sábado, 26 de octubre de 2013

Arcángel


Gracias por tus alas dulces y tu fortaleza desarmada.
Por tus labios tristes de besarme a ciegas,
sin que yo te vea, sin que tú me sientas.
Gracias por el soplo de un poema alegre,
que me dice siempre cuánto amor me tienes.
Gracias por mirarme acertadamente;
con ojos profundos, cual cielo, cual muerte,
cual vida que vuelve a latir,
porque en ti el valor de SER regresa a mi mente.
Y me sé amada, aunque nunca sepa lo que eso sea.
Y me sé escuchada, aunque nunca pueda decírtelo todo,
porque todo guardo, porque todo pesa.
Pesa sobre todo este amor ya hueco,
este amor desierto, este amor incierto.
Gracias a mi Dios que te hizo muro donde caminar,
que te dio paredes para sostenerme,
y te dio existencia para que te encuentre,
y así, pueda dar un paso firme hacia la morada de tus brazos fuertes,
que son mi refugio, mi vida, mi vacío de mí, mi existencia plena.
Pues sólo en ti la dicha de saberme tuya
es soplo de vida.
Y existo.
Aunque nunca sea lo que nunca fui,
lo que no he de ser, lo que aún no soy,
ante tu mirada SOY…
                                 simplemente amor.

