sábado, 8 de enero de 2011

Las posibilidades, de pronto, son muchas

Empecé a escribir y la muerte se asomó entre las líneas. No fue discreta. Fue completamente descarada. Hace rato que la muerte no me visita. Que no viene a bailar burlona frente a mí.
Verla no me llenó de pánico, como otras veces. No. Esta vez, me alegra decirlo, la invité a sentarse y le ofrecí un café. No quiso nada. Le choca tomar café instantáneo, y peor si es descafeinado. Eso, no lo sabía, como tampoco sabía que me visitarías, le dije. La próxima vez avísame con tiempo y te compro café de grano.
Pareció molestarse al verme tan calmada. Quería pelear, ahora me doy cuenta. Desde que llegó no hizo más que insistir en hablar de tragedias del pasado, y se empeñó con todas sus fuerzas en hacerme recordar tristezas olvidadas. Rostros, momentos, sentimientos viejos llegaron uno a uno. Mientras los hacía bailar sobre el fuego de la chimenea me susurraba viejos lamentos. Me invitaba a llorar junto a ella. Me ofreció incluso una caja de Kleenex y su huesudo hombro. Prometió reconfortar todas mis penas.
Yo la veía tan lejos, aún cuando estuviera tan cerca. Los huesos de su mano tocaron mi rostro pero no tuve frío. La vi, como nunca antes la había visto: desesperada. Sí, estaba completamente confundida. Al ver que nada funcionaba se llenó de ira. Empezó entonces a gritarme, a amenazarme. Completamente fuera de sí me dijo hasta de lo que me iba a morir.
Me dio pena, la pobre. Tantos años amedrentando, escondida detrás de eso ojos vacíos y esa sonrisa sin alma. Tantos años perdidos. Fue ella quien terminó llorando sobre mi hombro y fui yo quien trató en vano de consolarla.
Cuando por fin se fue, cargó con su caricaturezco montón de huesos y me dio un abrazo sin fuerza. Te voy a extrañar, me dijo. Yo también, le contesté. Y es cierto, no importa cuántas veces me haya peleado a grito pelado con ella, fue compañía y a todo es uno capaz de acostumbrarse. ¿Qué voy a hacer sin ella?
Cerré entonces la puerta y la vi partir desde la ventana. Alcancé a verla voltear y agitar la mano para dibujar su adiós. Yo hice lo mismo, y, por fin, desapareció. Fue entonces que lo sentí. En mi pecho se instaló el vacío. El vacío real, quiero decir, ese que, según me habían contado, sabe a tristeza pero implica esperanza. Ese que se abre a la posibilidad y no a la angustia. El que parece una explosión y no una contracción del alma. 
No sé si sepas de lo que te hablo. No sé si comprendas lo importante del evento y lo triste y alegre que estoy.
La muerte vino a visitarme, a seducirme, y se fue sin mi ánimo y con la promesa de no molestarse más.
Y ahora que se ha ido voy a tomarme ese café descafeinado instantáneo con un poco de crema y dos cucharadas de azúcar. Sí, es cierto que antes tomaba café “de verdad”, es decir, de grano, con cafeína y negro. Pero ya estuvo bien de tanta complicación y amargura. Y quién sabe, igual y un día de estos me convenzo de tomar té verde con un toque de miel. Las posibilidades, de pronto, son muchas.

