“… el que mora en el Cielo
vigila ese lugar y lo protege. Castiga y da muerte a los que van con malas
intenciones.” 2 Macabeos 3, 39
Es verdad que Dios castiga. No nos gusta pensarlo porque solemos creer
que somos buenos y no tenemos malas intenciones, pero la realidad es que si
existen los predadores y a veces el peor enemigo no es alguien allá afuera,
sino alguien aquí adentro. De ahí la necesidad tan grande que tenemos de
vigilar y protegernos. ¿Cómo? Elevando nuestra morada al cielo.
Lamentablemente no siempre comprendemos que morar en el Cielo no es subirnos
en el pedestal de la nobleza de nuestra alma –que por cierto, es un nicho
estrecho y peligroso por lo fácil que es caer de tan reducido espacio- sino emprender
el camino hacia la montaña de nuestros defectos, limitaciones, malos hábitos y
enormes equivocaciones que, como piedras insalvables y resbaladizas,
encontramos en el camino de conocernos a nosotros mismos y aceptar lo duros de
cabeza que somos.
En este capítulo 3 del segundo libro de Macabeos nos topamos con un
relato descabellado: Heliodoro ha sido enviado a llevarse el tesoro del templo,
pero la fuerza de Dios se manifestó. “Se les apareció un caballo montado por un
jinete terrible y ricamente equipado, que parecía llevar una armadura de oro;
se lanzó directamente hacia Heliodoro, amenazándolo con sus patas delanteras.
Al mismo tiempo aparecieron dos jóvenes, rebosantes de energía, deslumbrantes
de luz, y vestidos con magníficos trajes. Se pusieron a ambos lados de Heliodoro y empezaron a azotarlo,
dejando caer sobre él una lluvia de golpes.” 2 Mac 3, 25 y 26
Conozco al jinete y a ese par de amigos deslumbrantes de luz. Y hoy
mismo me azotan y amenazan porque me he atrevido a buscar el tesoro del templo
de Dios y usarlo para el provecho de autoridades sin límites que piden en exceso,
lo piden todo, para el provecho de un mundo que no sabrá valorar este tesoro
que guardan con celo, y que es, en todo caso, un bien destinado a viudas y
huérfanos.
En este relato, Heliodoro soy yo, excediéndome en el trabajo y queriendo
sacar fuerzas de donde no puedo obtenerlas porque las busco incluso de lo que
deberían ser mis momentos de descanso y paz. Pero ese rey tirano que tengo por
voluntad no me permite descansar. Me convence de que requiere más y más
energía, y que necesita terminar hoy lo que nunca va a poder terminar porque
simplemente es demasiado.
Y Heliodoro es mi yo obediente que se deja arrastrar por la convicción
de que necesito ese tiempo de descanso para terminar lo que nunca voy a
terminar: mi trabajo. Un trabajo que hago en exceso bien y no puedo dejar de
buscar hacer en exceso bien. Así que me pido mucho porque sé todo lo que
implica hacerlo y sé lo que se requiere y sé que merece hacerse bien. A veces
quisiera conformarme con lo que se pueda y no buscar lo mejor. Pero mi voluntad
tirana me lo exige. Y no sé de donde viene tanta exigencia porque si le
pregunto a Dios, el levanta los hombros y me dice: tranquila, no necesito tanto.
Te quiero igual.
Caer en manos de ese par de jóvenes de luz y ese jinete despiadado te
deja, efectivamente y tal y como lo dice el relato “sin fuerza y sin ánimo,
como paralizados por la fuerza de Dios”. 2 Mac 3, 24
Hoy escribo desde esa parálisis que me impide descansar y me impide
avanzar. Que tiene mi cabeza azotada por el dolor y mi cuerpo agotado y lleno
de adrenalina, incapaz de dormir y demasiado angustiada como para soñar.
Salir de esta parálisis no es sencillo cuando además hay tanto por
hacer, y no logro convencer a mi “exigencia, el rey” de que no hay necesidad de
hacerlo tan bien, ni siquiera tengo que hacerlo todo. Y Dios… Dios parece no
estar de mi lado en estos casos. Me acuesto con oraciones en mis labios que
repito y repito, pero no me ayudan, como en otras ocasiones, a cerrar mis ojos
y dormir. Respiro y respiro, pero ni se llenan mis pulmones de aire, ni se
vacía mi cuerpo del temblor constante e interno que me tiene como al borde de
un precipicio.
Y entonces le pregunto a mi cuerpo: ¿qué necesitas?
Necesito pelearme con este cansancio y para hacerlo necesito que te
vayas a correr o brinques la cuerda o subas y bajes escaleras. Necesito salir a
tomar aire afuera y ver el cielo y escuchar risas. Necesito abrazar un árbol y
sumergirme en una piscina. Necesito que me pongas unos guantes de box y le
pegues al costal hasta el cansancio, y luego tomes aire le vuelvas a pegar
otros tres minutos, y otros y otros, hasta que verdaderamente ya no puedas más.
Necesito que llores, que saques todo ese dolor acumulado. Que comprendas que
nunca serás suficiente, que siempre tendrás errores y que a nadie le importa tu
esfuerzo, y siempre, siempre estarán dispuestos a juzgarte y hacer de tus
errores un motivo más para alejarse de ti y para que tú te alejes. Pero yo, yo
aquí sigo y seguiré. Y necesito que me protejas y protejas el nicho de nuestra
energía, el corazón de nuestro tesoro. De otra manera, terminaremos tal y como
estamos hoy o peor, porque tú sabes muy bien que podemos llegar a extremos
mucho más peligrosos que esto.
Así que bájate de ese pedestal y empecemos el camino hacia la montaña.
Vamos a cansarnos de verdad, a agotarnos de tanto sudar y llorar. Vamos a darle
a este cuerpo la paliza que verdaderamente necesita y no la tormenta de caminar
en la exigencia sin sentido ni agradecimiento. Porque seamos sinceros, las
gracias que recibes no se acercan ni un poquito a la comprensión de lo que te
implica este esfuerzo. Y así como hoy te piden algo bastante difícil, mañana,
al ver que pudiste hacerlo, te pedirán otro tanto, igual o más difícil aún. Después
de todo, puedes. Y tú no sabrás decir que no, porque necesitarás sentir que
puedes, demostrar que puedes, convencerte de que sirves para esto que llaman vivir.
Y finalmente, no hay gratitud que te llene, porque el precio que estás pagando
es extremo y en el agotarte has dejado de disfrutar el fruto, que, por otro
lado, nunca tienes tiempo de saborear.
Yo sé que piensas que tienes que llenar todos tus vacíos con el esfuerzo
adicional que haces. Que desde siempre te han hecho sentir que no eres suficiente
y no mereces, y que mucho de este vacío viene de la enorme incapacidad que
tienen otros de valorar el esfuerzo sobrehumano que haces porque piensan que tu
mente y tu cuerpo es como el de todos, y que los resultados te vienen fácil, cuando
no es así, y todo te cuesta dos veces más o tres o cuatro, en especial cuando
ya estás tan cansada.
Así que, vamos a dejar de pedirle a Dios y a los hombres lo que nos toca
a nosotros: subir la montaña y construir nuestra morada en el Cielo.
Te amo.