martes, 26 de abril de 2011

Desarraigo

Desarraigo. Imagino un árbol plantado en el mar, que por un extraño milagro ha crecido, algo deforme y tosco, sin mucho follaje, pero de algún modo bello, a pesar de estar tan torcido e incompleto. Tiene enormes raíces que han formado una especie de isla sobre la que flota, pero al no tener tierra firme que le dé sustento, va de un lado a otro, errante. 

Mareado está ya de tanto navegar. Ese árbol perdido en los océanos añora la tierra firme en la que ve que otros árboles se regocijan, y a veces ha logrado asirse entre las piedras de un arrecife, la arena de una playa o en la madera de algún muelle, intentando en vano echar raíces que le lleven a tierra. Pero la piedra es demasiado dura y resbalosa, no tiene nada que ofrecerle a un árbol. La arena, demasiado blanda y superficial, no puede sostener ni quiere hacerlo. Y en el muelle la madera muerta no comprende a la madera viva, además, ahí hay hombres que sin poder entender qué hace semejante nudo de ramas flotando en el mar, pero pendientes de cuidar su muelle de cualquier amenaza, han tomado sus hachas para cortar por lo sano cualquier intento de arraigo. ¿Quién quiere un pedazo de árbol mal hecho creciendo en la practicidad de un muelle? 

Desarraigo. Un alma flotando en el océano. Sin rumbo, sin dirección, pero con añoranza. Nuestro árbol vagabundo alguna vez perteneció a la tierra. Ha olvidado ya cómo fue que llego a convertirse en un árbol errante. Y piensa que necesita volver. Lo sabe. Pero se ha cansado ya de intentarlo. ¿Por qué no conformarme con esta soledad y con este vacío?, se pregunta. Se lo exige a veces: ¡confórmate de una vez! Y desde sus raíces sin tierra surge un grito: ¡No!

¡No quiero conformarme! ¡No quiero olvidarme! ¡No quiero vivir en esta soledad! ¡Quiero ser un árbol que florezca, que de fruto! ¡Quiero estar rodeado de otros árboles! ¡Quiero tener nidos y ser refugio de ardillas y conejos! ¡Quiero ser un árbol y no un manojo de ramas!

Nuestro árbol tiene miedo. Tiene pavor. Cree que no es un árbol. Cree que es lo que muchas veces le gritaron: un manojo de ramas, un intento no logrado, una lástima.

Su miedo le impide ver que el milagro ya ha echado raíz. Que sus plegarias ya han sido respondidas, y que tiene ahora mismo miles de pequeñísimas flores. Algunas de ellas darán fruto. Otras, es cierto, no. Pero la vida es eso. Seas un árbol de tierra o seas un árbol de mar. 

Es verdad que es poco su follaje, mas el verdor de sus ramas existe. Nuestro árbol tiene tanto miedo que no ha podido ver que sí es un árbol, un hermoso, bellísimo árbol. Extraño, sí. Errante, también, pero es un árbol. 

Y tiene vida. Todos los días la vida surge en él, lo acompaña. Es refugio de corales y peces. Es descanso de gaviotas y albatros. Es un raro fenómeno natural… pero es un árbol. Un bello y magnífico árbol.

Desarraigo. Imagino un árbol plantado en el mar. Algún día va a comprender que para encontrar el arraigo que tanto necesita, solo tiene que dejar de aferrarse de una buena vez a la idea que tiene de lo que debe ser un árbol. Nuestro árbol no nació para darle gusto al mundo. Ni siquiera nació para darse gusto a sí mismo. Nació para dar gloria a Dios: la verdadera tierra prometida.

