“Judas les respondió: «No es difícil que muchos hombres sean vencidos por unos pocos. Para el Cielo da lo mismo conceder la salvación con muchos hombres o con unos pocos; sepan que en la guerra la victoria no es de los más numerosos, sino que la fuerza proviene del Cielo. Es el orgullo y la impiedad que los llevan, porque quieren acabar con nosotros, nuestras mujeres y nuestros hijos, y apoderarse de nuestros bienes. Nosotros, en cambio, defendemos nuestras vidas y nuestras leyes, y el Cielo los hará añicos ante nuestros ojos. ¡No les teman, pues!” 1 Mac 3, 18-22
Este texto me recuerda una cosa: necesitamos cuidar
nuestras motivaciones. Si algo ha de moverte, cuida que no sea el orgullo y la
impiedad.
El orgullo, el ego lastimado, siempre utiliza la
impiedad como arma. Justifica sus excesos de “bondad”, de “corrección”, de
“disciplina”, cuando lo que realmente sucede es que necesita mantener a raya al
otro, demostrarle quién manda, hacerle ver que su única función en la ecuación
de su relación es obedecer. La “impiedad” es cruel precisamente porque deja de
ver al otro como otro, y en su lugar lo ve como un instrumento de su acción o
un resultado de su poder. Hablo de la acción y el poder del orgullo de quien
ostenta dicha acción y poder de ordenar, señalar, corregir, disciplinar.
Pero la disciplina del Cielo no se enfoca en el
orgullo personal. Su fin es vivir y su arma es la piedad.
¿Qué es la piedad? En Wikipedia encontramos que: “La
palabra piedad viene de la palabra pietas latina, la forma del
sustantivo del adjetivo pius, que significa devoto o bueno.
Se define la pietas como un sentimiento que impulsa al
reconocimiento y cumplimiento de todos los deberes, no solo para con la
divinidad, los padres, la patria, los parientes, los amigos, sino para con todo
ser humano.” (1)
La piedad ha sido considerada como un sinónimo de
misericordia y compasión, pero también de lástima y conmiseración. De ahí que
quien ostenta algún tipo de poder le sea fácil disfrazar sus excesos de “poder”
con la búsqueda de la “bondad”, cuando lo que realmente hace es lastimar al
otro con su orgullo. ¿Por qué? Porque sus acciones las realiza desde la
altanería de su “posición” incapaz de ver al otro más que a partir de su
miseria, sus defectos, sus incapacidades.
Esa es la conmiseración: ver al otro con ojos de
miseria. La miseria, claro, está en los ojos de quien ve, no de quien es visto.
Pero el orgullo es incapaz de reconocerlo así. El orgullo lleva a quien ve a
pensar: yo tengo la razón, mis formas son las correctas, y mis instrumentos de
medición no pueden ni deben cuestionarse.
La misericordia, un sentir más cercano a la piedad, es
muy diferente. Implica “ser cordial con la miseria del otro”. Implica, al igual
que la compasión, comprender que las deficiencias del otro no lo definen. Sólo
son deficiencias que, en algunos casos, pueden corregirse y mejorar, y en
otros, simplemente no. Ahora bien, el fin no es cambiar nada: sino acompañar.
De ahí que se busque ser cordial, ser educado, mostrar empatía, amabilidad.
Después de todo, la intención no es cambiarte sino acompañarte en tu trayecto.
El cambio se dará a partir del trato que recibas y que me obligue a darte a
partir del amor y la amistad que decida ofrecerte. Y el cambio se dará primero
en quien quiere mostrar misericordia, piedad, compasión. Y se dará porque se
verá obligado a mantener a raya su orgullo.
Cuando acompaño con pasión, soy com-“pasivo”. Mis
acciones no están encaminadas a que cambies, sino a acompañarte en tu vivir, tu
alegría, tu sufrir y en la búsqueda de tus necesidades. Mis acciones son
“pasivas” precisamente porque no quiero forzarte a cambiar según mis estándares
de lo que sería un cambio positivo en ti. Y sólo son pasivas, no
agresivas-pasivas. No son cuchillitos de palo. Son honestas expresiones de
empatía.
En vez de eso, de buscar cambiarte, la piedad busca
acompañarte a descubrir quién eres y qué deseas cambiar en ti. O así debería de
ser, pero solemos creer lo contrario. Solemos creer que amar significa
“señalarle al otro lo que tiene que cambiar”, incluso, disciplinarlo,
corregirlo, castigarlo. Y todo eso no es que esté mal, es que primero
necesitamos dejar establecido que eso es lo que el otro quiere. Ayudarle a
definir lo que quiere, y entonces sí, acompañarlo a definir las estrategias que
necesita seguir para acercarse a lo que quiere.
Todo esto suena bien en papel (o en pantalla), pero es
difícil. Porque amar también es ver las capacidades que el otro tiene y no
desarrolla, y a veces simplemente quisieras que las desarrollara. Así que se lo
dices, lo corriges, lo señalas, lo tratas de transformar, pero muchas veces lo
que no haces es respetarlo: ¿Será que quiere transformarse? ¿En qué y cómo
quiere transformarse? ¿Le estoy acompañando a descubrir quién es o le estoy
exigiendo ser lo que quiero que sea?