martes, 21 de diciembre de 2010

Salir del barco

La imagen de Pedro bajando del barco para caminar sobre las aguas al encuentro de Jesús, sólo para dar unos pasos, aterrorizarse y empezar a hundirse al tiempo que suplica a su maestro lo salve… Esa es la imagen de mi fe. 
Una fe pobre, aterrada. Una fe que sabe que Dios está ahí, y que lo escucha decir ven, pero que no sabe sostenerse sola y pide y pide y pide ayuda, y una y otra vez siente que no la tiene. Sabe que la tiene, pero siente que no. Ve a Dios, pero está cegada por el viento y el agua que se agita a su alrededor y que amenaza constantemente con sofocarla, con abatirla, con acabarla. Una fe que al dar dos pasos fuera de la barca se pregunta: ¿será real ese Dios que veo, o será un fantasma de mi imaginación? ¿Es esto una locura? ¿Estoy loca?  Y al preguntárselo rompe la magia, acaba con el milagro y empieza a hundirse, a quebrarse, a llorar porque sabe que ha perdido pie, porque sabe que si aquello en lo que ha apostado todo falla, no le quedará nada a qué aferrarse. El miedo es total porque ha salido ya del barco, y no hay vuelta atrás.  
Así que al verse hundirse grita y pide ayuda. Y ese Dios bueno en quien ha confiado se la da, y de las sombras de su imaginación surge algo real y concreto: una mano, una mano que la ayuda. Y el agitado mar de pronto ya no parece tan amenazador, tan terrible. Vuelve a sentir alivio, pero escucha con dolor la verdad reflejada en esa imagen de desesperación en que se ha dejado caer: hombre de poca fe.
Las últimas palabras hacen eco en su alma: poca fe. Sí, se dice a sí misma, eso soy: una fe pobre, escasa, débil. Lo sabe y le duele. Le duele porque implica que ese Dios grande y bueno y noble que tantas veces la ha salvado, aún no ocupa el lugar que merece en esta alma niña.
Así que hoy voy a pedirte, mi querido Dios, que le des a esta alma niña lo que sea que necesite para crecer en la fe. Porque mi querido Dios, ya no puedo regresar al barco. Ya no quepo en ese mundo pequeño de realidades escasas. Yo quiero caminar sobre las aguas y volar sobre los valles. Yo quiero vivir en esa fuerza que por un instante me sostuvo al salir de ese barco y que me permitió reconocer tu voz y verte frente a mi vida. Yo quiero respirar la magia de tu aliento, y quiero tener la fuerza para perdonar y ser perdonada. Yo quiero la gracia de tu presencia y la sabiduría de tu corazón. Yo quiero tomarte de la mano, pero no en angustia ni en desesperanza, sino en el diario caminar, y quiero que cada paso sea en la confianza de que estás ahí, conmigo, en mí.
Verás Dios mío, soy una fe ambiciosa. No sé si creer que soy digna de Ti es vanidad o soberbia. Si así fuere, perdona mi atrevimiento y enséñame a ser humilde en esta súplica: calla mis dudas, cambia mi corazón y permíteme vivir a tu lado y no sólo colgada de ti. No quiero que seas en mi vida sólo un salvavidas al que recurro cuando me ahogo en mis tormentas. Quiero saberme tan tuya y saberte tan mío, que aunque el suelo se hunda, yo siga en pie. Amen.




martes, 23 de noviembre de 2010

Silencio: Muere un hombre de 77 años por defender su rancho

Silencio. Me enteré de que un hombre de 77 años, Don Alejo Garza Tamez, murió por defender su rancho. Lo único que cupo fue el silecio.
No quiero decir que lo admiro, pero lo admiro. No quiero decir que me encabrona, pero me encabrona. No quiero decir que me invadió la tristeza, pero estoy triste, No quiero decir que este es el país en el que vivo, pero aquí vivo.
Lo admiro por la misma razón que lo admiramos todos: ¡Qué ganas de poner en su lugar a quien busca despojarnos de lo nuestro! Porque todos hemos estado ahí, frente a la injusticia. Y casi me atrevo a decir que todos hemos pensado e incluso dicho: “ni hablar, ni modo, no hay nada que hacer.” Este hombre no lo pensó ni lo dijo. Este hombre hizo algo al respecto.
Me encabrona que digan que “murió como hombre”. Ningún hombre debería morir por defender su tierra, su esfuerzo, su vida. Me encabrona porque se supone que ya, hace 200, 100 años, hubo quien murió para que fuéramos libres, y para que la injusticia no fuera el común denominador de nuestra existencia. ¿No?  Pues no. Resulta que no.
Me encabrona porque sé que no podría hacer lo mismo. No podría. Yo sí tomaría a mi familia y me iría lo más lejos posible.  Yo sí lo perdería todo, empezando por la dignidad.
Este hombre recuperó un poco de esa dignidiad que todos hemos perdido. Por eso lo admiramos, pero también por eso el silencio que me invadió no fue sólo el saludo obligado a un héroe. El silencio fue tristeza, una profunda tristeza porque tuvo que morir. Nadie debería verse obligado a morir.
Me invadió el silencio porque tuve miedo. ¿Si me sucediera a mí? ¿Qué arma podría yo tomar? ¿Cómo me defendería? ¿Tendría yo también que morir? ¿Me atrevería a hacer algo?
Recordé lo que nos sucedió a mi esposo y a mí una noche en que nuestra hija estaba en casa de su abuelita. Yo iba manejando. Regresábamos de hacer las compras de la semana y me detuve en un alto que está a una cuadra de nuestra colonia. De pronto, una camioneta negra, vidrios polarizados, se pega a nuestro auto por detrás, nos echa las luces altas una y otra vez, toca el claxón varías veces y en actitud amenazadora acelera y desacelera. El mensaje es claro: pásate el alto que tengo prisa. Yo no me muevo ni un ápice. No me voy a pasar el alto sólo porque este idiota quiere que lo haga, pensé. Se pone el verde y por fin avanzamos para ser rebasados a toda velocidad por la camioneta en cuestión. Una vez que detuve el auto frente a la casa, mi esposo tomó mi mano y me dijo: “amor, te quiero un chingo, y lo que decidas siempre te apoyaré, pero si nos vuelve a pasar lo que nos pasó con la camioneta esa, y vamos con la niña, pásate el alto. No hay manera de saber qué loco con arma pueda ir en el interior de camionetas así, y no vaya a ser que justo ese día no esté de humor y saque el arma.”
Sus palabras fueron un balde de agua helada. Es verdad, este es el país en el que vivo.
Silencio: Un hombre de 77 años muere por defender su rancho… y nuestra dignidad.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Confieso

