Levántate, dijo.
Pero no
pudo.
¡Levántate!,
exigió.
Pero no
pudo.
Un enorme
hoyo parecía contenerla
y por más
que se pusiera de pie
no lograba salir del
letargo de las horas.
¡Levántate!
¡Levántate!
Y las
palabras la sacudían
como lo
hacen las olas violentas
de un mar
embravecido
que en
lugar de impulsarla hacia la orilla
la
arrastran y azotan en un fondo arenoso
incapaz de
brindar tierra.
Ella
camina, bracea, da un paso
como quien
busca impulsarse sólo para caer
revolcada
por la fuerza de la sal
que parece
emanar ya de su cuerpo.
El deseo es
ya no intentarlo.
¿Y si me
quedo inmóvil? ¿Y si permito que esta sal
se confunda
del todo con mi cuerpo?
¿Saldría a
flote? ¿Sería acaso una pérdida total?
¿Sería
verdaderamente perder el darse por vencida?
¿Hay algo
que perder?
Decide
entonces dejarse arrastrar a lo profundo.
Dejar que
la sal de su cuerpo le permita flotar.
No tiene
caso luchar contra una orilla
que no
quiere recibirla.
Por hoy, el
mar abierto
es quien
está dispuesto a sostenerla.
Y así,
decide confiar en el descanso que tanto necesita.
No es
ideal.
Tiene frío, su vientre está vacío y su cuerpo es piedra...
Pero esta
piedra ha logrado flotar, se dice.
Cierra los
ojos y se da permiso de soñar
que el agua
salada puede ser descanso.
Y duerme.