más agradecido, quien se sabe amado y perdonado, o quien cree merecerlo sin tener la dicha de vivirlo?
El hombre respondió lo obvio –quien se sabe amado y perdonado– mas las palabras no hicieron eco en su ego, porque el ego no es hueco: está lleno de sí. En el ego no cabe la fe ni la esperanza ni la dicha de amar ni la gracia de ser perdonado. El maestro no insistió y se dirigió a ella: Mujer, tú fe te ha salvado, vete en paz.
Verónica se levantó radiante, dichosa y plena. Logró darse a su Maestro, a su Amo, a su Rey. Se supo amada y se sintió dignificada en su amor. Verónica le siguió siempre desde entonces, y hoy ya nadie se refiere a ella como “una mujer pecadora”.
Casi nadie lo sabe, pero se trata de Verónica, la Santa, modelo de misericordia. Una mujer que movida por la compasión, se acercó al Maestro en su camino al Calvario para enjugar su rostro con un velo, desafiando a una multitud hirviendo en odio y a soldados romanos que se deleitaban en el sufrir ajeno. Una mujer llena de vida que quiso enfrentar la muerte para dar alivio. Aunque sea un instante de alivio.
La tradición nos cuenta que fue a partir de ese momento que la Santa fue llamada Verónica, pues en el velo se dibujó con sangre y sudor el rostro del Maestro. A esa imagen se le conoce como “Vera icon”, o verdadera imagen del Redentor. De ahí, se dice, surgió su nombre: Verónica.
Pero no, la verdadera imagen de Redención no es un retrato, es una escena: una mujer arrodillada ante su maestro que besa los pies que jamás la pisaron; un maestro que comprende la pureza del amor que se le entrega y no lo convierte en un triunfo ni en oportunidad ni en exaltación de su persona; una mujer que desafía a la muerte y con firmeza ofrece un instante de alivio; un hombre que desafía la vida y con firmeza ofrece una eternidad de perdón.
Lo dicho, se llamaba Verónica.
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