viernes, 24 de septiembre de 2010

Es más simple de lo que parece

La pregunta la sorprendió en medio del ajetreo de todos los días: revisar tareas, tomar asistencia, buscar el sello en la mochila, colocar el USB en la computadora y verificar que el reproductor de CD esté funcionando y en el track correcto.
La pregunta se instaló en su pecho como una llama ardiente que por un instante la dejó helada. El frío que la invadió fue como un abismo en el que se sintió caer. Todo, por supuesto, sucedió en tan sólo unos segundos. Del abismo al que se había sumergido se levantó al instante para seguir con la clase. No hay tiempo que perder, es muy poco el que tenemos, le dijo a los alumnos. Y después, volteó a ver a la niña que tenía frente a sí, con sus ojos muy abiertos y atentos a cualquier expresión de su rostro. Esa niña volvió a preguntar, con una sonrisa casi tímida e impregnada de verdadera curiosidad: Maestra, ¿qué harías si hoy fuera tu último día de vida?
Esta vez ya estaba preparada: No daría clase, pero no es mi último día de vida, así que a tu lugar. Vamos a empezar.
Más tarde, mucho más tarde, días, semanas después, la pregunta seguía con ella, sorprendiéndola, acosándola, intimidando su mundano existir. ¿Qué harías?
No es que nunca antes se le lo hubiese preguntado. Es que nunca antes había estado tan vacía de respuesta. No lo sabía. Y no saberlo la atormentaba. No saberlo fue precisamente lo que la paralizó. Darse cuenta de que ya no sabía quién era ni qué quería. No tenía idea de cómo había llegado a donde estaba ni a dónde deseaba ir. No veía el futuro más allá de la siguiente semana de planeación. Estaba en blanco. Y esa niña, con escasos 10 años, la había sacudido y le había dado una enorme bofetada que la despertó. ¿Cómo puede vivirse una vida, sea de un día o de varios años, si no se sabe qué se va a hacer?
Y las respuestas comunes no sirven: pasarla con mi familia, visitar a los amigos, comer rico, tomar vino, hacer ejercicio, ir a la playa, ver el atardecer… no, nada de eso sirve. Porque cuando te enfrentas a la pregunta tan desprevenidamente como le sucedió a ella, la pregunta se convierte en una exigencia: ¿qué vas a hacer?
Por fin llega el día en que no puede más, y con un poco de rencor y tristeza le pide a la niña de escasos 10 años que se acerque. ¿Qué harías tú si hoy fuese el último día de tu vida? ¿Yo?, dice la niña muy contenta de que por fin va dar su versión de la respuesta correcta, yo lo viviría ¡al máximo! Y remata su respuesta con una sonrisa amplia y hermosa en su sencillez. La maestra, ya sin rencor y sin tristeza, sonríe también, la abraza y le da un beso en la frente. Pues sí, ¿verdad? … Todos a sus lugares, vamos a empezar.

sábado, 13 de marzo de 2010

Forgive them, they don't know what they do

I know... I should get over it, but it's still there. I'm trying to let go and I know that understanding the human nature of those who have hurt me should do the job... I hear the words "Father, forgive them, they don't know what they do"... and a part of me jumps on my seat and can't stay put: Shouldn't we let them know what they are doing? Shouldn't someone teach them a lesson? Do I really have to stay put and do nothing about it?
Why can't I just let it go?
Because I need to be recognized. I need to know that they know how they hurt me. I need empathy. I need it... I want it... And I don't want to let it rest until I know they know....I don´t want to forget until I can be sure it won't happen again... I don't want it to happen again. Who will acknowledge me...
And again my mind goes to that same scene where Jesus is just letting things happen and placing his spirit onto God's hands. And Jesus is telling me, without any words: I AM acknowledging you. I know how it hurts.. I know it's not fair. I know how painful and how broken you feel, and I know just how close you are to losing all faith in others, in yourself, and in God. I know because I went through it. So I'm going to take your hand and I'm going to let the pain die so that you can live again. You don't have to do anything, you don't have to speak, you don't have to make anyone realize, you don't have to teach anything, you don't have to try... I AM with you. That's why I did everything I did: to be with you...let Me be with you... let’s just be together, and let's let God do the rest.
Forgive them... please.

Nail it to the cross

Forgiving has been a topic that has kept me busy. Not because I have been too willing to forgive, but because it made me realize just how separated from God I really am. When Scott mentioned during my church’s service that an indicator of a person truly walking with Christ is how quickly and easily that person can forgive, I immediately realized just how far away I have been from Christ.
I remember a time when I wasn't so resentful, but now that I am, I just can't find peace and be content with enjoying the beautiful things I now have in my life.
Another thing that has been hunting me is what Scott said about nailing our resentments to the Cross.
Nail it to the Cross, he said. That phrase has been with me again and again. I know it’s not literally, I understand it’s symbolic, but what does it represent? How do I nail it to the Cross?
And yesterday, it hit me. I remembered that I had once thought to myself that Christ’s sacrifice was not just dying for us, it was deeper than that. It was the way he died that makes an enormous difference. He died being judged, betrayed, hurt, broken, put down, laughed at, I mean, all sorts of terrible things where done to him… and he didn’t deserve any of them.
Nevertheless, at one point, just before his crucifiers divided his garments, He said: “…Father, forgive them, for they do not know what they do.” (Luke 23: 34)
As these words -“…Father, forgive them, for they do not know what they do.”- came to my head again I remembered that Jesus is the Way because He is our greatest example. That is the moment he nailed all of our sins, hurts, betrayals onto the Cross. Sometimes people tell you “be the bigger person” in a given situation. Well, that’s the moment Christ was the Biggest Person ever. That’s the moment when he was teaching us how to nail resentments to the cross. He was loving even then. He understood the nature of those who were hurting him and was praying, asking God to be kind to them, to understand them too.
I hope God gives me the straight to forgive as well. To let the hurts I have die on the cross instead of continuing to live inside of me. Nail it to the cross and leave it there, let it die and stop it from keep on hurting.