lunes, 29 de julio de 2013

Una explosión de amor


Abigail es un nombre de origen Hebreo y significa “el padre salta de júbilo” o “la alegría de mi padre”. Cuando buscaba nombres para mi, entonces, futura hija o hijo, sentí algo brincar dentro de mí cuando leí el nombre de Abigail. Supe entonces que tendría una niña y que ese sería su nombre. Pero como yo soy una mujer incrédula, no salté a conclusiones ni me hice esperanzas que muy bien podrían ser falsas, pues aún no sabía si sería hombre o mujer. De modo que seguí buscando nombres y anotando diferentes posibilidades en un documento de Word, tanto de niños como de niñas.
Una vez que supimos que sería niña, la lista ya incluía varios nombres que nos gustaban. Empezamos a escoger este o aquel, sin embargo todos parecían tener un “pero”. Por fin dejé la incredulidad a un lado, y tanto Alejandro, mi esposo, como yo, nos decidimos por el primer nombre de la lista (oh sí, fue el primero): Abigail, “la alegría del padre”. Tenía que ser así, Dios estaba feliz de que Abby llegara a este mundo. Alejandro, su papá, estaba feliz de tener una pequeña en su vida. Y yo era feliz de poder darles semejante alegría a los dos.
Abby ha sido una bendición, pero también un dolor de cabeza. Sobre todo para mí, pues le dio por “estar enojada” conmigo. “¿Por qué siempre estás enojada conmigo?”, le pregunté una vez. “Porque tú siempre me despiertas”, fue su respuesta. “Que no sabes que las personas deben despertarse solas, cuando ya han dormido bien y pueden abrir los ojos sin problema”. “Lo siento”, le dije, “pero tienes que ir a la escuela.”
Hace poco me di cuenta de que ese “despertar” no sólo tiene que ver con el hecho de que la levante y la lleve a la escuela, sino que tiene mucho más que ver con la incredulidad que me hizo buscar y buscar nombres, cuando desde el principio se me dio el nombre correcto. Tiene que ver con ese afán de guiarme, y guiarla, únicamente con la razón y olvidar el juego, la magia, los cuentos, la alegría del Padre, es decir, la dicha de ser una niña con ilusiones y con asombro en sus ojos. Una niña, no una pequeña personita que “entienda” que mamá tiene cosas que hacer y que ella haría bien en ayudarla. Cada que pretendo que Abby deje de ser niña y se comporte como una personita madura, la despierto. Y como ella bien dice: las personas deben despertarse solas, cuando ya hayan dormido, soñado, vivido la magia de ser niños, lo suficiente.
¿Y cómo se logra ser madre sin despertar antes de tiempo a nuestros hijos? Abby me lo explicó como sólo un niño puede hacerlo: con un cuento.
Todo empezó con mi afán de ocuparla en algo porque yo tenía otras cosas que hacer y ella pedía y pedía atención. “Mira”, le dije, “tengo este incensario de madera que voy a poner en nuestro altar. ¿Podrías decorarlo con tus plumones para que se vea bonito?” Encantada se puso manos a la obra. Después de un rato me dijo: “Mamá, ya terminé. ¡Es una explosión de amor!”
En cualquier otro momento le habría dicho: ¡ah, qué lindo dibujo! Y listo, a buscar otra cosa más con qué entretenerla. Pero fue tal su entusiasmo que aquella explosión llamó mi atención y le pedí entonces que me explicara su dibujo. He aquí lo que me contó, reestructurado, claro, porque lo contó todo revuelto, como lo hace un niño. Entre paréntesis están mis interpretaciones de los símbolos usados:
Incensario-1La mamá y la hija estaban en el océano (un mar de emociones). La  hija tenía un flotador y la mamá nadaba. Pero un tiburón (problemas, preocupaciones, miedos que te consumen) llegó y mordió el flotador de la niña que se desinfló. La hija creyó que la mamá había sido quien le dijo al tiburón que rompiera el flotador, así que muy enojada, empezó a pegarle a su mamá. La mamá trataba de sostenerla mientras la niña le pegaba, pero le costaba mucho trabajo, y si la soltaba la niña se iba a ahogar, pero con los golpes de la niña tampoco podía nadar y así se iban a ahogar las dos. En un afán desesperado la mamá lanzó su corazón hacia el cielo (pidió ayuda a Dios). En el cielo el corazón se transformó y de él surgieron dos corazones más. Al mismo tiempo que el corazón subió, la niña empezó a elevarse al cielo también. Llegó hasta el sol (Dios). Uno de los corazones, el de arriba, “color fuscia”, enfatizó Abby (rosa intenso: amor profundo), subió hasta la niña y con la ayuda de un ángel y de María, la mamá de Jesús (por eso dice María hasta arriba del dibujo), Dios abrió su pecho y metió el corazón en la niña. Fue así que la niña dejó de estar enojada. Y el otro corazón bajó hasta la mamá que ahora caminaba sobre el mar (ya no se ahogaba en sus emociones), pero ese corazón entró en su pecho sin problema, porque ya era suyo, aunque ahora estaba transformado porque no fue el que se lanzó al principio al cielo. Y el tercer corazón, el de en medio, el que se lanzó al cielo, se hizo pequeño, pequeño, pequeño, “así, como una burbuja”. Entonces subió al cielo, donde estaba el sol (Dios), y ahí se hizo grande, grande, grande y se metió en el pecho de Jesús, porque Jesús es muy grande. De este modo los tres corazones encontraron su lugar: el de la niña, el de la mamá y el de Jesús. Todo esto sucedió en una ¡explosión de amor!
Esta explosión me cayó como un rayo encima. Volver a ser niña con mi hija es entrar en el cielo que es el lenguaje de Dios. Un lenguaje de símbolos, de magia, de corazones que salen del pecho para tocar el cielo y transformarse en perdón y perdonarse en el proceso. Para quienes estos símbolos no signifiquen nada, este texto no será más que un alucine más. Pero a Dios gracias el mundo está lleno de símbolos, representaciones, mitos y leyendas que le pueden dar forma a nuestros sueños y le pueden dar voz a nuestra alma. Abby usó los que tiene a la mano, los que conoce, escucha y vive.
Cito a Joseph Campbell, escritor reconocido por su trabajo en mitología y religión comparada. “La gente dice que todos estamos buscando el sentido de la vida. Yo no creo que eso sea lo que realmente buscamos. Creo que lo que lo que buscamos es la experiencia de estar vivos, de forma tal que nuestras experiencias de vida en el plano meramente físico tengan resonancia dentro de nuestro ser y nuestra realidad más interna, para que así realmente sintamos la euforia de estar vivos. De eso es finalmente de lo que se trata, y esto es lo que estas pistas nos ayudan a encontrar dentro de nosotros”. (Joseph Campbell, The Power of Myth, Anchor Books, p. 4 y 5 –la traducción es de esta servidora).
Las “pistas” de las que habla son los mitos. “Los mitos son pistas hacia las potencialidades espirituales de la vida humana”, afirma.
Son pistas que los niños entienden muy bien. Por eso, Jesús dijo: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mateo 18,3).
Volver a ser niños con nuestros hijos es vivir la verdadera alegría del padre. Un padre que es capaz de jugar con sus pequeños, que puede escuchar sus cuentos e imaginar sus aventuras, y que le ayuda a darle sentido a su existencia a través de magia, de símbolos, de sueños, de explosiones de amor y de vida. Así se deja de existir tan solo, y todo evento, por simple que sea, tiene una resonancia profunda. Vivir en esa resonancia profunda es entrar en el Reino de los Cielos. Es tocar a Dios con cada latido de nuestro corazón.
Y sí, aún me atacan los disparos de razón, lógica y sentido común que me dicen: ¡¿Qué locuras son estas?! ¿Por qué te afanas en creer que eres una princesa-guerrera-hija de Dios; un Tigre herido que clama en el desierto de un mar embravecido; un unicornio atrapado en un cuerpo de mujer cuya mirada se pierde en un océano de emociones pues busca una salida que pueda liberar y liberarse de un toro de fuego; un alma joven que nadie ve y que murió antes de tiempo, pero que como Jack Frost, encontrará su existir el día que otros también crean que existe la magia, la luz y la fe?
Esas son las benditas locuras con que Dios, mi Padre, alimenta a esta niña-mujer, que necesita recuperar la alegría de estar viva, y no podrá hacerlo sin la magia de la fe y sin la resonancia del Reino de los Cielos en su alma.












