Empecé a escribir y la muerte se asomó entre las líneas. No fue discreta. Fue completamente descarada. Hace rato que la muerte no me visita. Que no viene a bailar burlona frente a mí.
Verla no me llenó de pánico, como otras veces. No. Esta vez, me alegra decirlo, la invité a sentarse y le ofrecí un café. No quiso nada. Le choca tomar café instantáneo, y peor si es descafeinado. Eso, no lo sabía, como tampoco sabía que me visitarías, le dije. La próxima vez avísame con tiempo y te compro café de grano.
Pareció molestarse al verme tan calmada. Quería pelear, ahora me doy cuenta. Desde que llegó no hizo más que insistir en hablar de tragedias del pasado, y se empeñó con todas sus fuerzas en hacerme recordar tristezas olvidadas. Rostros, momentos, sentimientos viejos llegaron uno a uno. Mientras los hacía bailar sobre el fuego de la chimenea me susurraba viejos lamentos. Me invitaba a llorar junto a ella. Me ofreció incluso una caja de Kleenex y su huesudo hombro. Prometió reconfortar todas mis penas.
Yo la veía tan lejos, aún cuando estuviera tan cerca. Los huesos de su mano tocaron mi rostro pero no tuve frío. La vi, como nunca antes la había visto: desesperada. Sí, estaba completamente confundida. Al ver que nada funcionaba se llenó de ira. Empezó entonces a gritarme, a amenazarme. Completamente fuera de sí me dijo hasta de lo que me iba a morir.
Me dio pena, la pobre. Tantos años amedrentando, escondida detrás de eso ojos vacíos y esa sonrisa sin alma. Tantos años perdidos. Fue ella quien terminó llorando sobre mi hombro y fui yo quien trató en vano de consolarla.
Cuando por fin se fue, cargó con su caricaturezco montón de huesos y me dio un abrazo sin fuerza. Te voy a extrañar, me dijo. Yo también, le contesté. Y es cierto, no importa cuántas veces me haya peleado a grito pelado con ella, fue compañía y a todo es uno capaz de acostumbrarse. ¿Qué voy a hacer sin ella?
Cerré entonces la puerta y la vi partir desde la ventana. Alcancé a verla voltear y agitar la mano para dibujar su adiós. Yo hice lo mismo, y, por fin, desapareció. Fue entonces que lo sentí. En mi pecho se instaló el vacío. El vacío real, quiero decir, ese que, según me habían contado, sabe a tristeza pero implica esperanza. Ese que se abre a la posibilidad y no a la angustia. El que parece una explosión y no una contracción del alma.
No sé si sepas de lo que te hablo. No sé si comprendas lo importante del evento y lo triste y alegre que estoy.
La muerte vino a visitarme, a seducirme, y se fue sin mi ánimo y con la promesa de no molestarse más.
Y ahora que se ha ido voy a tomarme ese café descafeinado instantáneo con un poco de crema y dos cucharadas de azúcar. Sí, es cierto que antes tomaba café “de verdad”, es decir, de grano, con cafeína y negro. Pero ya estuvo bien de tanta complicación y amargura. Y quién sabe, igual y un día de estos me convenzo de tomar té verde con un toque de miel. Las posibilidades, de pronto, son muchas.
1 comentario:
Yo sigo tomándolo como el coronel Aureliano Buendía: de grano, bien tostado, negro, caliente y sin azúcar.
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