Hace poco me descubrí confesando a un amigo que uno de mis temas preferidos era Dios. Pero mentí. Debí decirlo como es: mi tema favorito es Dios.
Fue confesión, sí. Porque me sentí un tanto avergonzada, como si decirlo me colocara en un clan de locos, sonsos y ciegos. Como si decirlo me fuera a cerrar las puertas de mucha gente que respeto, admiro y quiero. Gente sensata, inteligente, capaz. Gente que piensa, vaya, que ve las cosas como son y tiene los pies sobre el suelo. Gente que no cree que el mundo se hizo en siete días. Gente como yo. Porque a riesgo de equivocarme, sí soy capaz e inteligente y sensata y tengo los pies en la tierra y definitivamente no creo que el mundo se haya hecho en siete días.
Desde entonces he estado tratando de encontrar la forma de justificar mi “gusto” por el tema de Dios, sin caer en las empalagosas y harto molestas frases hechas de los cristianos, católicos o maestros de la nueva era.
He querido incluso encontrar la forma de hablar de la conveniencia de creer en Dios. De la importancia de creer y tener esperanza en un mundo poco amable, egoísta e injusto. Como si fuera una decisión práctica únicamente.
Pero si debo ser sincera, y siempre termino siéndolo, aún cuando implique ponerme la soga al cuello, mi “gusto” no es práctico ni sensato. Para mí, hablar de Dios es alegría, emoción, gozo.
Me gusta hablar de Dios de la misma manera en que me gusta comerme un chocolate. ¡Sí, sí, es exactamente así! Hablo de Dios y mi alma se emociona como se emociona una niña cuando come chocolate. Dios es el chocolate de mi alma.
Y no importa si hablo con un niño, un pastor, un artista, la vecina o una monja. Me encanta hablar y conocer cómo ve cada quien a Dios. Como lo experimenta, como lo percibe. Y le doy validez a todas las percepciones, aunque no las comprenda del todo, aunque me parezcan limitadas o absurdas o tontas o demasiado fumadas. Es válido, me digo. ¿Quién soy yo para decir a los demás como comerse un chocolate?
Me encanta hablar de Dios. Y no es que lo haya descubierto ni que haya cambiado mi vida ni que de repente me haya iluminado y sea más feliz o completa. No, no, no. Dios siempre ha estado presente. Igual que el chocolate.
No sé cuándo fue la primera vez que alguien me dio un chocolate ni cuándo fue la primera vez que alguien me dijo que Dios existe y me ama. Pero sé que desde entonces amo el chocolate y amo a Dios.
Y es verdad que hubo un tiempo en que, por “sensatez” me alejé del tema de Dios igual que me alejé del chocolate. ¿Quién quiere estar gordo? Y demasiado chocolate engorda. Igual que la ceguera en la fe limita. ¿Y quién quiere identificarse con los locos esos inflados que creen que Dios es la respuesta a todo y no están dispuestos a escuchar nada ni ver nada ni sentir nada ni comprender nada que no sea Dios, como lo entienden y lo ven ellos? Yo no.
Pero, la verdad sea dicha, alejarme de Dios fue una idiotez. Igual que lo fue privarme del gusto de comer chocolate. De todas formas engordé, y no hay forma de escapar de ser juzgado y descartado por alguien.
Recordé lo que alguna vez me dijo Javier Crúz, quien fuera mi jefe en el periódico Reforma cuando hacía periodismo de ciencia, hace ya mucho tiempo: “Escribimos para gente que se va a tomar más de cinco minutos para entender lo que le dices.”
Es verdad. Nadie es material de lectura para aquellas personas que no se den tiempo para conocernos. Siempre habrá quien nos juzgue a la primera y nos descarte porque no nos entiende. Pero no somos material de lectura para ellos. Y sé que Javier no lo dijo con ese sentido, pero hoy lo he recordado, y una vez más he vuelto a ver a Dios en sus ojos y a escucharlo en sus palabras. Te quiero mucho Javier, gracias.
Hoy soy mucho más feliz porque como chocolate cuando me place y hablo más de Dios. Incluso, como cuando era niña, hablo con Dios y me responde (no, no escucho voces, pero igual Dios se las ingenia; es muy ingenioso Dios).
Y no he dejado de ser sensata y sigo con los pies en la tierra y todavía no creo ni creeré nunca que el mundo se hizo en siete días.
Y a Abby, mi niña, le hablo de Dios. Le digo que existe y que la ama. Y de vez en vez compartimos un chocolate.