jueves, 16 de mayo de 2013

Mi yo no quiso levantarse hoy

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Mi yo no quiso levantarse hoy.
No quiso. No pudo.
Me tuve que vestir sin él. ¿O debo decir ella?
No sé.
Mi yo no es hombre ni es mujer.
Es vida y está vivo.

Con todo y que es vida, con todo y que está vivo,
no quiso levantarse hoy.
No pudo.
Vamos, vamos, arriba que hay mucho por hacer.
No quiso. No pudo.

Así que tomé el café sin mi querido amigo,
sin mi adorada hermana.
Y me serví cereal en un tazón sin fondo.
Arrastré mis “cosas por hacer” a través de la puerta,
y como pude, subí al autobús de la rutina.

Por la noche, cuando por fin logré tirarme en cama,
Mi yo se levantó y quiso, entonces, justo entonces,
“hablar de esto que nos pasa”.
Estoy cansada, le dije. Déjame en paz…
Deja que duerma ahora yo,
que si sigues empeñándote en no vivir conmigo
no podré levantarme YO mañana.
Y hay que levantarse…
Aunque no quieras…
Aunque no puedas…

Mi yo se acurrucó a mi lado
y me pidió perdón por no querer, por no poder.
Y yo le dije: mira, yo sé lo es que sentir
que el alma se te escapa…
que no hay manera de tomar el aire que respiras,
que no hay canción que te consuele
ni llanto que te cure…

Me interrumpió mi yo, y dijo:
¡No! No sabes lo que es.
Tú piensas que lo sabes porque me ves así,
porque te pesa el cuerpo,
porque ya no sonríes,
pero yo necesito que por una vez te desplomes
y te dejes sentir todo esto que nos pasa.
Que mientras siga aquí este dolor perdido
sin posibilidad alguna de vivirle,
no podrás dormir, ni querré yo levantarme.

Mi yo fue categórico: ¡No puedes enterrarme!
¡Soy vida! ¡Estoy vivo!

No supe qué decirle…
No supe.
No quise.
No pude.






