sábado, 5 de marzo de 2016

Lo que hoy te ha salvado



¡Qué tan vacía tiene que estar un alma para ser feliz y agradecer migajas!
¡Qué tan pequeña debe sentirse! ¡Qué tan inútil deben ser sus esfuerzos!
¡Qué tan absurdo debe ser el amor que profesa!
¡Qué tan ridículas son sus entregas si el mundo
no se hizo para esta alma errante, sin patria y sin vela!

¿Para qué desgastarse en un grito?
¿Para qué el clamor de sus penas? Si sus penas son nada,
porque ella ES nada. Y a la nada le basta el rumor del silencio.
¿Por qué te empeñas, entonces, por hacerte presente?
¿Qué sentido le encuentras a la mera existencia de tu alma vacía?
¿Qué pretendes mujer con tu llanto y tu súplica?
Deja ya de insistir, que el pan de la mesa no será para ti.
¿Es que acaso has creído que tú puedes salvarte?
¿Es que acaso has pensado que conviene mirarte?

Si es verdad que lo piensas, si es verdad que lo crees con total convicción,
no te des por vencida, no dejes de insistir.
Míralo al vacío de sus ojos obscuros de tanto no mirarte,
e ilumínalos tú con brillante sarcasmo que sacuda sus huesos
y que él -mente abierta a verdades vedadas,

hombre sabio y sensible,
Dios humano en espera de tu despertar-
pueda con total claridad entender. 


No soy perro, dirás, y no puedes ofrecerme migajas.
¿No es acaso lo que cae de la mesa lo que ofrecen los pobres?
No me digas que es tu pobreza quien habla, 
porque tú nunca has sido ni serás como ellos;
porque yo, que te amo y conozco la bondad de tu ser,
no lo puedo aceptar. 
Mírame con el cielo que tienes por mirada 
y ve tú la manera de incluirme en tu mesa,
pues soy hija como tú eres hijo, 
pues soy tuya como tú eres mío, 
y en el yo y en el tú hay un solo latido, 
muy humano, muy divino, 
muy dispuesto a unir. 

Díselo...
al oírlo surgirá la sonrisa en su rostro:
que se haga lo que pides. 
Ven y come conmigo.
Trae también a tu hija
y a las muchas hermanas olvidadas de sí,
y no vuelvas jamás a aceptar que te traten cual perro. 
Eres mía como yo soy de ti. 
Y no deben ofuscarse en la entrega 
ni creer que hacen bien en dejarte de lado. 
Y no debes aceptarlo en un llanto
ni callado ni fuerte.
Ven y toma lo que es tuyo.
Y que sean ellos los que pierdan su lugar en la mesa,
pues si siguen ofreciendo vacíos
seguirán obteniendo vacíos.


Anda y ven a sentarte a mi mesa, 
a comer de mi pan, a saciarte con agua, 
y dejar que mi sangre alimente tus venas.
Que es tu fe en tu propia valía lo que hoy te ha salvado
y te trae a mi puerta, y te da un lugar en mi ser
para que te conviertas en mis pies y cabeza, 
en mi andar, en mi voz, 
en apóstol, profeta y sacerdote también.

domingo, 21 de febrero de 2016

Vacía de fuerza




Vacía de fuerza para sacudir la arena acumulada en este cuerpo
ya no intento derribar los muros de mi alma encarcelada,
sostengo, en cambio, la minúscula semilla de un sí
-apenas pronunciado, a fuerza de ser más fe que asentimiento-
y la confirmación imperceptible de casi un dulce beso.

Eres hermano y guía, la luz de quien mejor sabe y a nada obliga.
Y eres, por eso mismo, la mano que sostengo sin descanso, 
la obstinación de fe que me levanta y el milagro que me mantiene viva.

Por eso, si alguna vez lo dudo, y pienso dejarlo todo atrás,
si alguna vez –y han sido muchas- decido dejar de ver ventanas,
y caigo en la árida comodidad de ser –sin cuestionarme- arena,
y, ser en ella lo que parece es la única realidad de mi existencia;
si alguna vez, insisto, intento dejar de pronunciarte,
entonces… entonces sí que grito y lloro y me atormento
y siento el fuego imperdonable que asfixia, sofoca y mata.

No puedo ni quiero dejar de imaginar que al ver tus ojos
me miras tú también con la profunda comprensión de quien entiende
aquello que me es impronunciable,
y al comprenderlo tú, yo dejo de estar sola
y, ¡oh! ¡Divina gracia! Existo…
En ese minúsculo instante, ¡existo!

No pidas nunca, entonces, que me aleje
-lo digo a mi alma, pues bien sé que tú has dicho: “sí, puedes quedarte”-
ni esperes nunca que deje de buscarle –le explico que te amo,
y debo explicarlo porque le tiene miedo al rostro de los hombres-.
susurro en oración que aún en la obscura soledad de las noches  
en que no veo señal de tu existencia,
aún ahí, aún entonces,
son el recuerdo vivo de tus imaginados ojos
y la sonrisa tierna que me brindas
las dos columnas que cargan el peso de estar viva.

Y sí, debes saberlo ya: la vida dejó de ser jardín hace ya tiempo,
y ha sido, en cambio, campo fértil de toda clase de abusos y artimañas
con que pretenden los otros -ellos que pueden- exaltarse
al tiempo que pisan y empujan mi rostro -el nuestro-
hacia la culpa hueca de ser lo que no conviene que seamos:
tan sólo humanos.

No han visto al humano detrás del rostro que es tu propia humanidad.
Y en serlo radica el milagro que te hace –nos hace a todos-
los dignos hijos de un Dios que es misericordia, amor y canto.
Es esta frágil cáscara biológica y su esencia innombrable
lo que te hace extraordinario, lo que conmueve, lo que convence.
Lo que me lleva a amarte con cada célula, también biológica,
de este cuerpo que no se siente uno si siente que estás lejos.

De modo, mi bien, mi dulce y tierno bien, déjame pronunciar el sí
que te confirma que tú también puedes quedarte
en este cuerpo y este corazón que por ti late.
Decirte que aun cuando es verdad que ya este cuerpo es más residuo
que tierra fértil y que si bien quizá no pueda dar los frutos
que tanto hacen falta en este mundo,
es todo lo que soy y todo lo que tengo,
y hay en él un universo pintado con los interminables tonos
con que se escribe tu nombre.