Soy maestra y mamá, y he tenido que cuestionarme mucho
estas cosas: ¿realmente ayudo cuando exijo lo que quizá el otro no busca ni
quiere? ¿Será que realmente yo sé mejor que mis alumnos y mi hija lo que
quieren y lo que les conviene? ¿Será que necesito bajarme de mi “estatus” y
conocerlos, ver aquello que les interesa y tratar de comprender por qué? ¿Qué
buscan? ¿Cuáles son las realidades sociales y humanas que hoy viven y que yo no
viví? ¿Estoy dispuesta a acompañarlos en el descubrimiento de su propio camino
o quiero señalarles el camino tal y como yo lo comprendo? ¿Mi camino tiene que
ver con su realidad personal, sus deseos y aspiraciones? ¿Estoy aquí para
ayudarles a ser quienes son o a que sean quienes yo quiero que sean?
La piedad es, ante todo y según comprendo, bajarte de
tu “estatus” y comprender que la Verdad es más compleja que tu entendimiento. Y
con ojos abiertos y mucha humildad, estar dispuesto a conocer al otro a partir
de quien es y no quien creo debe ser. Es acompañar, pero también es dejarme
acompañar. Después de todo, ahora sé que no lo sé todo y que el otro también
tiene algo que enseñarme. Mi orgullo no cabe en esta ecuación. Todo lo
contrario, estorba. Me impide ver la verdad que acompaña al otro. Me impide
reconocer que simplemente no puedo saber qué es lo que más le conviene al otro,
pero sí puedo ayudarle a buscarlo, si eso es lo que quiere. Y en el camino,
dejarme acompañar y descubrir, yo también, quien soy y no sólo lo que soy capaz
de hacer.
La piedad nunca se otorga desde la altura de “quien
sabe lo que más te conviene”, sino desde la humildad de: “¿Qué es lo que
necesitas de mí?”
La piedad es también entendida como devoción. Y sí,
implica tener devoción a quien busco servir, no a las reglas que deben seguir
quienes quiero cambiar. La devoción, aclaremos, no es “servir a lo tonto”. Y la
piedad es tener devoción a quien sirvo, no pretender que me tengan devoción a
mí y a mis reglas. Si entiendes la devoción como un amor desmedido que no
cuestiona si algo es realmente necesario y que sólo busca cumplir, entonces, no
entiendes la devoción.
Wikipedia define la devoción como “la entrega total a
una experiencia, por lo general de carácter místico.” (2) ¿Te imaginas
entregarte a la experiencia de aprender a encontrar la mejor manera de ayudarle
a alguien a enseñarse a sí mismo a lograr algo? Debe ser, sin duda, una
experiencia mística porque implica dejar ir más que aferrarnos a lo que debe
ser. Es tener fe en el otro, aun cuando no haya indicativos de que hay algo en
qué tener fe. Es ver el potencial de la semilla y no la insignificancia de su
pequeñez. Es comprender que hemos de descubrir la belleza de lo que surja a
partir de esa semilla, y no obligarle a ser rosa o roble o pasto, según creemos
le conviene ser.
Una última reflexión es que nada de esto tiene sentido
si no lo aplicamos a nosotros mismos. Implica tener humildad, bajarnos de
nuestros estatus o sensación de “estar en lo correcto” y cuestionarnos si
realmente estamos haciendo las cosas de la mejor manera para aquellos a quienes
buscamos servir y amar. Implica cuestionarnos si lo que siempre hemos buscado
como “lo correcto” es verdaderamente lo correcto para nosotros. Quizá yo no
respondo a las exigencias “normales” y respondería mejor a las exigencias a las
que “yo les de valor y significado”. Quizá cambiar para bien mío, implique buscar
satisfacer mis necesidades y no lo que otros dicen que necesito cumplir para
ser amada/o. Si el amor y la consecuente tolerancia, piedad, compasión, está
condicionada a que seas de tal o cual manera, no te aman ni te tendrán
compasión ni misericordia ni piedad cuando falles. Y nunca tendrán la intención
de ayudarte a descubrir qué necesitas. Pero amarte a ti mismo, implica que tú
mereces ayudarte a descubrir lo que necesitas y buscar dártelo, y no sólo
enfocarte a obedecer y hacer lo que se te dice.
Jesús, mientras escribo me doy cuenta de los muchos
errores que he cometido en la interacción con mi hija, mis alumnos y mis seres
queridos. ¡Qué difícil es doblar la rodilla con humildad y levantar la mirada
al Cielo e intentar ver las cosas desde la perspectiva de la piedad, la
compasión y la misericordia! ¡Qué fácil es confundirlas con el orgullo de creer
que ya sabemos lo que necesitamos saber y que sólo nosotros tenemos la Verdad y
la experiencia, y que, por eso, precisamente por eso, son otros los que deben
levantar la mirada para vernos y seguirnos! ¡Qué sean ellos quienes se agachen
y obedezcan! ¡Qué triste es darnos cuenta de la manera en que hemos disminuido
a otros porque simplemente no hemos sido capaces de bajarnos de nuestro
“estatus” y quitarnos el saco del orgullo!
Perdónanos Jesús, Hijo de David, y ten piedad de
nosotros. Dios único y eterno, ten piedad de nosotros. Espíritu Santo, Verbo de
Vida y Amor, ten piedad de nosotros.
Te amo.