"Al levantar los
ojos, Abraham vio a tres hombres que estaban parados a poca distancia. En
cuanto los vio, corrió hacia ellos y se postró en tierra, diciendo: Señor mío,
si me haces el favor, te ruego que no pases al lado de tu servidor sin detenerte."
Génesis 18, 2-3.
Abraham vio a tres
hombres en la distancia, pero no vio a tres hombres, vio a Dios. ¿Por qué? Porque
Abraham levantó los ojos, es decir, vio por encima de esos hombres, vio la
oportunidad de servir. Es importante tener cuidado porque a veces, cuando vemos
“por encima” de los demás, y decimos ver a Dios en nuestros hermanos, en
realidad levantamos la mirada, pero no la de nuestro espíritu sino la de
nuestro ego. Esto sucede cuando creemos que servir nos engrandece. Por eso, lo
que hizo Abraham es tan significativo: corrió hacia ellos y se postró en
tierra. Sirvió con humildad.
Tener verdadera
humildad al servir no es fácil. Requiere, ver más allá de lo evidente (“por
encima de lo inmediato”) y al mismo tiempo pensar, ¿cómo puedo servir,
verdaderamente servir, al otro? No implica buscar el beneficio: ¿Qué quiero
recibir? ¿Gratitud, reconocimiento, lealtad, amistad, tolerancia, qué? Implica
preguntarnos: ¿Qué necesita el otro? Tampoco implica decidir por el otro lo que
necesita, sino verdaderamente colocarnos en sus zapatos y pedirles que se
detengan y compartan contigo lo que necesitan.
Abraham dijo: “te
ruego que no pases al lado de tu servidor sin detenerte”. Yo te lo ruego
también: no pases a mi lado sin detenerte y decirme ¿qué necesitas? No pases a
lado de nadie ofreciendo una ayuda que nadie requiere. Si piensas que sabes
mejor que el otro lo que necesita, no lo haces por él, lo haces por ti. Ten
cuidado, nadie es tan pobre como para ser incapaz de tener conciencia de sí
mismo. Dale crédito, y si has de ayudarle en algo, ayúdale a tomar consciencia
de ese crédito que tiene y esa capacidad suya para conocerse y valorarse.
Mi Bien, mi dulce
Bien, permite a mis ojos reconocerte en mi mente, en mi alma y en mi cuerpo, de
forma que pueda reconocerte en la mente, alma y cuerpo de los demás. Permíteme
correr a tu lado y ofrecerte todo cuánto tengo. Detén tu andar y quédate
conmigo, con nosotros, para siempre. Honra nuestra mesa con tu presencia y que
la buena noticia que nos traes sea motivo de alegría y esperanza. Así sea en
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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