sábado, 23 de octubre de 2010

A tu voz: Alí Chumacero

La noticia de la muerte del poeta la recibí de labios de mi esposo. Eran pasadas la una de la tarde y sólo atiné a decir: ¡No, Alí no!
Lloré. Y el cálido día no ha sabido alegrarme.
Ni he podido sentir que los logros pequeños del quehacer cotidiano signifiquen más que vacío.
El corazón me duele, y mis casi cuarenta años se me dejaron caer de golpe
como lo harían las piedras de una lapidación que no busca la muerte.

Alí no era mi amigo, pero me duele como si lo hubiese sido siempre.
Lo conocí pasados mis veinte años,
en un poema que al llegar a mis manos copié en mi cuaderno
para aprender de él y conservarlo siempre.

Erígese tu voz en mis sentidos
Justo eso pasó. Su voz, la de Alí, se erigió en mis sentidos…
Y supe que estaba frente a un poeta, un mago, un señor.

El poema lo leí y lo leí y lo leí.
Sorprendida,
Emocionada.

Y hoy lo he vuelto a leer y leer y leer.
Sigo sorprendida.
Emocionada.

Un poema puede cambiarte la vida…
el poema de Alí cambió la mía.

Y creo que desde entonces he estado buscando esa voz,
la del poema, la que sé que está ahí pero no logro capturar.
La que, como dice Alí tan certeramente, me aloja en tinieblas
me convierte en una ciega, tal un árbol vencidoy hace que mi cuerpo flote ahogado en esa voz: la mía.

Gracias Alí por escribir ese poema.
Por decir lo que nunca he podido expresar.
Descansa amigo mío. Te quiero siempre mucho,
hoy tanto como aquel primer día, cuando en una hoja de papel,
me entregaste mi alma para que yo la lea.

(El escritor mexicano Alí Chumacero murió la noche del viernes, 22 de octubre, 2010, a los 92 años de edad, víctima de neumonía.)

