¡Qué
tragedia!
Adán
culpando a Eva y ella culpando a la intuición que la llevó a creer que él la
amaba y la llevó a amarlo como si fuera dios.
¡Qué
tragedia!
Ahora los
frutos de ella dependen de él, y está convencida de que no puede lograr sin
dolor. Ahora ella está sola porque ha pisado su ancestral capacidad de saber,
su única y verdadera compañía. La ha negado como se niega a sí misma en la
desesperación de no ser amada, por ser tan
mujer.
¡Qué
tragedia!
Ahora él cree
que está por encima de ella, y no puede disfrutar sin conquista, sin sudar su
pan tanto como su gozo, porque necesita ser el Dios de la mujer que ama, y que
también desprecia, porque cree que está
por encima de ella, aunque sabe que
no lo está. Y cuando la culpa, lo que quiere es lavarse las manos y no ser el
dios que ella le hace sentir que es, porque no es justo ser tanto, porque no es
justo ser dios.
¡Qué
tragedia!
Porque ambos
están atrapados, señalándose el uno al otro, incapaces de decirse: lo siento tanto como te siento, te amo tanto como me amo… Incapaces de
aceptar que ese amor fue prematuro, fue un saber,
no un ser. Había que dejar madurar el
fruto para que el árbol del jardín de sus cuerpos no sólo fuera un conocerse, sino fuera ante todo un vivirse. Un árbol de vida, no de saber.
¡Qué
tragedia!
Porque lo
que está destinado a ser un cantar de cantares, se ha convertido en un lamento.
Porque ahora sus pasos se encaminan, no
al encuentro, sino al adiós. Y así,
aunque no se despidan nunca, ya se han alejado el uno del otro, porque no saben
qué hacer con ese dolor en el cuerpo, porque no saben quitarse ese pesar en el alma,
porque no pueden ni quieren aceptar que participaron en este abrir de ojos que los
ciega ante la incapacidad de responder al llamado de elevarse por encima de
todo lo que piensan y todo lo que sienten, y ser, efectivamente, dos en un solo cuerpo.
¡Qué
tragedia!
Porque
participar no es culpa, es todo lo contrario. Es asumir que no fue algo que
sólo sucedió. Es dejar de señalar al destino y de condenar a las coincidencias
que los unieron y que ahora los separa. Es dejar de culpar a Dios y al mundo, y
reconocer que efectivamente son libres. Libres para amarse. Libres para ser lo
que son. Libres para ser, afectivamente,
uno con Dios, que todo lo puede, que
todo lo ama y que todo lo perdona.
¡Qué
tragedia Dios mío! ¡Qué tragedia!
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