sábado, 27 de abril de 2013

Ser la que te ama

Señor mío y Dios mío, Padre, Amigo y Cómplice, Amor de mis amores, Vida, Dulzura y Esperanza mía:
¿Qué te puedo decir a Ti que ya todo lo sabes? ¿Cómo puedo decirte que Tu ausencia en mi vida –aunque la sé una ilusión que el mundo se empeña en afirmar –me quema y me consume? Tú, que eres Amor, ¿por qué permites que viva incapaz de amar y temerosa de hacerlo? ¿Por qué me cierras la puerta? ¿Por qué Te escondes detrás de imágenes falsas de santidad simulada?
Mírame Señor… Mira a tu Hija, a tu Amiga, a tu Cómplice. Si me has dado la posibilidad de reconocerte mío y de saberme tuya, permíteme aceptar que el perdón que le debo, que me debe, que nos debemos todos, empieza con la Verdad de tu Rostro. Permíteme aceptar esa Verdad y vivir con ella y a partir de ella. Que no haya más Ley en mi vida que no sea la Verdad de tu Rostro.
Una Verdad que es humana como lo eres Tú, como lo soy yo, como lo es la imagen y semejanza en la que haríamos bien en transformarnos. Permíteme aceptarlo y dame también la posibilidad de levantar mi rostro frente al fuego, y apagarlo en mi ser con esta agua bendita que de tus manos fluye.
Sí Dios mío. Te pido que lo apagues. Que me dejes seguir mi camino hacia tu morada consciente de que no puedo hacer nada por quienes no quieren abrir sus ojos, sus oídos y su conciencia. Por quienes están llenos de sí. Tan llenos que no cabe nada ni nadie en sus vidas ni en sus almas. ¿Qué caso tiene tocar la puerta de un hogar en el que no cabes Tú, en el que sólo hay lugar para el deseo sin límite de ser comunión sin entrega, sacramento sin fe?
Dame voz para clamar tu nombre. Dame manos para ofrecer agua a quienes buscan saciar la sed de tu presencia. Y dame tu Espíritu en el agua bendita de tu sangre, en la humanidad completa de tu cuerpo, en la fusión total de mi vida en la tuya.
Sí Dios mío, que sea en esa agua bendita donde te encuentre, y no el fuego fugaz y pasajero de ser lo que no soy –objeto de deseo, vapor que se consume, un nido sin hogar.
Haz de ese pequeño encuentro de comunión eterna un feliz paso de vuelta al camino perdido. Porque con cada comunión –que nunca, nunca, nunca volveré a dejar de lado por nada ni por nadie –confío me transformas en ese ser que quieres que yo sea.
Ayúdame, Amor mío, a entender la comunión que buscas y busco yo a Tu lado, como decir un sí, está bien, te amo y estoy aquí para ayudarte porque hoy tú lo necesitas. Y es cierto que no tengo hoy la fuerza necesaria y el dolor me consume, pero vale la pena sostener tu mirada, que en tu debilidad está mi fuerza y en tu fuerza estará mañana mi debilidad.
Perdóname por haber puesto a este mundo antes que a Ti. Por haber creído que el deseo de amar es suficiente. No supe lo que hacía. No supe abrazarte y darme por completo. No supe, como no supieron tus verdugos. Como no quieren saberlo quienes todavía te matan en mi vida y en la de tantos otros, pensando que realmente te pueden contener, controlar y dominar, como contienen, controlan y dominan las masas de creyentes que creen que creen en Ti.
Perdóname también por creer que soy así de grande que puedo hablarte incluso con esta cercanía de hija, amiga y cómplice. Corrige mis errores, por favor. Pero sé tierno, te lo pido. Sé tierno y lindo, como lo has sido antes, como lo has sido siempre. Sé dulce, por favor, que mi corazón es ya un cúmulo de errores, un jarrón hecho trizas, de las que es difícil extraer una pieza que conecte con otra. Se dulce y verdadero. Se Tú y déjame ser yo. No me digas Tú también que tu amor sólo existe en función de mi obediencia a tus caprichos. No me impongas Tú un molde de santidad cuando lo único que siempre me has mostrado es una humanidad sin límites. Déjame ser humana. Déjame ser tu niña, tu compañera, tu amor.
Porque ahí está el sentido último de mi existencia: en ser esto que soy: mujer y compañera y amiga y cómplice y niña. Tu amor, Tu vida, Tu amada. En fin, en ser la que te ama con todo el corazón.
Por favor… déjame ser yo.
amida.











viernes, 5 de abril de 2013

Dios sabe muy bien quién eres


