El pasado vino a visitarme, o eso pensé.
Estará conmigo algunos días y después se marchará.
Me convencí, quise creerlo, y lo dejé instalarse.
Le otorgué el permiso de sentirse en casa, tal y como lo aprendí de mamá:
estás en tu casa, le dije.
Y, como si no lo conociera, le di las llaves de la puerta
para que pudiera ir y venir a su antojo.
Y él me tomó la palabra más allá de la letra.
Se instaló con total confianza y conchudez.
Se apoderó de mi sala, mi cocina, mi comedor y mi recámara.
Revolvió mis cajones en busca de recuerdos.
Tomó libros y cuadernos viejos que no volvió a colocar en su lugar.
Desorganizó apuntes que de por sí no estaban muy organizados.
Y cuestionó todo lo que hay anotado en mi agenda.
El pasado vino a visitarme
y no trajo consigo más que infinitos dolores de cabeza.
Su curiosidad enfermiza y su actitud altanera
de adolescente perdido incapaz de aceptarlo,
me fueron en extremo irritantes. Me enfermaban.
Desde que llegó, no había podido trabajar
por sus incesantes interrupciones.
Ni había logrado dormir a mis anchas ni disfrutar un momento de ocio,
pues cualquier instante de tranquilidad lo aprovechaba
para plantárseme enfrente y exigir mi atención.
Empezaba entonces el bombardeo de preguntas. ¿Y dónde están mis sueños? ¿Dónde está la vida que dijimos habríamos de tener?¿Dónde mis esfuerzos? ¿Dónde estoy yo en este presente tuyo?¡No estás!, por fin le contesté. ¡No estás ni quiero que sigas existiendo!¡No te quiero a mi lado! ¡Tú no has sido otra cosa que dolor y tristeza!¡Si pudiera acababa contigo! ¡Si pudiera te echaría de mi vida por completo! De hecho, deberías irte… ¡Toma tus cosas y vete! ¡Lárgate de una buena vez!Y a empujones lo saqué de mi casa.
Pero no se fue.
Con lágrimas en los ojos, se sentó en el patio…
Yo obligué a mi corazón a ser de piedra.
No podía someterme al chantaje de sus lágrimas.
Tarde o temprano tendrá que irse, me dije.
Pero no se fue.
Para colmo llovió esa tarde
y aunque la lluvia incrementó mi culpa, no cedí.
Fue cerca de media noche que ya no pude ignorar el hecho
de que el muchacho que alguna vez fui,
estaba solo y empapado en el patio de mi casa
-las cosas que podemos hacernos a nosotros mismos.
Me levanté de la cama, que era ya un infierno,
me puse una bata y salí a su encuentro con la firme convicción
de convencerlo de que se fuera, de que ya nada había aquí para él.
…
Enfrentar mi pasado fue ver lo cruel que he sido al juzgarlo.
Es sólo un muchacho perdido en sus aspiraciones y deseos.
Es sólo un muchacho.
Y yo lo he juzgado a partir del adulto que soy y no del muchacho que fui.
Lo olvidé, quise olvidarlo.
Pero hay que aceptar que es su juventud la que me impulsa
y mi presente no existiría sin él.
Fue tan difícil verlo a los ojos.
Tan doloroso saber que yo también contribuí
a crear esa soledad punzante que lo envuelve.
Porque hace falta aceptarlo: si es un muchacho molesto y pesado,
lo es porque no he querido cargarlo y responsabilizarme de él.
Es mío.
Yo soy ese muchacho perdido en sus aspiraciones y deseos.
Y al verlo, con esos ojos grandes e irritados de tanto llorar,
con esa ropa húmeda y fría,
con esa expresión de desesperanza y ese cuerpo cansado de no abrazar,
mi corazón de piedra se derritió al instante
y susurré: pedóname, no supe lo que hacía.
Mi pasado me extendió los brazos y se dejó caer en los míos, exhausto.
Fue entonces que me di cuenta de lo ligero que realmente es.
No pesa mi pasado, el pesado soy yo,
con mis exigencias y mi disciplina mal entendida.
Con mi empeño a dejar atrás todo lo que he sido por buscar
un futuro que ni rostro tiene, que no existe,
por huir de un presente que me he negado a transformar
por flojera, por apatía, por comodidad,
porque estoy demasiado ocupado
en vivir una vida que no quiero vivir.
Mi pasado vino a visitarme, o eso pensé.
Pero le he dado las llaves de mi casa porque es suya también.
He puesto reglas, claro, no puede hacer y deshacer a su antojo.
Es un muchacho mi pasado, después de todo.
Su adolescencia es tan total, tan rebelde y terca
que necesita aprender a comportarse.
No es fácil vivir con mi pasado.
Y estoy segura de que no debe ser fácil para él vivir con mi presente.
Mi madurez le resulta aburrida y mi sensatez monótona.
Y lo es, pero también es estable, constante y firme.
Atributos que necesita, y estoy hoy en condiciones de otorgarle.
Mi pasado, a cambio, me ha dado la alegría de saberme aún joven
… de corazón, al menos. Capaz de amar tan intensamente como siempre.
Él me recuerda quién soy, de dónde vengo y a dónde quiero ir.
Y ahora que lo veo de lleno, sin dramas ni complicaciones,
es fácil aceptar cuánto lo amo, y es fácil comprender que me ama también.
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