A
veces los cristianos me dan miedo porque ven el diablo en todas partes. En
todos lados. Nos dicen, hay que sacar a Dios de la caja en la que lo encerramos
y dejarlo hacer. Hay que tenerle fe. Cree en Él por encima de todo. Y luego, se
encierran ellos en la palabra escrita y no ven más allá de la letra. Y claro,
encierran su fe porque dejan de creer en la humanidad que habitan, en la
humanidad que somos todos.
Dicen
que saben que son pecadores y en su afán de salvarse condenan a todos los que
no son como ellos, no creen como ellos, no viven como ellos, no sienten como
ellos, porque en realidad, aunque dicen que son tan pecadores como todos, no lo
creen. Ellos no son los hijos pródigos.
Son los hijos buenos. Y en fondo, como Jonás que no quería la salvación del
Nínive, no quieren la salvación más que de ellos, que lo merecen, que son
buenos y nobles. Que han trabajado toda su vida para ser salvos.
A
veces los cristianos son como alguna vez dijo Jesús: “¡Hipócritas!” Y no porque
no sean lo que dicen ser. Son buenos, sin duda lo son.
Pero…
“Cuando ustedes ven que una nube se va levantando por el poniente, enseguida
dicen que va a llover, y en efecto, llueve. Cuando el viento sopla del sur,
dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el
aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los
signos del tiempo presente? ¿Por qué, pues, no juzgan por ustedes mismos lo que
les conviene hacer ahora?” (Lucas, 12, 54-57)
De
modo que para muchos cristianos el mundo se hizo en seis días y el séptimo Dios
descansó. Así dice la letra, así es… Por lo tanto, la ciencia es cosa del
diablo. Poco importa que la Biblia se haya escrito en un “tiempo” en el que el
concepto de ciencia no existiera aún, y que Dios, qué sí saber reconocer la “señal
de los tiempos” y tiene, sin duda, criterio, haya decidido hablar como mejor se
le podía entender dadas las circunstancias. Ah, no… cualquier intento del
hombre de ser y mostrar toda la capacidad que Dios le dio por ser objetivo y
lograr con ello descifrar los misterios del mundo, vienen, sin duda, del
diablo.
De
igual manera, para muchos cristianos mexicanos, el pedir dulces en Halloween es
cosa del diablo: no tiene que ver con aspectos culturales, no tiene que ver con
una de las muchas formas en que el hombre ha intentado enfrentar sus miedos,
explorar su obscuridad y al final recibir la “dulce” recompensa que es saber
que sus miedos son ilusiones, simples disfraces. No, claro que no. Es cosa del
diablo.
Y
lo mismo dicen muchos cristianos norteamericanos y de otras partes del mundo sobre
nuestros altares de muertos (no de Dios, de “muertos”), nuestras catrinas y nuestros
dulces de calaveras, nuestra fiesta de comida y gustos mundanos que ofrecemos a
las almas que nos visitan para seguir sintiéndonos vivos con ellos, amados por
ellos, acompañados por ellos. Para darles vida una vez más en nuestro afán de
recordarlos. Y eso es lo que en realidad hacemos: una fiesta para recordarlos.
Cuando
se trata de nosotros, de nuestras tradiciones y nuestros hijos, comprendemos lo
cultural, pero si se trata de alguna otra cultura, algo que no vivimos ni
queremos ver: es cosa del diablo.
¡Hipócritas!
Todos somos unos hipócritas. Porque Dios no quiere que dejemos de ver nuestra
humanidad, nuestra cultura, nuestro saber, nuestra ciencia… Hay que verla, vivirla, descubrir sus
orígenes, sus intenciones, su razón de ser… Darle el peso que tiene: la cultura es cultura,
la ciencia es ciencia y Dios es Dios.
Pero
Dios quiere que vayamos más allá, y eso implica que si es cierto para nosotros
lo es para todos: se aplica a toda cultura, a toda ciencia y a todo lo que
viene de Dios.
Y
nada humano es cosa del diablo. El diablo está en el miedo que nace ante lo
diferente, lo que no comprendemos ni queremos hacer el esfuerzo de entender
porque juzgar es más fácil. Porque es más sencillo leer la letra por la letra,
en lugar de esforzarme por darle vida a la Palabra y descubrir su sentido.
Sí.
El diablo está detrás de todo lo que fomenta el miedo, porque el miedo nos
lleva a ser intolerantes. Y de la intolerancia nace el odio. Y el odio es todo
lo que Dios no es.
Porque
Dios es amor –así lo afirma la primera carta de Juan en su versículo ocho. Y el
amor, en su más mínima expresión, es tolerancia
y buena voluntad. ¿No lo sabías? Eso es lo mínimo que puedes hacer por el
otro: tenerle tolerancia y no desearle el mal.
El
amor, es entonces, buena voluntad y tolerancia. No es paciencia. Ésa, la paciencia, nos dice el Dalai Lama, se
obtiene con los hijos, los que son como nosotros y nos es fácil amar, aunque acaben
con nuestros nervios. La tolerancia, nos dice el maestro oriental, nos la
enseñan nuestros enemigos. De modo que bien visto, nuestros enemigos, los que
no son como nosotros, lo que no creen ni piensan como nosotros, ellos son
nuestros más grandes maestros, nuestra oportunidad de ser humanos, nuestra
salvación. Hay mucho que agradecer en esta comprensión, en esta toma de
conciencia. Hay mucho amor.
Antes
de escribir este texto tuve miedo. Vaya, todavía tengo miedo. Porque vivo en un
mundo de cristianos y podrían darse cuenta de que soy más humana que cristiana.
Que si creo en Cristo es porque fue humano conmigo. Que si le amo es porque no me
juzgó, ni me juzga. Que es Cristo quien me toma de la mano y me ayuda a abrir
los ojos porque quiere que deje de creer que para ser hija de Dios necesito
llenar requisitos, que para ser amada y aceptada tengo que ser de tal o cual
manera. Sé que no pertenezco al grupo de los hijos buenos. Soy tan pródiga que
incluso ahora estoy tentada a darme la media vuelta e irme al mundo de las
sombras, de almas en pena… pero eso sí, en silencio, para que nadie piense mal de
ellas y puedan seguir navegando con la bandera blanca de la paz intolerante de
las buenas conciencias.
Yo
no tengo una buena conciencia. Pero tengo
conciencia. Y sé que interpretar la señal de los tiempos, o como diría el
doctor judío y tremendamente humano, Viktor Frankl, encontrar el sentido, no es fácil, pero sin conciencia y criterio
humano, creo, es imposible.
Así
que con todo el miedo de mi alma, tengo que decirlo: ¡Hipócritas!
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