lunes, 4 de abril de 2011

Cuando la poesía muere

No voy a pretender comprender el dolor de Javier Sicilia. Perder a un hijo es algo que no puedo siquiera imaginar. Que no quiero siquiera imaginar. Pero que inevitablemente termino considerando como una posibilidad. Peor aún, como una realidad. UNA REALIDAD. La mía, la de mi vecino, la de todos los que vivimos en este país. Una realidad que desgarra, que consume, que desgasta. Una realidad que también es TUYA, Dios mío.
Y la realidad se ha impuesto: Javier ha pronunciado su último poema.
Si pudiera explicarte el porqué de estas lágrimas. Si pudiera decirte lo que sólo él ha podido decirte con palabras. Si pudiera, Dios mío, crear las imágenes vivas que Tu amor inspiró. Si en mis manos estuviera aliviar el dolor, transformarlo. Si tuviera el poder de acercarlo a Tí, como él me ha acercado a Tí. . 
Pero no puedo hacer nada. Mis manos están completamente secas. Mi ánimo es polvo. Y la voz de Javier se ha dejado de oír en el cielo. Si él, si Javier ya no tiene nada que decirte, ¿qué voy a hacer yo? ¿Qué puedo hacer yo?
Si el hombre que pudo Pronunciarte ya no emite palabras, ¿quién pintará Tu rostro, Tus manos, Tus pies? ¿Quién me dirá que es del hombre de quién se trata? ¿Quién pondrá la esperanza de Tu amor en mis labios?
Porque Dios, Tú bien lo sabes, cuando la poesía muere, el alma agoniza.
Escucha pues esta plegaria, que elevo a Ti, mi única esperanza. No permitas que el alma de quién te ha seguido y amado tan profunda, hermosa y humanamente, agonice en el silencio del dolor. Dile Dios mío, dile, que yo y muchos conmigo, también nos dolemos. Dile que lloro con él, y que, aunque comprendo que eso no ayuda, dile, dile que me deje ayudarlo a llorar, a llorar por su hijo, a llorar por mi hija, porque ella corre el mismo peligro. Porque salir del hogar, de la escuela, es ya un acto de fe. Y mi fe nunca ha sido tan grande, tan plena, tan completa ni exacta.
Dile que lo amo, que lo amo como se ama a un hermano mayor, aquel que es ejemplo de vida, de espíritu.
Dile Tú, Dios mío, que lo amas también. Abrázalo, Tú que puedes. Sostenlo. Pues él me ha sostenido innumerables veces con sus versos. Me ha abierto los ojos y ha salpicado mi alma con destellos del misterio que Eres, y que de otra forma nunca habría contemplado. 
Dile que lo amas. Abrázalo. Sostenlo. No dejes que su espíritu decaiga. No permitas que su pie se pierda en las arenas de la desdicha. No lo dejes. Quédate cerca de su corazón, de su alma. Dale la luz que él nos ha brindado en nuestros momentos de obscuridad. Dale Tu luz, Tu calor, Tu vida.
Bendícelo Dios mío, porque si hay alguien que en esta patria mía merece tu bondad, es él. Bendícelo Dios mío, porque bendecir a quién te ha alabado tan bella, profunda y totalmente, es bendecir lo mejor que el hombre puede ofrecer, puede dar, puede ser.
Bendícelo Dios mío, a él, a Javier, a Sicilia, a mi ejemplo, a mi hermano, a TU HIJO. Bendícelo. Bendícelo. Bendícelo.
Bendícelo y sostenlo, Te lo pido. ¡TE LO EXIJO! Y bajo ninguna circunstancia, por ningún motivo, lo vayas a soltar. Te lo exijo desde lo más profundo de mi indignación, de mi coraje, de mi ¡estar hasta la madre!
Te lo exijo porque tengo derecho a exigirlo. Tengo derecho a decirte que él, que Javier, no merece sufrir. Que de todos los hijos que esta patria te ha dado, Javier, no merece sufrir. De la misma manera que una hoguera no debiera extinguirse, cuando es faro, cuando es voz, cuando es guía. Javier, no merece sufrir.  
Y lo sabes. Lo sabemos todos. ¡Hombres como él no merecen sufrir! De modo que quédate a su lado. Bendícelo. Sostenlo. Tú que puedes. No lo dejes. No lo sueltes. Te lo pido. Te lo exijo. Lo suplico. Abatida, de rodillas. Te lo ruego. Su dolor es el mío. Es el nuestro.
No lo sueltes, y permite que otra vez surjan en él las palabras que nos digan que existes, que nos amas, que estás cerca, que eres Dios, que importamos. Te importamos. No lo sueltes Dios mío, no lo sueltes. Te lo pido. Te lo exijo. Lo suplico. No lo sueltes.