A veces, cuando pienso en Dios, cuando hablo de Dios, cuando busco a Dios en el mundo, todo parece completamente irreal. A veces no encuentro a Dios por más que lo busco. A veces vivo a Dios como una memoria de infancia, un sueño adolescente, un amor prematuro que fue lindo como la ilusión que fue, pero que por ser ilusión, nunca llegó a ser del todo. Lo vivo entonces como un viejo y maltratado retrato en sepia, que, además, estuvo desde el principio fuera de foco y es prácticamente imposible distinguir lo que transmite. Sabes que es Dios y que es bello, pero simplemente no lo ves. A veces Dios es nostalgia de un ayer que fue fácil vivir porque fue bello vivirlo.
Cuando vivo mi fe así me siento ciega. Me reconozco ciega. Mi fe es una fe ciega no porque crea sin medida, sin duda y sin miedo, sino porque busca. Extiende su mano y busca, toca, se pregunta ¿qué es esto? Mi fe es ciega porque la mayor parte del tiempo no tiene respuestas ni certezas y le hacen tanta falta. Mi fe quiere oler a Dios, saborearlo, tocarlo, sentirlo y escucharlo. Y lo hace, a veces logra vivirlo con alegría y confianza porque a veces el día es soleado y aunque mi fe no logra verlo, logro sentir su calor como lo hace quien siente el sol acariciar su piel.
Pero en la vida hay día y noche. Y a veces la noche es más obscura que de costumbre y no hay luz que acaricie mi piel y ni calidez que me permita saber que todo estará bien.
En esas noches obscuras he aprendido a quedarme quieta, muy quieta. Y es entonces que escucho con más cuidado, que busco sentir con más detalle, porque la luz entre tanta oscuridad podría ser diminuta y perderse fácilmente, como se pierde una luciérnaga cuando, tras encenderse, vuelve a apagarse casi de inmediato para reaparecer dos segundos después en otro lugar. Para alguien cuya fe no es ciega, eso, una luciérnaga en la obscuridad, basta. Pero mi fe ciega no alcanza a ver a la luciérnaga. Y si no pongo atención podría seguir a una mosca.
Lo sé porque he seguido moscas, y no hacen más que guiarme a paredes o abismos. He caído en pozos aún más profundos y solitarios por seguir moscas. Por eso, en la obscuridad total, cuando la luz es muy difícil de percibir, prefiero quedarme quieta y escuchar y escuchar y escuchar. Pido, pregunto, lloro mucho, pero escucho, escucho con atención. Y un día cualquiera alguien dice algo y entonces vuelvo a sentir la luz acariciar mi piel, iluminar mi alma, brindarle calor a mi corazón. Estas luces no son luciérnagas, son destellos mucho más fuertes y firmes. Rayos de un sol naciente. Pero hay que tener cuidado.
También he aprendido que no hay que correr hacia luz. Déjala que llegue a ti. No te muevas. Es muy difícil no moverte porque quieres correr y salir de tanta oscuridad. Pero déjala que llegue. El sol no va a salir más pronto porque tú corras hacia el horizonte. Y en el entusiasmo de correr podrías caer en un acantilado que nunca te diste el tiempo de percibir frente a ti. Oh, sí, también he caído en acantilados. Y recuperarse de un golpe semejante es muy doloroso y complicado. Son estos acantilados los que pueden matar tu fe del todo, porque has confiado en una luz que te arrastró hacia la desesperanza. Así que no corras. Déjala que llegue. Deja que salga el sol por completo y vuelvas a sentir el calor y la vida que te rodea y te invade.
Y entonces, cuando sientas por fin que el corazón ha logrado revestirse de valor porque sabe que se encuentra en un valle y no en una cueva húmeda y triste, entonces estira tu mano y frente a ti vas a sentir el pecho en el que se esconde otro corazón, humano como el tuyo, y sabrás que nunca estuviste solo. Reconocerás entonces la voz que te acompañaba en tanta oscuridad y verás los ojos de un ángel que con una sonrisa, y probablemente sin saberlo, acaba de ayudarte. Y ese corazón humano es un mensajero de Dios que te devolvió la total convicción que aún cuando tu fe es ciega, Dios sabe muy bien quién eres y en dónde estás. Él no te ha perdido de vista porque la fe que te tiene, a diferencia de la tuya, no es ciega. Él ve todo lo que hay en ti, y lo que ve es hermoso. Y te ama, sobre todo, te ama.




