–Me siento tonta cuando hablo de Dios. Eso fue lo que le confesé a mi abuela un fin de semana que fuimos a visitarla. –Es como decirle a alguien “te amo” y luego comprender que no es necesario decirlo, porque a ese alguien mi amor le tiene sin cuidado. O como escuchar una conversación ajena, digamos, en una cafetería, y atreverte a asomarte por la butaca, meter tus narices y dar tu opinión. No importa si lo que has dicho aporta o no algo, todos te miran con cara de “¿y a ti quién te preguntó? ¿Quién eres para decir algo?”
Mi abuela me miró, y tomó mi rostro en sus manos, como lo ha hecho siempre. –Pues sí, tontita, es absurdo hablar de Dios.
Soltó mi rostro y sacó dos tazas para servirnos café.
–De Dios no se habla. A Dios se le respira, se le escucha, se le alaba, se le agradece, y si tienen que haber palabras, las únicas que sirven y cuentan son la que existen entre Él y tú. Hablar de Dios es como querer ponerle una cereza a un pay de cerezas. Mejor dejar las cosas como están y si has de hacer algo, sírvete un buen trozo de ese pay. Y disfruta cada cucharada.
Colocó una enorme y humeante taza de café frente a mí.
–Mira tontita, yo sé lo que te pasa. Lo sé porque me pasó a mí, y le ha pasado a muchas, muchas personas. Tú quisieras ser “alguien” para poder hablar de Dios.
Puso la leche a un lado de mi taza y con un gesto me invitó a ponerle un poco al café.
–Vaya, te habría encantado ser “alguien” para hablar de lo que sea. Crees que si fueras “alguien” podrías hablar con la suficiente autoridad para decir lo que dices. Pero, gracias a Dios, a ti no te alcanzó ni el dinero ni las circunstancias ni el tiempo ni la salud ni nada, para obtener el título de “alguien”.
Y cada que dijo “alguien”, levantó las manos para dibujar las comillas que llenan la palabra del vacío que representa.
Vertí un poco de leche en mi café y le agregué dos cucharaditas de azúcar. Lo hice para darme tiempo y encontrar algo que responder, pero no encontré qué decirle. Tenía razón, claro, pero no supe cómo aceptarlo. Implicaba reconocer lo que siento: soy nadie.
Lo bueno de hablar con mi abuela es que sabe cuándo es conveniente dejarme a solas con mi sentir. De modo que nos tomamos el café en silencio. De hecho, no volvimos a hablar del tema en todo el día. Escuchamos música, le ayudé a preparar la comida, a lavar los trastes y nos reímos de las ocurrencias de mi hija. Pero justo antes de que llegara el momento de despedirnos, me pidió que la acompañara a la cocina.
–Tengo una pregunta para ti: Ahora que eres mamá, ¿qué es lo que más quieres que tu hija sea?
–Lo que sea que ella quiera ser, por supuesto.
–Ay, hija. De plano todavía eres una mamá muy nueva. No tienes ni idea de lo que quieres para tu hija. Pero yo te lo voy a decir, porque ya soy una mamá muy vieja y ya pasé por todo ese esfuerzo de buscar que mis hijos se realicen. Uno como padre vive tratando de darle lo mejor a sus hijos para que sean “alguien” en la vida, y te tardas toda una vida en comprender que en realidad lo único que quieres es que sean felices. Por eso no dejo de darle las gracias a Dios por haberte negado ser ese “alguien” que deseabas a cambio de que seas feliz. Y yo sé todo lo feliz que eres porque viví todo lo infeliz que fuiste. Y si hubieras sido “alguien” te habrías casado con ideas y conceptos que no te habrían dejado buscar las respuestas que necesitabas para llegar a ser feliz. Por eso, mi niña, no pretendas que “alguien” te lo reconozca. Nadie lo hará. Porque hace falta ser nadie para reconocerlo. ¿Me explico?
La verdad no sé si comprendí. Sólo sé que no soy el “alguien” que alguna vez quise ser, pero sí soy el nadie que sonríe la mayor parte del tiempo. Sé que lo agradezco tanto como me duele, pero eso indica que estoy viva. Y estar viva es lo único que importa. Estar viva y ser feliz. Eso, y poder comer un pedazo de pay a cucharadas.
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