sábado, 8 de enero de 2011

Las posibilidades, de pronto, son muchas

Empecé a escribir y la muerte se asomó entre las líneas. No fue discreta. Fue completamente descarada. Hace rato que la muerte no me visita. Que no viene a bailar burlona frente a mí.
Verla no me llenó de pánico, como otras veces. No. Esta vez, me alegra decirlo, la invité a sentarse y le ofrecí un café. No quiso nada. Le choca tomar café instantáneo, y peor si es descafeinado. Eso, no lo sabía, como tampoco sabía que me visitarías, le dije. La próxima vez avísame con tiempo y te compro café de grano.
Pareció molestarse al verme tan calmada. Quería pelear, ahora me doy cuenta. Desde que llegó no hizo más que insistir en hablar de tragedias del pasado, y se empeñó con todas sus fuerzas en hacerme recordar tristezas olvidadas. Rostros, momentos, sentimientos viejos llegaron uno a uno. Mientras los hacía bailar sobre el fuego de la chimenea me susurraba viejos lamentos. Me invitaba a llorar junto a ella. Me ofreció incluso una caja de Kleenex y su huesudo hombro. Prometió reconfortar todas mis penas.
Yo la veía tan lejos, aún cuando estuviera tan cerca. Los huesos de su mano tocaron mi rostro pero no tuve frío. La vi, como nunca antes la había visto: desesperada. Sí, estaba completamente confundida. Al ver que nada funcionaba se llenó de ira. Empezó entonces a gritarme, a amenazarme. Completamente fuera de sí me dijo hasta de lo que me iba a morir.
Me dio pena, la pobre. Tantos años amedrentando, escondida detrás de eso ojos vacíos y esa sonrisa sin alma. Tantos años perdidos. Fue ella quien terminó llorando sobre mi hombro y fui yo quien trató en vano de consolarla.
Cuando por fin se fue, cargó con su caricaturezco montón de huesos y me dio un abrazo sin fuerza. Te voy a extrañar, me dijo. Yo también, le contesté. Y es cierto, no importa cuántas veces me haya peleado a grito pelado con ella, fue compañía y a todo es uno capaz de acostumbrarse. ¿Qué voy a hacer sin ella?
Cerré entonces la puerta y la vi partir desde la ventana. Alcancé a verla voltear y agitar la mano para dibujar su adiós. Yo hice lo mismo, y, por fin, desapareció. Fue entonces que lo sentí. En mi pecho se instaló el vacío. El vacío real, quiero decir, ese que, según me habían contado, sabe a tristeza pero implica esperanza. Ese que se abre a la posibilidad y no a la angustia. El que parece una explosión y no una contracción del alma. 
No sé si sepas de lo que te hablo. No sé si comprendas lo importante del evento y lo triste y alegre que estoy.
La muerte vino a visitarme, a seducirme, y se fue sin mi ánimo y con la promesa de no molestarse más.
Y ahora que se ha ido voy a tomarme ese café descafeinado instantáneo con un poco de crema y dos cucharadas de azúcar. Sí, es cierto que antes tomaba café “de verdad”, es decir, de grano, con cafeína y negro. Pero ya estuvo bien de tanta complicación y amargura. Y quién sabe, igual y un día de estos me convenzo de tomar té verde con un toque de miel. Las posibilidades, de pronto, son muchas.