sábado, 2 de marzo de 2013

La vida llama

El tigre decidió confiar en el hombre, y el tigre perdió. El tigre del que hablo es una mujer. Su nombre es Magda.
Magda, como el ser vivo que es, tiene el instinto de supervivencia bien puesto. Y es este instinto el que la llevó a buscar ayuda médica y terapéutica para combatir la depresión que amenaza con quitarle la vida. Una vida que ella quiere vivir… Se muere por vivir.
Ella buscaba ayuda y él –Miguel, se llama- la ofrecía como el terapeuta que es. Dentro del medio Miguel era casi un gurú. Y como todo buen gurú tenía su séquito de seguidoras –sí, todas mujeres. Durante algún tiempo ella asistió a una de las terapias de grupo que Miguel dirigía, y presenció cómo lograba despertar conciencias a través de la confrontación de sus discípulas, y más importante aún, lo vio dar fuerza, ánimo, consuelo y confianza, a quienes despedazadas necesitaban resurgir de las cenizas.
Después de un tiempo decidió, por fin, ponerse en sus manos. Este “ponerse en las manos” de alguien implica mucho. Implica confiar y seguir la voz de quien te guía, como lo haría un ciego ante la voz del amigo. Implica quitarte las vestiduras, ser quien eres, tal y como eres. Implica… que estás a merced del otro.
La inocencia con que confió fue total. Le pidió “trabajar”, como suele decirse, con su miedo a la vida que la llevaba a querer morir, aún cuando lo que más deseaba era sentirse viva.
Confió como lo hace un niño ante el adulto. Y todo empezó así: con esa niña parada en el centro de aquel cuarto, rodeada por las miradas de otras mujeres que en ella veían a su propia niña confiar. Él dio indicaciones. Ella las siguió hasta colocarse en un camino que la dirigiría al éxito de su búsqueda. Él le pidió que definiera qué la detenía. Ella dijo: “El dolor. Me detiene el dolor”. “Siente el dolor”, ordenó él. Y ella, obediente, se dejó sentirlo como nunca antes se había dado permiso. Lo sintió… lo sintió hasta las entrañas y gritó. El grito fue un cuadro de miedo y de desesperanza en el que quien grita parece derretirse mientras su entorno se desmorona. El grito literalmente la dobló, y ella ya no pudo levantarse. Ya no pudo. Ese grito alertó a todas las presentes, y a ella la transformó: de ser una niña desvalida se convirtió en el tigre herido que es. Y su desgarrador rugido fue una señal de alarma: “no puedo, no puedo con el dolor, no puedo”. Miguel, al ver al tigre, sacó su látigo, y dispuesto a dominarlo empezó a lanzar latigazos mientras se escondía detrás de una silla. Con aquella distancia bien delimitada y con su látigo le insistía, le gritaba: “¡levántate, levántate, levántate y mira el éxito! ¡Levántate de una vez!”
Entonces, algo hermoso sucedió. Ella logró levantarse y miró al éxito mientras su rugido lanzó una sentencia: “!Mira, mira! ¡Logré levantarme a pesar del dolor! ¡Logré levantarme a pesar de tener a este pinche terapeuta presionándome!
Ese pinche fue dicho lanzando la mordida. Fue dicho con ganas de joder, de lastimar tanto como el dolor que la tenía paralizada, de lastimar tanto como los látigos que la empujaban y obligaban a ver un éxito que –ahora lo veía muy claro- no era suyo, a recorrer un camino que no quería, y ser, en fin, la niña que no era. Ese pinche lo dijo el tigre que quería ser tigre, que quería ser reconocido como tigre, aceptado como tigre y amado como tigre. Ese pinche fue un reclamo, una solicitud de respeto. Un: “Mira, estoy viva y quiero existir. Ayúdame a existir. ¡No me jodas!”
Pero eso, la belleza del tigre que surgía y pedía ayuda, nadie lo vio. Nadie.
Ni siquiera el ojo entrenado de Miguel, quizá porque no estaba acostumbrado a que su figura de gurú se viera reducida a un simple ayudante de cocina –que eso significa ser pinche. Ante el rugido y el ataque, Miguel tiró el látigo y sacó el arma. Y sin pensarlo, seguramente muerto de miedo también al enfrentarse a un tigre capaz de recordarle que él está ahí para ayudar y no para ser el ego que se infla con los éxitos de otros, le dio un tiro certero en pleno corazón: “¡Se suspende la sesión porque esta mujer no sabe respetarme!”
