Él era un hombre que conoció la prisión. Sus fraudes le valieron 5 años y otro par de batallar en encontrar un buen sueldo que le permitiera sentir que su vida podría encontrar otro camino. El buen sueldo del que hablamos no era ostentoso, en realidad ni siquiera era bueno, pero sí era el mejor que había logrado conseguir hasta entonces. El trabajo de maestro de una secundaria para señoritas de las Hermanas del Eterno Refugio, se lo consiguió su prima Consuelo, o Concha, como solían decirle. Ella era monja y pidió se le diera a su primo el beneficio de la duda. Es un buen hombre, insistió con la Madre Superiora. Es un buen hombre, es un buen hombre, es un buen hombre. Lo decía convencida de que su compañero de juegos de infancia tenía que serlo. Insistió e insistió e insistió, como jaculatoria del rosario, hasta que la Madre Superiora decidió confiar en quien, después de todo, tenía la acreditación necesaria para fungir como maestro de Historia.
Ellas eras muchachas bien, como suele decirse. Hijas de familia, niñas decentes y un verdadero dolor de cabeza para quienes como él, intentaban transmitirles conocimientos. Su altanería se traducía en una sutil pero muy evidente actitud de superioridad que se manifestaba con comentarios sarcásticos y molestos, encaminados todos ellos en dejar bien claro que ellas no querían nada de sus maestros, no esperaban nada y nada estaban dispuestas a dar. En este ambiente de tensión la estrategia empleada por todos era la disciplina extrema, que ellas constantemente retaban de formas pasivas. Así, ante los ojos de todos ellas eran buenas conciencias, pero en la soledad del salón su antipatía se reflejaba con constantes señales de desprecio por todo lo que quisieran enseñarles, así como expresiones que dejaban entrever que aquello que recibían no tenía ni sentido ni razón de ser. ¿Para qué sirve? ¿Qué caso tiene? ¿Vale la pena? Y tenían tanta experiencia en esa actitud pasiva-agresiva que el cuestionamiento terminaba siendo no para el contenido de la materia sino para quien pretendía enseñarla. ¿Para qué sirves? ¿Qué caso tiene tu vida? ¿Vales la pena?
Lo dicho, las señoritas eran un dolor de cabeza.
El profe de Historia llegó incluso a acostumbrarse a ese maltrato y a considerarlo un mal necesario. De modo que su labor docente, que al principio intentó ser entusiasta y entregada, muy pronto perdió intención de esfuerzo y se volvió algo tan monótono como el sinnúmero de reglas y hábitos que las niñas debían de seguir todos los días para garantizar de algún modo su buen comportamiento y una conciencia limpia.
Un día como tantos, el profe de Historia daba su clase, es decir, dictaba. Las muchachas con sus rostros apagados y sus manos cansadas, tomaban nota lo más rápido que podían. De pronto el profe vio que dos de ellas se pasaban algo por debajo de las bancas. Se levantó con enojo y pidió le dieran lo que suponía era un papelito con mensajes o dibujos de burla. En su lugar encontró un espejo. Las señoritas no tenían derecho a tener espejos en aquella escuela. Fomentaba su vanidad y distraía su atención. Ni siquiera en los baños había un espejo y se les reprendía si se les veía preocupadas por su aspecto frente alguna ventana. Una muchacha decente no debe preocuparse más que por darle un buen rostro a Dios a través de la oración, el sacrificio y las buenas costumbres.
Él, consciente de que aquello era materia prohibida, tomo el espejo y lo llevó a su escritorio. Haberles arrebatado ese espejo le dio, por un momento, cierta satisfacción. Una de cal por tantas de arena. Pero entonces sucedió lo que nunca imaginó que podría suceder: se vio reflejado en la mirada de una de las muchachas que lo veía con total y absoluto odio. Él, que siempre creyó que no tenía nada en común con esas “escuinclas malcriadas”, reconoció la misma mirada que infinidad de veces encontró en sus compañeros de celda, cuando la prisión les arrebató la vida y les dictó su monotonía y vacío. Se vio en esos ojos rencorosos. En ese espacio privado de la libertad de ser quien soy, de desear lo que deseo, de creer que valgo algo más que unas reglas que debo seguir sin cuestionar y sin replicar. Se vio en esos ojos cual espejo, y supo que ellas y él tenían mucho en común. Comprendió de golpe que ellas también eran prisioneras de sus circunstancias y de las expectativas que se tenían de ellas. Y supo entonces que librar una batalla contra aquellas adolescentes era tan absurdo como querer golpear la pared de una celda para derribarla. La pared no tiene la culpa y finalmente la única libertad real y posible se encuentra en el vacío que los muros crean. Ahí, en el interior de todo espacio vacío se encuentra representada el alma de todo prisionero. Ahí está la capacidad de crearse a sí mismo, de decidir creer en sí mismo y de hacer algo con uno mismo y por uno mismo. Llenar nuestro vacío es nuestra libertad.
Pero esas son cosas que tardas en descubrir, y hay prisioneros, personas, almas, que nunca lo descubren y viven atados a sus miedos, costumbres, limitaciones y expectativas. Hay infinidad de seres que nunca alcanzan la libertad porque nunca llenan sus vacíos y se dejan consumir por ellos, alimentados por el rencor y el odio, por la desesperanza y la frustración.
La mirada de odio que le dirigía aquella muchacha rompió el silencio: “A usted qué le quita que tengamos un espejo. Si no quiere que estemos enojadas con usted, regrésenos el espejo.”
“¿Me estás amenazando?”, preguntó el profe con total comprensión de la gravedad del asunto. Ella agachó la mirada porque fue sorprendida en su rencor, en su enojo y en su total y absoluto deseo de hacerle daño a quien representa una autoridad que nunca la ha tomado en cuenta. El profe siguió su clase, es decir, retomó el dictado hasta que la campana indicó que la hora de Historia había terminado. Entonces se levantó, tomó sus cosas y “olvidó” el espejo en el borde del escritorio, el cual desapareció apenas dio dos pasos hacia la puerta.
Al siguiente día el profe de Historia entró al salón y habló abiertamente del incidente: muchachas a mi me da lo mismo que tengan o no un espejo, pero no me da lo mismo perderlas. Si encuentro un espejo se los voy a quitar, no porque quiera hacerles daño sino porque quiero ser su maestro. Y si no lo hago, como se espera que lo haga, corro el riesgo de dejar de serlo. Así de fácil. De modo que voy a pedirles que durante mi tiempo con ustedes no se pasen cosas que pudiera yo quitarles, porque verán, ustedes son “mi espejo” y no quiero que nadie tenga un pretexto para quitármelas. De modo que ustedes cuiden sus espejos que yo cuidaré los míos. ¿De acuerdo?
Ellas se miraron extrañadas entre sí, y movieron las cabezas en silencio hacia arriba y hacia abajo, y fue así que firmaron en aire su pacto. El profe inició su clase. Pero esta vez la Historia no fue una dictadura. Esta vez les platicó la historia como a él le gustaba imaginarla, y por primera vez el vacío de aquellas cuatro paredes empezó a llenarse de imágenes de hombres y mujeres que buscaban cambiar el curso de sus vidas y que en su búsqueda liberaban sus almas. Esta vez la Historia fue un espejo en el que buscamos el reflejo de nuestra libertad. Y en la búsqueda surgió la esperanza de encontrarla.
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