El tigre decidió confiar en el hombre, y el tigre perdió. El tigre del que hablo es una mujer. Su nombre es Magda.
Magda, como el ser vivo que es, tiene el instinto de supervivencia bien puesto. Y es este instinto el que la llevó a buscar ayuda médica y terapéutica para combatir la depresión que amenaza con quitarle la vida. Una vida que ella quiere vivir… Se muere por vivir.
Ella buscaba ayuda y él –Miguel, se llama- la ofrecía como el terapeuta que es. Dentro del medio Miguel era casi un gurú. Y como todo buen gurú tenía su séquito de seguidoras –sí, todas mujeres. Durante algún tiempo ella asistió a una de las terapias de grupo que Miguel dirigía, y presenció cómo lograba despertar conciencias a través de la confrontación de sus discípulas, y más importante aún, lo vio dar fuerza, ánimo, consuelo y confianza, a quienes despedazadas necesitaban resurgir de las cenizas.
Después de un tiempo decidió, por fin, ponerse en sus manos. Este “ponerse en las manos” de alguien implica mucho. Implica confiar y seguir la voz de quien te guía, como lo haría un ciego ante la voz del amigo. Implica quitarte las vestiduras, ser quien eres, tal y como eres. Implica… que estás a merced del otro.
La inocencia con que confió fue total. Le pidió “trabajar”, como suele decirse, con su miedo a la vida que la llevaba a querer morir, aún cuando lo que más deseaba era sentirse viva.
Confió como lo hace un niño ante el adulto. Y todo empezó así: con esa niña parada en el centro de aquel cuarto, rodeada por las miradas de otras mujeres que en ella veían a su propia niña confiar. Él dio indicaciones. Ella las siguió hasta colocarse en un camino que la dirigiría al éxito de su búsqueda. Él le pidió que definiera qué la detenía. Ella dijo: “El dolor. Me detiene el dolor”. “Siente el dolor”, ordenó él. Y ella, obediente, se dejó sentirlo como nunca antes se había dado permiso. Lo sintió… lo sintió hasta las entrañas y gritó. El grito fue un cuadro de miedo y de desesperanza en el que quien grita parece derretirse mientras su entorno se desmorona. El grito literalmente la dobló, y ella ya no pudo levantarse. Ya no pudo. Ese grito alertó a todas las presentes, y a ella la transformó: de ser una niña desvalida se convirtió en el tigre herido que es. Y su desgarrador rugido fue una señal de alarma: “no puedo, no puedo con el dolor, no puedo”. Miguel, al ver al tigre, sacó su látigo, y dispuesto a dominarlo empezó a lanzar latigazos mientras se escondía detrás de una silla. Con aquella distancia bien delimitada y con su látigo le insistía, le gritaba: “¡levántate, levántate, levántate y mira el éxito! ¡Levántate de una vez!”
Entonces, algo hermoso sucedió. Ella logró levantarse y miró al éxito mientras su rugido lanzó una sentencia: “!Mira, mira! ¡Logré levantarme a pesar del dolor! ¡Logré levantarme a pesar de tener a este pinche terapeuta presionándome!
Ese pinche fue dicho lanzando la mordida. Fue dicho con ganas de joder, de lastimar tanto como el dolor que la tenía paralizada, de lastimar tanto como los látigos que la empujaban y obligaban a ver un éxito que –ahora lo veía muy claro- no era suyo, a recorrer un camino que no quería, y ser, en fin, la niña que no era. Ese pinche lo dijo el tigre que quería ser tigre, que quería ser reconocido como tigre, aceptado como tigre y amado como tigre. Ese pinche fue un reclamo, una solicitud de respeto. Un: “Mira, estoy viva y quiero existir. Ayúdame a existir. ¡No me jodas!”
Pero eso, la belleza del tigre que surgía y pedía ayuda, nadie lo vio. Nadie.
Ni siquiera el ojo entrenado de Miguel, quizá porque no estaba acostumbrado a que su figura de gurú se viera reducida a un simple ayudante de cocina –que eso significa ser pinche. Ante el rugido y el ataque, Miguel tiró el látigo y sacó el arma. Y sin pensarlo, seguramente muerto de miedo también al enfrentarse a un tigre capaz de recordarle que él está ahí para ayudar y no para ser el ego que se infla con los éxitos de otros, le dio un tiro certero en pleno corazón: “¡Se suspende la sesión porque esta mujer no sabe respetarme!”
