“… y hablándoles al corazón les dijo: «Sean fuertes y
tengan ánimo, no teman ni desmayen ante el rey de Asur ni ante todo el ejército
que viene con él, porque es más el que está con nosotros que lo que está con
él. Con él hay una fuerza humana, pero con nosotros está Yavé, nuestro Dios,
para ayudarnos y combatir nuestros combates.»” 2 Cró 32, 6c – 8
Estas son palabras que dirigió Ezequías, rey de Judá,
a los generales de su ejército que estaban a punto de entrar en combate. No sé
tú, pero a veces la vida se siente como un combate y a veces necesitamos
escuchar palabras de aliento, palabras que le den sentido a nuestro actuar
diario. La vida necesita oxígeno para contrarrestar los efectos nocivos de
tanta contaminación metal, física y emocional. La vida, muchas, demasiadas
veces se ve impregnada de un pesado “tengo que” y la apatía, la desgana o el
vacío del “¿para qué?”
Esa apatía, esa desgana, ese vacío necesita transformarse.
Todos tenemos nuestro rincón obscuro, nuestro vacío. Yo solía tenerle miedo a
ese vacío. Había demasiado dolor ahí. Demasiados demonios. Pero ya no le temo
tanto y empiezo a sentirme segura en mi pequeño rincón vacío.
Convertir mi vacío en hogar es un proceso en el que
aún me encuentro. Mi objetivo hoy es enfrentar el vacío, dejarlo vivir en mí, y
transformarlo en lo que realmente es: un corazón pleno y tan vacío de sí que
puede albergar a otros. Porque ese vacío existe precisamente en nuestro
corazón. Justo ahí, en el centro de nuestra existencia, el vacío necesita
transformarse en un rincón seguro capaz de dar vida en abundancia.
Para comprender este proceso en el que me encuentro y
dejarle de tener tanto miedo, me ayudó mucho un texto llamado “Un pequeño lugaren un árbol” de Barbara Brenner (A Small Place in a Tree). Se trata de una
lectura que hice con alumnos de tercer año de primaria el año pasado. Encontré
el texto como audiolibro en Youtube. Este video incluye la lección en su
totalidad, pero los primeros cinco minutos corresponden al texto. Quisiera decirte
que le pondré subtítulos, pero con exámenes que calificar y casa que atender,
no lo lograré. Así que si quieres verlo y disfrutar de las imágenes que cuentan
por sí mismas la historia y son hermosas, date una vuelta. Al final dejo el
vídeo y el link.
El texto explica el proceso con el que se va creando
un hoyo en un árbol. Todo empieza con un rasguño hecho, en este caso, por un
oso. El oso usa la corteza del árbol para afilar sus garras y la “hiere”. Todo
vacío empieza con una herida que, a fuerza de enfrentar el mundo y sus
elementos, corre el riesgo de hacerse más y más y más grande. Las heridas nos
dejan vulnerables y sensibles a toda clase de ataques. Es natural querer
protegerse de las heridas, pero es inevitable que en algún momento y por alguna
razón, sufriremos.
El hoyo pasa por diferentes “ataques” y se debilita. Primero
se introducen en la herida escarabajos de madera que empiezan a convertir el
“corazón” del árbol en hogar y alimento. Ellos crearán redes de túneles para
que sus larvas crezcan. Las larvas al nacer se comerán todo lo que puedan para
salir de su cuna. El hoyo se hará más grande, el daño desde el exterior es
insignificante, pero en el interior es enorme.
Llegarán después pájaros carpinteros que golpearán la ya
bastante delicada cáscara del árbol en busca de escarabajos de madera. Los
pájaros sin duda han llegado a ayudar a eliminar la plaga, pero harán sus daños
irreparables también. Finalmente, el árbol enferma del todo. Es, literalmente
consumido por bacterias. Estas bacterias son demasiado pequeñas para que se les
pueda ver, pero su daño será absoluto, y al mismo tiempo, dejarán el interior
“limpio”. Se trata de un proceso de purificación que no llega sin su grado de
dolor y sufrimiento. El corazón del árbol está muriendo. ¿Has sentido alguna
vez que tu corazón muere al grado que la muerte se siente más atractiva que la
vida?
Dejar morir nuestro corazón es un proceso doloroso
porque implica transformarnos. Nuestro corazón, al igual que el árbol, en algún
momento se “rompe”, recibe heridas, es lastimado. Los muchos parásitos que
suelen habitar nuestra intricada red de pensamientos, harán sus estragos. Ideas
muy equivocadas de lo que es el amor, la entrega, la tolerancia, el sacrificio.