sábado, 16 de octubre de 2010

Escoge tus batallas

Escoge tus batallas. El consejo la hizo sentir una guerrera. Por un momento se visualizó a sí misma con armadura, escudo y espada en mano. Siempre le ha gustado fantasear, así que la caricaturesca imagen se instaló con facilidad en su mente.
Vestida con su armadura sintió que las palabras cobraban sentido. No tienes que ganarlas todas. Habrá batallas en que cedas, otras en las que sólo podrás defender tu posición, y otras más en las que tendrás que imponerte. Pero no pretendas ganarlas todas. Escógelas, escógelas bien.
Y se vio a sí misma de rodillas frente a su Rey. Un hombre sabio y justo. El ser por el que lucha, por el que se juega la vida a diario. Aquel por el que está dispuesta a enfrentar demonios, monstruos y tiranos. Lo vio mirándola con ternura y orgullo. Comprendiendo su cansancio, su desánimo, su impaciencia, su desolación. Lo vio levantarse de su trono y tomarla de la mano para que se levante. Ven, camina conmigo.
Y por un instante, el Rey ha dejado de ser Rey y se ha convertido en un Padre que toma el brazo de su hija. El escudo y su espada han dejado de tener razón de ser. Aquí no hay nada que temer. Caminan juntos y se dirigen a una puerta donde el contraste de la luz del atardecer ilumina un cielo infinito en azules violeta con manchas de nubes moradas.
¿Cómo sabré qué batallas ganar? La pregunta fue casi un susurro, una confesión. Había vergüenza en su voz. A su entender, debería saberlo. Ella era, después de todo, la hija del Rey. Compartía su sangre, su nobleza. ¿Acaso no debería saberlo entonces?
Lo dijo también con temor,  porque adivinaba que su Rey, su Padre, le diría algo así como “escucha a tu corazón.” Y su corazón ya se había equivocado tantas veces, que escucharlo había dejado de ser una opción. Si le salía con esa frasecita hecha, la fantasía se iba a ir al carajo. Y hoy tiene ganas de soñar. Lo último que necesita es un balde de agua fría que le recuerde que el mundo no es un lugar fantástico, que sus monstruos y demonios son problemas reales que necesitan soluciones prácticas y no ilusiones, y que lo mejor que puede hacer es ponerse a trabajar en lugar de estar escribiendo pendejadas.
Pero entonces su Padre, su Rey, se detuvo y la miró directamente a los ojos. Había adivinado sus pensamientos, y de golpe, la tomó en un abrazo y le susurró al oído. Mi niña, no son pendejadas. El mundo sí es un lugar fantástico y los monstruos y demonios sí pueden vencerse con la imaginación. No vuelvas a reducirnos a un cuento sin sentido. Tú y yo no lo somos. Soy tu Dios y tú mi hija, y si es así como necesitas que nos relacionemos, sea pues. Yo sé jugar el papel que mejor te convenga. Hoy soy tu Rey y tu Padre, vivimos en un castillo y has venido a contarme que te sientes vencida. Y yo puedo restaurar tu ánimo y puedo cambiar tu perspectiva. Y a pesar de que jugamos a ser lo que no somos, somos lo que jugamos a ser. No lo olvides: Tú eres mi hija y yo tu Padre. ¿Y qué padre no juega con sus hijos y los llena así del amor y la fortaleza que necesitan para enfrentar la vida? Vamos, no rompas la magia y sé la niña que eres. Mi niña, mi amor.
Las lágrimas la invadieron. Hundió su rostro en el hombro de su Padre y dejó de aparentar que era lo que no es. Es que no sé, no sé cómo enfrentarlo todo, todos los días, no sé cómo mantenerme fuerte y erguida, no sé cómo llegar al final de cada jornada y sentir que valió la pena todo el esfuerzo, no sé qué batallas ceder y cuáles ganar. No sé.
El Rey-Padre tomó el rostro de su Princesa-Hija en sus manos y secando sus lágrimas le dijo: Las batallas que debes ganar son las morales, las que te conceden autoridad y poder. Las que te alimentan. Las que te ayudan a reconocerte a ti misma. Las que te crean y hacen que creas en ti.
Y aunque suene a lugar común, el corazón tiene mucho que ver, pero no tiene la última palabra. El corazón es experto en emociones y las emociones son demasiado volátiles como para afianzarnos en ellas. Sin embargo tienen fuerza y energía, así que hay que ponerles atención. ¿Qué te mueve, qué te hace vibrar, qué eleva tu ánimo y qué lo destruye?
Aboga también a tu experiencia, tienes mucha mi niña, tienes mucha. Pregúntate siempre qué aprendí, sea en los triunfos o en los fracasos. Recuerda el pasado, compáralo con el presente y proyecta el futuro. Crea el futuro con la imaginación por delate.
No te intimides ante las muestras de furia. Casi siempre es el ego quien se retuerce, y con el ego no hace falta lidiar. Basta con reducirlo a lo que realmente es: un pequeño ser que se siente intimidado ante la posibilidad de que se descubra que no es tan grande después de todo.
Ah, y sueña, no dejes de soñar. Para ti las ilusiones son tan necesarias como el aire. No te sofoques con realidades que te reducen a nada.
Pero ante todo recuerda que tú  siempre has sido, y seguirás siendo, la princesa-guerrera, la niña de papá.

sábado, 2 de octubre de 2010

¡Bravo Dr. Frankenstein!

