domingo, 13 de enero de 2013

Construyendo la Iglesia Profética


“Amida, ¿quieres compartir con todos lo que viviste durante el evento Construyendo la Iglesia Profética?” ¿Quiero? El micrófono esperaba y el Padre Robert Coogan ya había dado un paso hacia un costado para dejarme tomar el micrófono al final de la misa de las 6 de la tarde en la capilla Jesús María de la colonia Saltillo 2000. En realidad nunca me respondí, sólo di un paso al frente. ¿Cómo lo resumo? Fui sincera: no sé cómo resumirlo. Pero puedo intentar escribirlo y presentárselos la próxima semana. Si me lo permiten. Estuvimos de acuerdo, y he aquí lo que leí el domingo 13 de enero:
El evento se realizó para celebrar los 25 años del caminar episcopal de Raúl Vera, Obispo de la Diócesis de Saltillo. Durante dos días de muchísimo frío (enero 4 y 5), escuchamos hablar de una iglesia incluyente, que aboga por los pobres, por la justicia y por el respeto que nos lleve a incluir a todos –católicos o no, creyentes o no- en un plan de salvación de la humanidad en su conjunto, y no sólo de algunos elegidos, privilegiados y poderosos.
Sería ingenuo de mi parte pretender transmitir todo lo dicho. Tampoco fui con la intención explícita de hacerlo, y nunca imaginé que alguien me pediría compartirlo, pero sí estuve presente y puedo darles el testimonio desde mi visión, que forzosamente irá envuelta de mi sentir, porque lo que más hice fue sentir que aquello que escuchaba era, antes que cualquier otra cosa, la convicción de que vivir a Cristo es reconocerlo en nosotros mismos y en el otro. Nada nuevo, por supuesto. De ese reconocimiento están llenas las escrituras que cada domingo escuchamos en misa. Y sin embargo, aquí había algo más. Algo mucho más real y concreto, mucho más cierto y mucho más palpable. Ese ingrediente adicional era la acción. Todos y cada uno de los expositores nos hablaron no sólo de la fe en Dios, en Cristo, en su Palabra, en su Reino, sino de las acciones que convierten a la Palabra en Acto, para que todo eso que comprendemos es Dios, Cristo y el Reino, tenga un sentido y a su vez le dé sentido a nuestra vida. Un sentido, que para que sea completo, debe transformarnos de forma particular y llevarnos a buscar transformar nuestro entorno social.
Lo que escuché no fueron sólo teorías de teólogos y especialistas, sino experiencias de vida que han sabido fundamentar su existir en las enseñanzas de Cristo, y que comprenden y quieren que comprendamos, que Cristo está vivo en nosotros siempre que convertimos nuestros ojos en Sus ojos, que ven y reconocen la injusticia, que ven y reconocen la dignidad de aquel a quien no se le otorga, que ven y reconocen el sufrimiento, y que por eso mismo no puede más que levantar la voz, para que quienes no escuchan los reclamos de una sociedad necesitada, escuchen, y para que quienes no son capaces de levantar su propia voz, se fortalezcan también, y hablen. Para que entre escuchar y hablar, hablar y escuchar, el diálogo de transformación sea realidad diaria, y en diálogo caminemos hacia la creación de un mundo dispuesto a incluirnos a todos. De un mundo en el que –como explicaría Gustavo Gutiérrez- el prójimo no sea aquel que encuentro en mi camino, sino aquel en cuyo camino me pongo, con la intención de cambiar su sufrir en el gozo de verlo existir en la plenitud de ser reconocido.
Escuché distintas voces, porque este mundo está hecho de seres distintos, de creencias particulares, de necesidades diferentes. Y sin embargo, aunque fueron diferentes expositores, hubo unidad, como la hay siempre que Dios y su Espíritu está presente. La unidad que otorga el respeto, el reconocimiento de que eres tan importante como lo soy yo, de que tu condición de mujer, de pobre, de homosexual, de migrante, de indígena, de hombre de fe, de agnóstico o ateo, de cristiano, protestante, anglicano o budista, no te define. Lo único que eres y soy, es un ser humano, y esa unidad es la única que cuenta cuando de justicia y dignidad se trata. Esa convicción es Cristo. Una convicción de la que no basta hablar. Hay que darle vida. Resucitarla en nosotros, dejarla hacer y actuar a través nuestro.
Esto es vivir a Cristo, creerle a Dios. Por eso mismo Jesús Espeja afirmó: “El testimonio, como la fe, no existen en el abstracto.” Es decir, dar testimonio de Dios no es negar la realidad, sino vivirla de lleno y transformarla del todo.
Lo que implica que la Iglesia –y recordemos que la Iglesia somos todos- necesita abrirse y dialogar con el mundo moderno, desde los pobres. Y la visión de pobre también tuvo que ampliarse, porque este mundo no sólo existen los económicamente pobres. La pobreza es también insignificancia. Ser insignificante, ser alguien que no cuenta, y que por eso mismo, no existe.
Y lo hermoso del término “pobre” es que para reconocer la realidad de la pobreza, hace falta reconocernos pobres también. Hace falta reconocer que somos individuos y por ende, una sociedad de pobreza espiritual. Es decir, una sociedad que necesita a Dios, que necesita ponerse en manos de Dios, y eso no es vivir con la esperanza de que los cambios se presentarán cual milagro, por sí mismos. Tener esperanza es crear motivos de esperanza. El verdadero milagro de Dios en nuestras vidas es asumir el espíritu de valía que como seres humanos tenemos, y con ese espíritu, en palabras de Raúl Vera, “crear procesos que nos lleven a construir una sociedad digna del Reino de Dios.”
¿Y qué es el Reino de Dios? Es un milagro, por supuesto. El milagro que, como en la multiplicación de los panes y los peces, nos lleva primero a unir lo que tenemos (los panes –que son Palabra- y los peces –que son acciones) para llegar a comprender que hay suficiente para todos, si estamos dispuestos a compartir aquello que somos y tenemos. El milagro de compartir, eso es el Reino.
Que el Reino de Dios, y Su Espíritu, sea con todos ustedes, con todos nosotros. Y que así sea siempre. Siempre.

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