El camino en el que ella se encontraba desapareció de golpe. Los ojos de Magda regresaron a la realidad de aquellas cuatro paredes en donde un grupo de mujeres la miraban con repugnancia y desprecio, completamente ofendidas de estar frente a alguien capaz de insultar a su maestro, a su guía, a su gurú, a su hombre.
El alma de aquel tigre se rompió y cayó al suelo. En siete pedazos se destrozó. Miguel, más pronto que tarde salió de la sala con la cabeza en alto. Imposible saber si su orgullo era ficticio o real. Careta o convicción. Salió temblando de enojo, o miedo, sabrá Dios que le pesaba más. Las discípulas salían tras de él, murmuraban y apresuraban el paso para acercarse a su maestro y consolarle, lamer sus heridas y asegurarle que él merecía todo el respeto que exigía y que ellas estaban más que dispuestas a dárselo.
Las pocas mujeres desconcertadas que se atrevieron a quedarse a solas con el tigre, aún parado y temblando en medio de la sala, no supieron si acercase al animal herido. ¿Cómo te acercas a un tigre? Poco a poco salieron sin hacer ruido.
Magda se vio sola y como pudo recogió los pedazos de su tigre, de su alma, del suelo. Se sentían pesados, como piedras, como bloques de mármol: fríos y sin vida.
Y así, fría y sin vida, con un cuerpo cansado y una mirada perdida, se arrastró hasta su casa, se metió en su cama, y se tomó de golpe el somnífero que el psiquiatra le había recetado a gotas para dormir mejor. Esta vez quiso dormirse hasta el cansancio, hasta la muerte.
Cuanto bien le habría hecho saber que al detectar un grave peligro, nuestro organismo activa un sistema de alarma –o instinto de supervivencia- que lo prepara para sobrevivir y se ponen en marcha acciones de huida o pelea frente al peligro inminente, sin importar si aquel peligro es una amenaza real o psicológica.
Le habría ayudado a no condenarse a sí misma como la condenó Miguel, movido también por sus propios mecanismos de autodefensa.
Le habría hecho mucho bien saberlo, pero entonces no lo supo. Derrotada cerró los ojos y durmió y durmió y durmió. Y a Dios gracias fue lo único que hizo. Quizá el somnífero fue poco, quizá nunca fue un medicamento de cuidado. Lo importante es que despertó.
“Dios mío, ¿qué hice?” Despertó ella y despertó su conciencia, su compasión, su amor propio. “Dios” Y Dios estaba ahí. “Dios, ayúdame Tú.” Y Dios estaba ahí. La escuchaba, le acariciaba el rostro y le decía: “Sí, claro, Yo te ayudo… Yo te ayudo.”
Quiero decirte que aquella caricia bastó para que su alma de tigre volviera a ser un tigre. Y que ella logró ser todo lo que es, todo lo que nació para ser. Pero los milagros no existen. No así. No son magia ni arbitrariedades.
Lo que puedo decirte es que los siete trozos fríos y pesados de su alma, dejaron de ser piedras y cobraron vida. Una vida frágil y vulnerable, pero vida al fin. Porque la vida llama y el alma siempre escucha a su creador cuando susurra su nombre: “Magda”, dijo Dios. Lo dijo y sopló sobre los trozos de su alma. Entonces, cada pedazo se convirtió en una mariposa. Y poco a poco siete mariposas comenzaron a aletear muy suavemente sus alas. No eran alas de colores. No. Aquellas eran mariposas monarca y compartían con el tigre su color y su fuerza. Si el tigre defendió la fragilidad de su interior, ellas la exhibían con sus delicadas alas. Y si ellas aparentaban delicadeza y vulnerabilidad, el alma del tigre las alimentaba y las hacía más fuertes que el viento, más sólidas que la distancia y más firmes que los obstáculos.
Por supuesto, ella estaba hecha pedazos. Sigue hecha pedazos. Y no sabemos aún si algún día dejará de ser trozos de mujer para convertirse en un ser humano completo, reconocido, amado y aceptado. Por ahora, es un conjunto de cualidades y defectos que aprenden a vivir y convivir entre sí. Un grupo de mariposas que se ayudan, apoyan y alimentan entre sí. Un grupo de mariposas que llevan un tigre por alma. Y que recorren un camino que primero Dios las llevará a casa, donde quizá puedan iniciar una vida nueva y mejor. Donde quizá haya esperanza.
El tigre decidió confiar en el hombre, y el tigre perdió.
Dios decidió confiar en el alma de un tigre, y le dio alas para alcanzar el cielo.
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