Quiero mirarte
con ojos limpios de resentimiento
Quiero…
Quiero y agacho
la mirada,
la obligo a
correr al lado opuesto:
¡no puedo
soportarte!
El peso de mi
alma no puede sostenerte.
El peso…
ese
vacío que me traga,
ese coraje que me invade,
ese deseo de olvidarte.
El peso es
llama, sin embargo…
Es fuego que
arde con amor.
El amor que te
tengo,
que me quema
como solo el
hielo es capaz de quemar.
Y me digo: te
perdono, porque quiero olvidarte.
Porque quiero creer
que es posible vivir
sin pensar que
es necesario tenerte presente
como el único
fin de mis días.
Vivir sin pensar
en ti y en tus días y tus noches.
Y en las muchas,
muchísimas ganas
con que hay que
alimentar tu indiferencia.
Porque a ratos,
lo confieso,
ya no tengo
ganas de alimentar tu indiferencia.
Esa gorda
comodidad con que minimizas
todo lo que soy,
que es todo lo que hago: ser…
ser
para ti,
ser por ti,
ser de ti.
Y me engaño,
porque quiero ser buena,
Y vuelvo a
perdonarte otra vez, y otra, y otra…
Y setenta veces
siete son pocas…
son ninguna,
porque el perdón
que te ofrezco
es un puño sin
fuerza.
Es tristeza…
una enorme tristeza.
Así que busco el
perdón del otro lado de la sala,
lejos de tus
ojos.
Donde no me
descubra en ellos.
Temerosa de ver
lo que sé encontraré al mirarte:
mi dolor. Mi
callado dolor
que no ha sabido
encontrar alivio
porque nadie ha
sido capaz de mirarlo:
ni tú, ni yo, ni
el mundo entero.
Y el milagro más
grande se esconde,
precisamente,
detrás de tus
ojos,
porque al
verlos, soy capaz de verlo,
de ver al pequeño
verdugo incrustado en mi pecho,
a mi pequeño verdugo,
frágil y tierno,
angustiado de
tener que lidiar
con tanto,
siendo aún tan pequeño.
El dolor es un
niño sentado en la rama
de toda lágrima
incapaz de soltarse.
Es exceso de
follaje.
Es sombra, y
sólo eso.
Y tus ojos son
luz
esa luz que me
dice
que dentro de mi
hay un ser ahogado,
hay un niño
perdido,
hay un nido que
requiere atención.
El perdón pierde
entonces sentido.
El hielo se
derrite
y el amor que te
tengo
y me tengo,
me invade.
Perdón, no debí
perdonarte.
Ni buscar tu
perdón.
Hoy, el alivio
es llorar,
Es lo único que
mi pequeño verdugo
quiere hacer:
existir en mis brazos.
Existir y
llorar.
Y Llorar,
precisamente, porque existe.