martes, 21 de diciembre de 2010

Salir del barco

La imagen de Pedro bajando del barco para caminar sobre las aguas al encuentro de Jesús, sólo para dar unos pasos, aterrorizarse y empezar a hundirse al tiempo que suplica a su maestro lo salve… Esa es la imagen de mi fe. 
Una fe pobre, aterrada. Una fe que sabe que Dios está ahí, y que lo escucha decir ven, pero que no sabe sostenerse sola y pide y pide y pide ayuda, y una y otra vez siente que no la tiene. Sabe que la tiene, pero siente que no. Ve a Dios, pero está cegada por el viento y el agua que se agita a su alrededor y que amenaza constantemente con sofocarla, con abatirla, con acabarla. Una fe que al dar dos pasos fuera de la barca se pregunta: ¿será real ese Dios que veo, o será un fantasma de mi imaginación? ¿Es esto una locura? ¿Estoy loca?  Y al preguntárselo rompe la magia, acaba con el milagro y empieza a hundirse, a quebrarse, a llorar porque sabe que ha perdido pie, porque sabe que si aquello en lo que ha apostado todo falla, no le quedará nada a qué aferrarse. El miedo es total porque ha salido ya del barco, y no hay vuelta atrás.  
Así que al verse hundirse grita y pide ayuda. Y ese Dios bueno en quien ha confiado se la da, y de las sombras de su imaginación surge algo real y concreto: una mano, una mano que la ayuda. Y el agitado mar de pronto ya no parece tan amenazador, tan terrible. Vuelve a sentir alivio, pero escucha con dolor la verdad reflejada en esa imagen de desesperación en que se ha dejado caer: hombre de poca fe.
Las últimas palabras hacen eco en su alma: poca fe. Sí, se dice a sí misma, eso soy: una fe pobre, escasa, débil. Lo sabe y le duele. Le duele porque implica que ese Dios grande y bueno y noble que tantas veces la ha salvado, aún no ocupa el lugar que merece en esta alma niña.
Así que hoy voy a pedirte, mi querido Dios, que le des a esta alma niña lo que sea que necesite para crecer en la fe. Porque mi querido Dios, ya no puedo regresar al barco. Ya no quepo en ese mundo pequeño de realidades escasas. Yo quiero caminar sobre las aguas y volar sobre los valles. Yo quiero vivir en esa fuerza que por un instante me sostuvo al salir de ese barco y que me permitió reconocer tu voz y verte frente a mi vida. Yo quiero respirar la magia de tu aliento, y quiero tener la fuerza para perdonar y ser perdonada. Yo quiero la gracia de tu presencia y la sabiduría de tu corazón. Yo quiero tomarte de la mano, pero no en angustia ni en desesperanza, sino en el diario caminar, y quiero que cada paso sea en la confianza de que estás ahí, conmigo, en mí.
Verás Dios mío, soy una fe ambiciosa. No sé si creer que soy digna de Ti es vanidad o soberbia. Si así fuere, perdona mi atrevimiento y enséñame a ser humilde en esta súplica: calla mis dudas, cambia mi corazón y permíteme vivir a tu lado y no sólo colgada de ti. No quiero que seas en mi vida sólo un salvavidas al que recurro cuando me ahogo en mis tormentas. Quiero saberme tan tuya y saberte tan mío, que aunque el suelo se hunda, yo siga en pie. Amen.