El camino en el que ella se encontraba desapareció de golpe. Los ojos de Magda regresaron a la realidad de aquellas cuatro paredes en donde un grupo de mujeres la miraban con repugnancia y desprecio, completamente ofendidas de estar frente a alguien capaz de insultar a su maestro, a su guía, a su gurú, a su hombre.
El alma de aquel tigre se rompió y cayó al suelo. En siete pedazos se destrozó. Miguel, más pronto que tarde salió de la sala con la cabeza en alto. Imposible saber si su orgullo era ficticio o real. Careta o convicción. Salió temblando de enojo, o miedo, sabrá Dios que le pesaba más. Las discípulas salían tras de él, murmuraban y apresuraban el paso para acercarse a su maestro y consolarle, lamer sus heridas y asegurarle que él merecía todo el respeto que exigía y que ellas estaban más que dispuestas a dárselo.
Las pocas mujeres desconcertadas que se atrevieron a quedarse a solas con el tigre, aún parado y temblando en medio de la sala, no supieron si acercase al animal herido. ¿Cómo te acercas a un tigre? Poco a poco salieron sin hacer ruido.
Magda se vio sola y como pudo recogió los pedazos de su tigre, de su alma, del suelo. Se sentían pesados, como piedras, como bloques de mármol: fríos y sin vida.
Y así, fría y sin vida, con un cuerpo cansado y una mirada perdida, se arrastró hasta su casa, se metió en su cama, y se tomó de golpe el somnífero que el psiquiatra le había recetado a gotas para dormir mejor. Esta vez quiso dormirse hasta el cansancio, hasta la muerte.
Cuanto bien le habría hecho saber que al detectar un grave peligro, nuestro organismo activa un sistema de alarma –o instinto de supervivencia- que lo prepara para sobrevivir y se ponen en marcha acciones de huida o pelea frente al peligro inminente, sin importar si aquel peligro es una amenaza real o psicológica.
Le habría ayudado a no condenarse a sí misma como la condenó Miguel, movido también por sus propios mecanismos de autodefensa.
Le habría hecho mucho bien saberlo, pero entonces no lo supo. Derrotada cerró los ojos y durmió y durmió y durmió. Y a Dios gracias fue lo único que hizo. Quizá el somnífero fue poco, quizá nunca fue un medicamento de cuidado. Lo importante es que despertó.
“Dios mío, ¿qué hice?” Despertó ella y despertó su conciencia, su compasión, su amor propio. “Dios” Y Dios estaba ahí. “Dios, ayúdame Tú.” Y Dios estaba ahí. La escuchaba, le acariciaba el rostro y le decía: “Sí, claro, Yo te ayudo… Yo te ayudo.”
Quiero decirte que aquella caricia bastó para que su alma de tigre volviera a ser un tigre. Y que ella logró ser todo lo que es, todo lo que nació para ser. Pero los milagros no existen. No así. No son magia ni arbitrariedades.
Lo que puedo decirte es que los siete trozos fríos y pesados de su alma, dejaron de ser piedras y cobraron vida. Una vida frágil y vulnerable, pero vida al fin. Porque la vida llama y el alma siempre escucha a su creador cuando susurra su nombre: “Magda”, dijo Dios. Lo dijo y sopló sobre los trozos de su alma. Entonces, cada pedazo se convirtió en una mariposa. Y poco a poco siete mariposas comenzaron a aletear muy suavemente sus alas. No eran alas de colores. No. Aquellas eran mariposas monarca y compartían con el tigre su color y su fuerza. Si el tigre defendió la fragilidad de su interior, ellas la exhibían con sus delicadas alas. Y si ellas aparentaban delicadeza y vulnerabilidad, el alma del tigre las alimentaba y las hacía más fuertes que el viento, más sólidas que la distancia y más firmes que los obstáculos.
Por supuesto, ella estaba hecha pedazos. Sigue hecha pedazos. Y no sabemos aún si algún día dejará de ser trozos de mujer para convertirse en un ser humano completo, reconocido, amado y aceptado. Por ahora, es un conjunto de cualidades y defectos que aprenden a vivir y convivir entre sí. Un grupo de mariposas que se ayudan, apoyan y alimentan entre sí. Un grupo de mariposas que llevan un tigre por alma. Y que recorren un camino que primero Dios las llevará a casa, donde quizá puedan iniciar una vida nueva y mejor. Donde quizá haya esperanza.
El tigre decidió confiar en el hombre, y el tigre perdió.
Dios decidió confiar en el alma de un tigre, y le dio alas para alcanzar el cielo.





