martes, 25 de diciembre de 2007

No me digas "güey"

No se sabe cómo ni en dónde surgió esa expresión de "güey", pero hoy en día es la palabra más utilizada por millones y millones de mexicanos. No es difícil imaginar que la intención de quien quiera que la utilizó por primera vez era decir "buey", pero que por ignorancia dijo güey. Y la palabra se quedó, por ignorancia o una total falta de inmadurez, en los labios de quien quiera que la escuchaba. Como una epidemia todos empezaron a llamarse güey entre sí, hasta que México se convirtió en un país lleno de güeyes.
Se dice que Adal Ramones contribuyó mucho a la difusión de dicho termino. Yo no lo sé de cierto porque yo no solía ver su programa, pero al parecer fue ahí donde quedó establecido que ser güey era "cool".
Pero a mi no me digas güey. Yo no soy una casi bestia (porque ni a bestia llega el término) al que se le ha castrado para hacerlo sumiso, dócil, dejado y que sólo sirve para jalar el arado o lo que es lo mismo, seguir la corriente y hacer lo que se le dicte sin cuestionar.
A mi no me digas güey porque yo sé que uno es lo que afirma ser y me respeto lo suficiente como para no tolerar que un güey me quiera identificar como su semejante.
Y quizá haya quien piense que exagero, que sólo es un término inofensivo que implica amistad, camaradería, pero las palabras no son inofensivas. Tienen vida, tienen fuerza, tienen alma. Nos forman y transforman. Nos creamos y recreamos a través de ellas.
Y me es triste saber que más de la mitad de los mexicanos se consideran güeyes. Es espantoso escuchar a un chavo rematar cada frase que dice con un "güey", como si hacerlo fuera una distinción (no se da cuenta de que es uniformidad). Es triste ver que si hay que hablar con alguien o referirse a alguien, basta mencionar al güey que al parecer todos llevan dentro, para identificarlo y de paso despojarlo de su individualidad.
Total, a mi no me llames güey, porque no es un asunto de ser o no ser. Aquí no hay duda y no debería de haberla en tí.

sábado, 30 de junio de 2007

Se sabe un fraude

Hay días en que amanece con la agresión en la boca. Discute entre sueños y abre los ojos entre gritos. Llora de coraje, pero sin lágrimas. Llora con los puños, con el estómago que se retuerce sin provocación. Despierta a un mundo de enemigos:
El mecánico que le entregó el auto tres horas después la semana pasada. El conserje que dejó abierta la puerta del garaje hace un mes. La torpeza de una desconocida que al subir al ascensor lo empujó y le tiró de la mano un pedazo de papel sin importancia, pero suyo. Su jefe, que pide cinco veces la misma explicación y cinco veces él responde con la esperanza de que, esta vez, sí entienda el muy estúpido. La maldita vieja de la recepción que siempre le dice Pedro, en lugar de Jorge, y encima de que pretende cambiarle la identidad lo hace con una enorme sonrisa de madre adoptiva, y todo porque dice que le recuerda a su sobrino de no sé qué pinche pueblo del norte de Aguascalientes. A quién chingados le importa, piensa mientras le sonríe como buen hijo adoptado. “¡A qué Doña Carmen!”
Sería más fácil si llorara, pero no sabe hacerlo. Sabe luchar. Amarrarse los huevos y sacar adelante la chamba. Sabe codearse con idiotas y pretender que le caen bien con tal de que firmen un contrato o le hagan la vida sencilla y no se quejen del servicio que, bien lo sabe, es deficiente y no tiene nada que ver con lo que promete como vendedor del mismo.
Se sabe un fraude y saberlo le come las entrañas, pero no es eso lo que lo desquicia. Lo mata saber que no tiene otra opción más que ser un fraude. Lleva ya demasiado tiempo buscando otro trabajo, un lugar en este puto mundo en el que se sienta él, verdaderamente él, y no el títere de una compañía a la a que no le interesa hacer un buen trabajo sino garantizar las entradas de dinero.
Sus jefes, los hijos de los dueños originales, han tomado toda clase de cursos de superación y de administración pero no saben ni madres de lo que es dar lo que se ofrece, de lo que es amar el trabajo que se realiza. Están ahí porque ahí está el dinero de la familia. Y Jorge está ahí para garantizar que la línea continúe, para dar solución a problemas que no debería presentarse si se hicieran bien las cosas y para tratar de no dejar lo mejor de su persona en manos de gente que no tiene respeto por su trabajo y que piensa que cualquiera podría hacerlo precisamente porque nunca lo han hecho ellos mismos.
No siempre fue así. Al principio, hace ya demasiado tiempo, invirtió en su chamba todo su ser. Llegaba a trabajar con la sonrisa en el rostro y la esperanza en la mirada. Creía que era un agente de cambio, no de ventas. Era, ahora lo dice, un ingenuo.
En menos de dos años todo ha cambiado. Es el mejor en lo que hace pero se siente peor que nunca. Ha pasado de ingenuo a hipócrita. Se odia.
Hay días que amanece con la agresión en la boca. Lo triste es que la mala cara siempre la reciben quienes realmente lo aman y ven en Jorge cualidades que él ha olvidado que existen. A los otros, conocidos y desconocidos a quienes llama verdugos, les sonríe. No sabe hacerlo de otro modo.