lunes, 2 de noviembre de 2020

La taza

 


Tomó la taza y la aventó. La taza desparramó el café con leche y azúcar por todo el suelo, pero no se rompió. Ella se llenó de aún más furia. ¡¿Cómo es posible que se desparrame y no se rompa?! Ella no tenía ninguna intención de tirar el café. Vaya, ni siquiera sabía que la mentada taza tenía café. Sólo quería que la taza se rompiera en mil pedazos. ¿Para qué? Para sostener su alma en lugar de la cordura. De cualquier manera “estar mal, ser difícil, insufrible y molesta” era el pan de cada día, no tenía caso –no en ese instante- esforzarse tanto por conservar la cordura. Después de todo, lo que en ese instante estaba en juego no era la taza. Era su alma la que se estaba rompiendo. Era ella la que estaba a punto de caer al suelo, como tantas veces antes, para después tener que levantar las piezas e intentar reconstruirse.

Pero esta vez no quería reconstruirse. Le ha tomado lo que parece ser una eternidad recuperar piezas y pegarlas. Hay piezas que se han perdido ya, en la memoria de los daños hechos, y hay vacíos que nunca más podrán llenarse. Y si ella fuera una taza quizá tirarse a la basura, a la perdición total, sería la solución. Siempre se puede comprar una taza nueva.

Pero ella no es una taza. Y si sigue rompiéndose uno de estos días no va a salir con vida. Y al escuchar ese reclamo, ese recuerdo de lo que fue su momento más bajo, más humillante, más triste, más vulnerable, más solitario, sintió que su alma regresaba a ese entonces y que todo empezaría otra vez –la tristeza, la culpa, la amargura, la soledad, la total y completa falta de empatía hacia ella, no sólo por parte de los demás, sino sobre todo por ella misma. ¿Cómo es posible que haya creído? ¿Cómo puede necesitar tanto y creer que a alguien efectivamente le importa su sentir, creer, pensar? ¿A quién puede importarle ella? ¿Cómo se puede ser tan estúpida?

Ella tendría que volver a pagar con creces lo que ya había pagado una y otra y otra y otra vez. Y que, de hecho, nunca fue algo que tuviera que pagar, porque fue algo que a ella también le sucedió. No fue maldad ni el deseo de hacer daño. Fue el creer que era escuchada y vista, y que nadie se reiría de sus deseos y sueños. Fue el creer… y no debió creerlo. No había verdades ahí, sólo conveniencias, y ella fue conveniente, su ingenuidad fue conveniente, su vulnerabilidad fue conveniente, su sentir fue conveniente, su ser quien es, fue conveniente... eso es lo que a ella la define por sobre todas las cosas: es conveniente… para todos, menos para ella.

Por eso tiró la taza.

Porque de manera inconsciente necesitaba que algo pagara las consecuencias. Su alma, rota, desfigurada y llena de vacíos, ya no.

¡Pero la maldita taza no se rompió! En lugar de eso, desparramó todo el café con leche y azúcar en el suelo, y lo hizo como con tal desfachatez y desconsideración que hasta rebotó la pinche taza dos veces antes de terminar de tirarlo todo. Y ya inmóvil en el suelo, pero intacta, parecía reírse y decirle: haz lo que quieras, grita lo que quieras, llora lo que quieras, sufre lo que quieras. Hagas los que hagas, tus errores, tu carácter, tus defectos, son tu perdición. Tú eres tu perdición. Tú estás perdida ya, y nunca, nadie, podrá perdonarte el ser tú. Tú eres el problema. Tú.

Ante esta realidad, miró la taza y dijo: ¡No! ¡Esta vez vas a pagar tú porque mi alma ya está cansada y… o te mueres tú o me muero yo, pero hoy, alguien va a morirse!

Tomó la taza con toda su fuerza y convicción, y la aventó de nuevo.

Esta vez no voy a pagar por ser quién soy nunca más. ¡Y si no me quieren con todo lo que soy, no me quieran!

La taza se rompió.

Ella dio la vuelta y dejó la escena del café con leche y azúcar desparramado en el suelo, y una taza hecha trizas, tal y como tantas veces la han dejado a ella. Y no levantó ni un pedazo de esa maldita taza.

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