Dios nuestro, tú que puedes darnos un mismo querer y un mismo sentir,concédenos a todos amar lo que nos mandas y anhelar lo que nos prometespara que, en medio de las preocupaciones de esta vida, pueda encontrarnuestro corazón la felicidad verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo…Oración colecta del 21º Domingo Ordinario, 26 de agosto, 2012
La dicha, la plenitud, es vivir con un corazón enamorado de tu mente y una mente entregada a tu
corazón. A eso se le llama comunión: enamorarnos de la Palabra para entregarnos en cuerpo y alma, que es decir con todo nuestro corazón, a la dicha de vivirla. Necesitamos ayuda, por supuesto, por eso colocamos nuestra fe en un pedacito de pan acompañado de un traguito de vino, para que con nuestros ojos humanos podamos integrar a nuestra convicción etérea la posibilidad de recibir la fuerza que nos llevará a transformarnos.
Comunión: Vivir lo que se dice, decir lo que se es, ser lo que se vive. Nada más bello. Nada más difícil.
Difícil para aquellos que somos terriblemente humanos. Aquellos que crecimos convencidos de que el arquitecto de nuestra vida no es otro que nuestra voluntad, tan solo para descubrir con el pasar de los años que la vida, si bien tiene los planos que le dimos, hizo según su antojo. Y a ella se le antojó que en vez de esta o aquella solución, nos enfrentemos a tal o cual problema. Y así, nos coloca con demasiada frecuencia en situación de decir una cosa, desear otra, creer una más y ser todo lo contrario.
Terrible condición humana cuyo mal empieza a decaer cuando logramos sincerarnos con nosotros mismos, y nos atrevernos a aceptarlo frente a otro. A eso se le llama confesión: aceptar que no hay dicha ni plenitud en nuestra vida porque hemos querido dictarle lo que debe escribir en lugar de aceptar que lo que ella ofrece es la oportunidad de vernos tal cual somos y aceptarnos primero así: con machas, defectos e incongruencias. De aceptarnos y amarnos justo así: limitados, débiles, injustos. Y que con todo eso que somos, que no es mucho, quizá sea nada, empecemos a caminar con la certeza de que bien valemos la pena el esfuerzo de cambiar.
A eso se le llama convicción: saber que valgo la pena.
Y una mente convencida de que vale la pena transformarse, encontrará la forma de sentirlo y llegará a encontrar la fuerza de lograrlo. Mandato y promesa serán entonces una, pues el amor que te tienes te ordenará amarte, y con el amor vendrá la entrega, y con la entrega la acción.
De modo que si has de pedir, pide querer por encima de todo lo que sientes, de forma que llegues a sentir todo eso que quieres. Pide y pide y pide que lo que Dios Es se manifieste en tu Vida, para que sea Ella quien te de todo lo que tú necesitas para impulsarte al cambio que te llevará a ser Comunión, Congruencia, Palabra Viva.
Ah, y no esperes milagros. Los cambios que quieren ser eternidad, necesitan transformar la raíz, no el follaje. Busca mejor la paz que el saberte valioso y amado trae consigo, y practica la ciencia de aprender a observarte cada día para verte en acción y en acción darte cuenta, confesarte después, ante todo contigo, ya más tarde pronunciar las palabras con que te miras y convertirlas en las acciones que te acerquen a ser lo que buscas y a buscar lo que eres como hijo de Dios.