miércoles, 7 de noviembre de 2012

¡Qué tragedia!


¡Qué tragedia!

Adán culpando a Eva y ella culpando a la intuición que la llevó a creer que él la amaba y la llevó a amarlo como si fuera dios.

¡Qué tragedia!

Ahora los frutos de ella dependen de él, y está convencida de que no puede lograr sin dolor. Ahora ella está sola porque ha pisado su ancestral capacidad de saber, su única y verdadera compañía. La ha negado como se niega a sí misma en la desesperación de no ser amada, por ser tan mujer. 

¡Qué tragedia!

Ahora él cree que está por encima de ella, y no puede disfrutar sin conquista, sin sudar su pan tanto como su gozo, porque necesita ser el Dios de la mujer que ama, y que también desprecia, porque cree que está por encima de ella, aunque sabe que no lo está. Y cuando la culpa, lo que quiere es lavarse las manos y no ser el dios que ella le hace sentir que es, porque no es justo ser tanto, porque no es justo ser dios.

¡Qué tragedia!

Porque ambos están atrapados, señalándose el uno al otro, incapaces de decirse: lo siento tanto como te siento, te amo tanto como me amo… Incapaces de aceptar que ese amor fue prematuro, fue un saber, no un ser. Había que dejar madurar el fruto para que el árbol del jardín de sus cuerpos no sólo fuera un conocerse, sino fuera ante todo un vivirse. Un árbol de vida, no de saber.

¡Qué tragedia!

Porque lo que está destinado a ser un cantar de cantares, se ha convertido en un lamento. Porque ahora sus pasos se encaminan, no al encuentro, sino al adiós. Y así, aunque no se despidan nunca, ya se han alejado el uno del otro, porque no saben qué hacer con ese dolor en el cuerpo, porque no saben quitarse ese pesar en el alma, porque no pueden ni quieren aceptar que participaron en este abrir de ojos que los ciega ante la incapacidad de responder al llamado de elevarse por encima de todo lo que piensan y todo lo que sienten, y ser, efectivamente, dos en un solo cuerpo.

¡Qué tragedia!

Porque participar no es culpa, es todo lo contrario. Es asumir que no fue algo que sólo sucedió. Es dejar de señalar al destino y de condenar a las coincidencias que los unieron y que ahora los separa. Es dejar de culpar a Dios y al mundo, y reconocer que efectivamente son libres. Libres para amarse. Libres para ser lo que son. Libres para ser, afectivamente, uno con Dios, que todo lo puede, que todo lo ama y que todo lo perdona.

¡Qué tragedia Dios mío! ¡Qué tragedia!

No hay comentarios: