domingo, 6 de enero de 2013

He perdido la fe

 
He perdido la fe. Sé que la tenía conmigo al salir ayer de casa. Sé que estaba en el bolso que llevo por alma y en el que guardo las palabras que me diste aquí y allá: en un poema, un pasaje, una oración, una historia… en la canción que sonaba en la radio aquel día que lloraba en el auto dispuesta a todo, cuando todo implicaba dejar de intentarlo… ¿Lo recuerdas? ¿Las recuerdas? Palabras que aseguraban que me amabas y que estabas conmigo. Palabras que sostuvieron mi mano y la guiaron a persignarme para recibir con tu signo un consuelo de amor.
He perdido la fe y la busco con ansia, con miedo, con el vacío instalado en mi vientre de nuevo, con ese hoyo negro que se roba la vida. He perdido la fe y esta vez es más triste que antes, cuando creí que no la tenía, porque no hay ya pretextos de un defecto en mi cuerpo que produzca hormonas de más o de menos. Estoy bien, dice el informe médico, y es cierto: yo sonrío todo el tiempo, y mi nivel de energía es tan alto como la capacidad que tengo de enfrentar el diario ajetreo de subir y bajar escaleras de oficios, deberes, estudios, planes y proyectos. 
He perdido la fe, y empiezo a perder también la esperanza de encontrarla en los viejos cajones de memorias, de fotos instantáneas tomadas al azar en momentos cruciales, de las muchas imágenes que juntos creamos en lo que fue nuestra historia de amor. Una historia escrita en un intercambio de emociones que hoy ya no encuentro por más que me afano en buscar, y que mi razón me dicta que no busque más porque no fueron más que inconscientes intentos de darle un sentido a la vida que hoy, sin ti y mi memoria de ti, ya no tiene.
He perdido la fe, tal y como perdí la inocencia de creer que existes en los ojos de aquel otro cuya ayuda y presencia busqué, busco, y quizá, porque así de cabrona es esta soledad, vuelva a buscar… pues la necesito. Necesito su presencia tanto como te necesito a ti. Y cada negativa me hunde, me arrastra, me obliga a prometerme a mi misma que ya no lo intentaré más. Que no tiene caso y no tiene fin, porque tu no estás en su mirada, ni en su alma, ni en el corazón de un mundo para el cual no existo. No existes.
He perdido la fe, y levantar hoy mis brazos para abrazar tu presencia se siente como querer llevar en hombros el peso de una vida que es, como tantas otras, un error, un azar, un conjunto de decisiones mal tomadas, el número de una estadística que me da el valor de una cifra más, y que me quita toda importancia de vida. Un nombre entre millones en un computador que no sirve para redactar biografías, sino para contabilizar fracasos.
He perdido la fe, y sin ella, me temo, nada valgo. Porque en ella están contenidas todas las razones para amarte, para amarme, para amar. Para verte como el arquitecto perfecto de mi vida. Para convertir mis errores en los aciertos que me guiaron a encontrarte al frente de mi existencia. Una existencia que no es una cifra, ni un fracaso. Una existencia que es tan única como el amor que sólo a mí me has dado, porque así de importante soy. Así de buena. Así de bueno Tú. Así de buena esta vida que nos llevó a encontrarnos el uno con el otro. Así de bello el misterio.
He perdido la fe, y sé muy bien que es probable que la haya dejado recargada en en el asiento donde intenté sacudirme las ideas de que por encima de tu Palabra está la tradición de un orden jerárquico que no refleja la unidad de tu imagen sino el contraste de los opuestos: hombre y mujer; cielo y tierra; mal y bien.
Es probable, sí… seguro fue ahí donde la perdí. Porque fue en esa silla donde supe que vivo en un mundo ciego y terco. Y no hay peor terquedad que la ceguera que nos lleva a ignorar que el otro –y el otro en demasiadas ocasiones somos nosotros mismos- existe. Sí, fue ahí donde comprendí que para muchos, demasiados, yo sigo siendo nada. Fue ahí donde comprendí que esas ideas las llevo también grabadas en mi antropológica memoria, y que son como el virus de un antiguo mal al que estamos tan habituados que creemos normal.
Y mira, mira qué lindo fue darme cuenta, porque con la sonrisa que nació de mis labios pude ver la alegría y el orgullo que te causa que tu niña querida tome consciencia de un hecho tan simple y a la vez tan complejo. Y con ese “darme cuenta”, por fin logré extraer de este bolso que llevo por alma la Verdad que te hace mi valor más preciado, mi razón más exacta, mi inexactitud más certera.
Y por fin encontré esta fe que creía perdida, y que nunca dejé en ningún lado, porque Tú no me dejas perder… porque me has hecho tan terca como este mundo ciego. Con la gran diferencia de que a mi me obligaste a buscarte en la obscuridad de mi vida para que no tuviera más remedio que abrir los ojos ante tu Verdad, que es la mía: soy tan hombre como soy mujer, y vivo para tu cielo en esta mi tierra amada. Amada por ti y por mi. Y el mal que me aqueja es la oportunidad de que en mí tu bien sea la regla de toda excepción. Y existo para tu existencia. Y vivo para darte vida. Y soy tan tuya como Tu eres mío. Y algún día moriré también por ti como he vivido muriendo por encontrarte como la fuente de mi realidad. Eres mi amor, mi sol, mi vida, mi ser. Gracias por darme este granito de fe. Gracias, mi bien.

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