martes, 23 de noviembre de 2010

Silencio: Muere un hombre de 77 años por defender su rancho

Silencio. Me enteré de que un hombre de 77 años, Don Alejo Garza Tamez, murió por defender su rancho. Lo único que cupo fue el silecio.
No quiero decir que lo admiro, pero lo admiro. No quiero decir que me encabrona, pero me encabrona. No quiero decir que me invadió la tristeza, pero estoy triste, No quiero decir que este es el país en el que vivo, pero aquí vivo.
Lo admiro por la misma razón que lo admiramos todos: ¡Qué ganas de poner en su lugar a quien busca despojarnos de lo nuestro! Porque todos hemos estado ahí, frente a la injusticia. Y casi me atrevo a decir que todos hemos pensado e incluso dicho: “ni hablar, ni modo, no hay nada que hacer.” Este hombre no lo pensó ni lo dijo. Este hombre hizo algo al respecto.
Me encabrona que digan que “murió como hombre”. Ningún hombre debería morir por defender su tierra, su esfuerzo, su vida. Me encabrona porque se supone que ya, hace 200, 100 años, hubo quien murió para que fuéramos libres, y para que la injusticia no fuera el común denominador de nuestra existencia. ¿No?  Pues no. Resulta que no.
Me encabrona porque sé que no podría hacer lo mismo. No podría. Yo sí tomaría a mi familia y me iría lo más lejos posible.  Yo sí lo perdería todo, empezando por la dignidad.
Este hombre recuperó un poco de esa dignidiad que todos hemos perdido. Por eso lo admiramos, pero también por eso el silencio que me invadió no fue sólo el saludo obligado a un héroe. El silencio fue tristeza, una profunda tristeza porque tuvo que morir. Nadie debería verse obligado a morir.
Me invadió el silencio porque tuve miedo. ¿Si me sucediera a mí? ¿Qué arma podría yo tomar? ¿Cómo me defendería? ¿Tendría yo también que morir? ¿Me atrevería a hacer algo?
Recordé lo que nos sucedió a mi esposo y a mí una noche en que nuestra hija estaba en casa de su abuelita. Yo iba manejando. Regresábamos de hacer las compras de la semana y me detuve en un alto que está a una cuadra de nuestra colonia. De pronto, una camioneta negra, vidrios polarizados, se pega a nuestro auto por detrás, nos echa las luces altas una y otra vez, toca el claxón varías veces y en actitud amenazadora acelera y desacelera. El mensaje es claro: pásate el alto que tengo prisa. Yo no me muevo ni un ápice. No me voy a pasar el alto sólo porque este idiota quiere que lo haga, pensé. Se pone el verde y por fin avanzamos para ser rebasados a toda velocidad por la camioneta en cuestión. Una vez que detuve el auto frente a la casa, mi esposo tomó mi mano y me dijo: “amor, te quiero un chingo, y lo que decidas siempre te apoyaré, pero si nos vuelve a pasar lo que nos pasó con la camioneta esa, y vamos con la niña, pásate el alto. No hay manera de saber qué loco con arma pueda ir en el interior de camionetas así, y no vaya a ser que justo ese día no esté de humor y saque el arma.”
Sus palabras fueron un balde de agua helada. Es verdad, este es el país en el que vivo.
Silencio: Un hombre de 77 años muere por defender su rancho… y nuestra dignidad.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Confieso

Hace poco me descubrí confesando a un amigo que uno de mis temas preferidos era Dios. Pero mentí. Debí decirlo como es: mi tema favorito es Dios.
Fue confesión, sí. Porque me sentí un tanto avergonzada, como si decirlo me colocara en un clan de locos, sonsos y ciegos. Como si decirlo me fuera a cerrar las puertas de mucha gente que respeto, admiro y quiero. Gente sensata, inteligente, capaz. Gente que piensa, vaya, que ve las cosas como son y tiene los pies sobre el suelo. Gente que no cree que el mundo se hizo en siete días. Gente como yo. Porque a riesgo de equivocarme, sí soy capaz e inteligente y sensata y tengo los pies en la tierra y definitivamente no creo que el mundo se haya hecho en siete días.
Desde entonces he estado tratando de encontrar la forma de justificar mi “gusto” por el tema de Dios, sin caer en las empalagosas y harto molestas frases hechas de los cristianos, católicos o maestros de la nueva era.
He querido incluso encontrar la forma de hablar de la conveniencia de creer en Dios. De la importancia de creer y tener esperanza en un mundo poco amable, egoísta e injusto. Como si fuera una decisión práctica únicamente.
Pero si debo ser sincera, y siempre termino siéndolo, aún cuando implique ponerme la soga al cuello, mi “gusto” no es práctico ni sensato. Para mí, hablar de Dios es alegría, emoción, gozo.
Me gusta hablar de Dios de la misma manera en que me gusta comerme un chocolate. ¡Sí, sí, es exactamente así! Hablo de Dios y mi alma se emociona como se emociona una niña cuando come chocolate. Dios es el chocolate de mi alma.
Y no importa si hablo con un niño, un pastor, un artista, la vecina o una monja. Me encanta hablar y conocer cómo ve cada quien a Dios. Como lo experimenta, como lo percibe. Y le doy validez a todas las percepciones, aunque no las comprenda del todo, aunque me parezcan limitadas o absurdas o tontas o demasiado fumadas. Es válido, me digo. ¿Quién soy yo para decir a los demás como comerse un chocolate?
Me encanta hablar de Dios. Y no es que lo haya descubierto ni que haya cambiado mi vida ni que de repente me haya iluminado y sea más feliz o completa. No, no, no. Dios siempre ha estado presente. Igual que el chocolate.
No sé cuándo fue la primera vez que alguien me dio un chocolate ni cuándo fue la primera vez que alguien me dijo que Dios existe y me ama. Pero sé que desde entonces amo el chocolate y amo a Dios.
Y es verdad que hubo un tiempo en que, por “sensatez” me alejé del tema de Dios igual que me alejé del chocolate. ¿Quién quiere estar gordo? Y demasiado chocolate engorda. Igual que la ceguera en la fe limita. ¿Y quién quiere identificarse con los locos esos inflados que creen que Dios es la respuesta a todo y no están dispuestos a escuchar nada ni ver nada ni sentir nada ni comprender nada que no sea Dios, como lo entienden y lo ven ellos? Yo no.
Pero, la verdad sea dicha, alejarme de Dios fue una idiotez. Igual que lo fue privarme del gusto de comer chocolate. De todas formas engordé, y no hay forma de escapar de ser juzgado y descartado por alguien.
Recordé lo que alguna vez me dijo Javier Crúz, quien fuera mi jefe en el periódico Reforma cuando hacía periodismo de ciencia, hace ya mucho tiempo: “Escribimos para gente que se va a tomar más de cinco minutos para entender lo que le dices.”
Es verdad. Nadie es material de lectura para aquellas personas que no se den tiempo para conocernos. Siempre habrá quien nos juzgue a la primera y nos descarte porque no nos entiende. Pero no somos material de lectura para ellos. Y sé que Javier no lo dijo con ese sentido, pero hoy lo he recordado, y una vez más he vuelto a ver a Dios en sus ojos y a escucharlo en sus palabras. Te quiero mucho Javier, gracias.
Hoy soy mucho más feliz porque como chocolate cuando me place y hablo más de Dios. Incluso, como cuando era niña, hablo con Dios y me responde (no, no escucho voces, pero igual Dios se las ingenia; es muy ingenioso Dios).
Y no he dejado de ser sensata y sigo con los pies en la tierra y todavía no creo ni creeré nunca que el mundo se hizo en siete días.
Y a Abby, mi niña, le hablo de Dios. Le digo que existe y que la ama. Y de vez en vez compartimos un chocolate.