Inicia el Festival Cultural de Coahuila con la Ópera Rock de José Fors, Dr. Frankenstein
Terminó con un coro que dio lugar a que todo el elenco se presentara ante el público para recibir los aplausos que ya llenaban el auditorio.
Criaturas duales: poseedores de bienes, hacedores de males…
Criaturas duales: poseedores de bienes, hacedores de males…
¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!
Todos de pie. Todos con sonrisas en los rostros. Todos aplaudiendo o tomando fotos. Y todos incrementaron aún más su emoción y el escándalo, cuando por fin, José Fors, se presentó ante el auditorio lleno del “Teatro de la Ciudad, Fernando Soler”, de Saltillo, Coahuila.
Me gustó. Estuvo buena. Poca madre. Genial. Chingona. Amigos y más amigos se saludaban, se despedían, se quedaron a platicar del evento. Todos buscaron tener sus boletos de cortesía desde principio de semana. Y los que no, llegaron temprano para ver si los dejaban entrar, y los dejaron.
Qué gusto haber iniciado el Festival Cultural de Coahuila precisamente con Dr. Frankenstein de José Fors. Qué gusto volver a tenerlo de visita en esta ciudad. ¡Qué gusto caray!
El autor y actor principal de la obra, escribió sobre la misma: “Espero que este trabajo ayude a resucitar la Ópera Rock, y que de mucho de qué hablar a todos aquellos que disfrutan del teatro musical, tanto como a los que la aborrecen como yo.”
Pues de qué hablar, la obra sin duda ha dado. Es, en buena medida, semejante a aquel personaje del que trata: un ente fascinante en su sencillez y su profundidad, aunque tosco en su fachada.
Sí, se nota que participan rockeros. Algo acartonados en su actuar, pero con voces que dan miedo. El ingrediente perfecto para representar al monstruo que es esta producción.
Además, la música en vivo le brinda alma a toda la obra. No hay como la electricidad de una guitarra (Alvaro Rosales). Ni puede entenderse el caminar de la historia sin el “beat” del bajo (Alejandro Gómez). Sólo los teclados pueden regalarnos la melodía de la narración (Alfredo Sánchez). Y la fueza, la fuerza de un corazón, esa sólo puede ser de una bataca, y en este caso, no de cualquier bataca (Nacho González, de La Cuca).
El elenco puso también su parte. Y no hay a quién declarar favorito. Iraida Noriega, cantante de Jazz que interpreta a Elizabeth, la novia, tiene una voz que fascina. Ugo Rodríguez (Azul Violeta), nos mostró las motivaciones del Dr. Frankenstein con matices que nos llevaron por la arrogancia y el entusiasmo, para atravesar después la vergüenza, fortalecernos con un “¡No!” contundente y absoluto, y culminar en el reclamo de la destrucción del ser.
Al Prof. Waldman, interpretado por Aldo Ochoa, nos lo mataron muy pronto, ¡qué horror nos brinda la muerte del personaje cuando sabemos que ya no lo vamos a escuchar! No sucede lo mismo con el niño César Ruvalcaba, quien hizo de William Von Frankenstein, el hermano menor del Doctor, y quien de plano sí necesita que le ayuden a, por lo menos, no moverse como robot y a sacar la voz que debe tener escondida en algún lado. Se le perdona porque es un niño, pero debe haber la forma de ayudarlo. La niña aldeana, Alejandra Córdova, en cambio, ah, qué buena actuación y qué correcta intención de voz.
Esteban Gómez, quien representa a Igor, junto con sus asistentes 1 y 2 (Leo Marín y Fernando Ornelas), dan gusto y risa. Su primera intervención, eso sí, demasiado caricaturezca, pero ya después se corrigió la cosa y fluyó perfecto.
La pareja enamorada (Vera Concilión y Aldo Ochoa) se antojan un poco melosos de más, pero se entiende también que es la intención, así que está bien.
Y por último, y no porque sean todos, sino porque por algún lado hay que terminar, Gerardo Enciso, compositor de culto que interpretó al abuelo ciego, cerró con el epílogo: Es tan difícil reconocernos en él, ver al monstruo que habita debajo de nuestra piel…
Por fin comprendemos porqué el Ente del Dr. Frankenstein es el personaje favorito de ficción de José Fors. Y caemos en cuenta de que la fuerza creativa que impulsó el proyecto, se ha transformado en una confrontación en la que participamos tomando conciencia de que aquel monstruo nos refleja en nuestras dualidades, debilidades, deseos, aspiraciones, corajes, envidias, tristezas, tragedias.
¡Bravo, bravo, bravo José Fors! Y gracias.