sábado, 23 de febrero de 2013

El espejo

Él era un hombre que conoció la prisión. Sus fraudes le valieron 5 años y otro par de batallar en encontrar un buen sueldo que le permitiera sentir que su vida podría encontrar otro camino. El buen sueldo del que hablamos no era ostentoso, en realidad ni siquiera era bueno, pero sí era el mejor que había logrado conseguir hasta entonces. El trabajo de maestro de una secundaria para señoritas de las Hermanas del Eterno Refugio, se lo consiguió su prima Consuelo, o Concha, como solían decirle. Ella era monja y pidió se le diera a su primo el beneficio de la duda. Es un buen hombre, insistió con la Madre Superiora. Es un buen hombre, es un buen hombre, es un buen hombre. Lo decía convencida de que su compañero de juegos de infancia tenía que serlo. Insistió e insistió e insistió, como jaculatoria del rosario, hasta que la Madre Superiora decidió confiar en quien, después de todo, tenía la acreditación necesaria para fungir como maestro de Historia.
Ellas eras muchachas bien, como suele decirse. Hijas de familia, niñas decentes y un verdadero dolor de cabeza para quienes como él, intentaban transmitirles conocimientos. Su altanería se traducía en una sutil pero muy evidente actitud de superioridad que se manifestaba con comentarios sarcásticos y molestos, encaminados todos ellos en dejar bien claro que ellas no querían nada de sus maestros, no esperaban nada y nada estaban dispuestas a dar. En este ambiente de tensión la estrategia empleada por todos era la disciplina extrema, que ellas constantemente retaban de formas pasivas. Así, ante los ojos de todos ellas eran buenas conciencias, pero en la soledad del salón su antipatía se reflejaba con constantes señales de desprecio por todo lo que quisieran enseñarles, así como expresiones que dejaban entrever que aquello que recibían no tenía ni sentido ni razón de ser. ¿Para qué sirve? ¿Qué caso tiene? ¿Vale la pena? Y tenían tanta experiencia en esa actitud pasiva-agresiva que el cuestionamiento terminaba siendo no para el contenido de la materia sino para quien pretendía enseñarla. ¿Para qué sirves? ¿Qué caso tiene tu vida? ¿Vales la pena?
Lo dicho, las señoritas eran un dolor de cabeza.
El profe de Historia llegó incluso a acostumbrarse a ese maltrato y a considerarlo un mal necesario. De modo que su labor docente, que al principio intentó ser entusiasta y entregada, muy pronto perdió intención de esfuerzo y se volvió algo tan monótono como el sinnúmero de reglas y hábitos que las niñas debían de seguir todos los días para garantizar de algún modo su buen comportamiento y una conciencia limpia.
Un día como tantos, el profe de Historia daba su clase, es decir, dictaba. Las muchachas con sus rostros apagados y sus manos cansadas, tomaban nota lo más rápido que podían. De pronto el profe vio que dos de ellas se pasaban algo por debajo de las bancas. Se levantó con enojo y pidió le dieran lo que suponía era un papelito con mensajes o dibujos de burla. En su lugar encontró un espejo. Las señoritas no tenían derecho a tener espejos en aquella escuela. Fomentaba su vanidad y distraía su atención. Ni siquiera en los baños había un espejo y se les reprendía si se les veía preocupadas por su aspecto frente alguna ventana. Una muchacha decente no debe preocuparse más que por darle un buen rostro a Dios a través de la oración, el sacrificio y las buenas costumbres.
Él, consciente de que aquello era materia prohibida, tomo el espejo y lo llevó a su escritorio. Haberles arrebatado ese espejo le dio, por un momento, cierta satisfacción. Una de cal por tantas de arena. Pero entonces sucedió lo que nunca imaginó que podría suceder: se vio reflejado en la mirada de una de las muchachas que lo veía con total y absoluto odio. Él, que siempre creyó que no tenía nada en común con esas “escuinclas malcriadas”, reconoció la misma mirada que infinidad de veces encontró en sus compañeros de celda, cuando la prisión les arrebató la vida y les dictó su monotonía y vacío. Se vio en esos ojos rencorosos. En ese espacio privado de la libertad de ser quien soy, de desear lo que deseo, de creer que valgo algo más que unas reglas que debo seguir sin cuestionar y sin replicar. Se vio en esos ojos cual espejo, y supo que ellas y él tenían mucho en común. Comprendió de golpe que ellas también eran prisioneras de sus circunstancias y de las expectativas que se tenían de ellas. Y supo entonces que librar una batalla contra aquellas adolescentes era tan absurdo como querer golpear la pared de una celda para derribarla. La pared no tiene la culpa y finalmente la única libertad real y posible se encuentra en el vacío que los muros crean. Ahí, en el interior de todo espacio vacío se encuentra representada el alma de todo prisionero. Ahí está la capacidad de crearse a sí mismo, de decidir creer en sí mismo y de hacer algo con uno mismo y por uno mismo. Llenar nuestro vacío es nuestra libertad.
Pero esas son cosas que tardas en descubrir, y hay prisioneros, personas, almas, que nunca lo descubren y viven atados a sus miedos, costumbres, limitaciones y expectativas. Hay infinidad de seres que nunca alcanzan la libertad porque nunca llenan sus vacíos y se dejan consumir por ellos, alimentados por el rencor y el odio, por la desesperanza y la frustración.
La mirada de odio que le dirigía aquella muchacha rompió el silencio: “A usted qué le quita que tengamos un espejo. Si no quiere que estemos enojadas con usted, regrésenos el espejo.”
“¿Me estás amenazando?”, preguntó el profe con total comprensión de la gravedad del asunto. Ella agachó la mirada porque fue sorprendida en su rencor, en su enojo y en su total y absoluto deseo de hacerle daño a quien representa una autoridad que nunca la ha tomado en cuenta. El profe siguió su clase, es decir, retomó el dictado hasta que la campana indicó que la hora de Historia había terminado. Entonces se levantó, tomó sus cosas y “olvidó” el espejo en el borde del escritorio, el cual desapareció apenas dio dos pasos hacia la puerta.
Al siguiente día el profe de Historia entró al salón y habló abiertamente del incidente: muchachas a mi me da lo mismo que tengan o no un espejo, pero no me da lo mismo perderlas. Si encuentro un espejo se los voy a quitar, no porque quiera hacerles daño sino porque quiero ser su maestro. Y si no lo hago, como se espera que lo haga, corro el riesgo de dejar de serlo. Así de fácil. De modo que voy a pedirles que durante mi tiempo con ustedes no se pasen cosas que pudiera yo quitarles, porque verán, ustedes son “mi espejo” y no quiero que nadie tenga un pretexto para quitármelas. De modo que ustedes cuiden sus espejos que yo cuidaré los míos. ¿De acuerdo?
Ellas se miraron extrañadas entre sí, y movieron las cabezas en silencio hacia arriba y hacia abajo, y fue así que firmaron en aire su pacto. El profe inició su clase. Pero esta vez la Historia no fue una dictadura. Esta vez les platicó la historia como a él le gustaba imaginarla, y por primera vez el vacío de aquellas cuatro paredes empezó a llenarse de imágenes de hombres y mujeres que buscaban cambiar el curso de sus vidas y que en su búsqueda liberaban sus almas. Esta vez la Historia fue un espejo en el que buscamos el reflejo de nuestra libertad. Y en la búsqueda surgió la esperanza de encontrarla.