sábado, 23 de octubre de 2010

A tu voz: Alí Chumacero

La noticia de la muerte del poeta la recibí de labios de mi esposo. Eran pasadas la una de la tarde y sólo atiné a decir: ¡No, Alí no!
Lloré. Y el cálido día no ha sabido alegrarme.
Ni he podido sentir que los logros pequeños del quehacer cotidiano signifiquen más que vacío.
El corazón me duele, y mis casi cuarenta años se me dejaron caer de golpe
como lo harían las piedras de una lapidación que no busca la muerte.

Alí no era mi amigo, pero me duele como si lo hubiese sido siempre.
Lo conocí pasados mis veinte años,
en un poema que al llegar a mis manos copié en mi cuaderno
para aprender de él y conservarlo siempre.

Erígese tu voz en mis sentidos
Justo eso pasó. Su voz, la de Alí, se erigió en mis sentidos…
Y supe que estaba frente a un poeta, un mago, un señor.

El poema lo leí y lo leí y lo leí.
Sorprendida,
Emocionada.

Y hoy lo he vuelto a leer y leer y leer.
Sigo sorprendida.
Emocionada.

Un poema puede cambiarte la vida…
el poema de Alí cambió la mía.

Y creo que desde entonces he estado buscando esa voz,
la del poema, la que sé que está ahí pero no logro capturar.
La que, como dice Alí tan certeramente, me aloja en tinieblas
me convierte en una ciega, tal un árbol vencidoy hace que mi cuerpo flote ahogado en esa voz: la mía.

Gracias Alí por escribir ese poema.
Por decir lo que nunca he podido expresar.
Descansa amigo mío. Te quiero siempre mucho,
hoy tanto como aquel primer día, cuando en una hoja de papel,
me entregaste mi alma para que yo la lea.

(El escritor mexicano Alí Chumacero murió la noche del viernes, 22 de octubre, 2010, a los 92 años de edad, víctima de neumonía.)