Ideas que son mentiras, aunque parezcan verdades, porque pretenden asumir posturas
de bondad y plenitud, cuando aún carecemos de la madurez suficiente para
identificar la verdadera bondad y plenitud. Ideas llenas de buenas intenciones
pero que aún no han pasado por la purificación del espíritu.
A lado de las ideas equivocadas que tenemos de
nosotros mismos, los demás y el mundo, llegan también ángeles, o pájaros
carpinteros que nos ayudan a eliminar esas ideas dañinas. No se deja de ser y
pensar como uno es y piensa sin dolor. Enfrentarnos a la verdad de nuestro ser,
de nuestras carencias, de nuestro actuar, de la manera en que lastimamos a
otros y a nosotros mismos, no es sencillo.
De hecho, la mayoría de nosotros preferimos vivir
alejados de esos pájaros carpinteros que nos cuestionan, y buscamos por todos
los medios evitarles hurgar en nuestra cabeza, corazón y alma. Jesús tenía
razón, “dichosos los que creen sin haber visto”. Es decir, que nunca se
cuestionan, que prefieren vivir bajo reglas y leyes, y no buscan el sentido de
las cosas, la humanidad que hay detrás.
Hay, sin embargo, personas como Santo Tomás, que se
niegan a creer sin haber visto. Admiro a Santo Tomás, porque comprendo su
necesidad de hurgar en las heridas para descubrir verdades que vayan más allá
de lo evidente. Y agradezco que Jesús haya sido tan noble como para decirle, “ven,
toca, mete tu dedo en mis yagas y tu puño en mi costado”. La gente que no se
atreve a tanto, piensa que Jesús lo reprendió por no haber creído, pero no.
Jesús le dio lo que necesitaba: le permitió tocar la verdad del sufrimiento
para tener la fuerza necesaria y lograr trascenderlo. (Juan 20, 25)
A Dios no le molesta darnos pruebas. Sabe, sin
embargo, que implicará dolor y sabe que quienes pasan por semejantes pruebas
sufrirán y no serán “dichosos”.
Felices los ignorantes, dicen por ahí. Pero al final
del camino, la alegría tiene que ser mayor. ¡Tocar las yagas de Cristo y trascender
el dolor! En muchos sentidos ese debería ser el objetivo de todos. A Tomás
tocar las heridas de Jesús lo llevó a desmoronarse frente a él y exclamar:
Dios mío y Señor mío. ¡Cuántas cosas no habrá comprendido en ese instante!
Así que no caigamos en la trampa común que muchos aseguran
es verdad: “Dios quiere que seas feliz”. Sinceramente no lo creo. Es, en todo
caso, una verdad a medias que muchos aseguran con tal de no cuestionarse nada
y no enfrentar el dolor. Pero a mi entender, lo que Dios quiere es que seamos plenos.
Eso implica mucho más.
Y es que, es muy común creer que la fe que se
cuestiona no es fe. Pero eso es un error: la fe que se cuestiona y a pesar de
todas esas dudas, sigue en pie, esa es fe. La fe que no puede soportar ser
cuestionada, que no puede abrirse a la posibilidad del error y atreverse a
verificar eso que dice creer, esa no es fe, es miedo. El miedo a equivocarnos
es un obstáculo casi insalvable para progresar en cualquier cosa que
pretendamos hacer. No hay logro sin errores. Y los errores siempre serán más,
muchos más, que los aciertos.
En esta analogía de un hoyo que se crea en un árbol,
las bacterias, esos microscópicos seres que no se ven, pero actúan para limpiar
el interior del árbol de todo, a mi entender representan al Espíritu Santo. Ese
es Dios actuando. Verás, creo que Dios no pretende llenar tu ser, corazón y
cabeza de ideas. Creo que quiere que la libertad sea precisamente la
posibilidad de mantenerte abierto a lo que sea que llegue a tu vida, de modo
que puedas estar abierto eso que llega y lo puedas contener. ¿Y qué puede
llegar?
Bueno, pues en esta imagen de un hoyo en un árbol,
este pequeño lugar en un árbol se convierte en hogar para toda clase de
animales. De modo que lo que llega es vida. Una vida que necesitará refugio,
protección, calor, ayuda. Eso es lo que Yavé, el soplo de la Vida desea que
sean nuestros corazones: un refugio capaz de sostener la vida.
Una vez que hemos sido capaces de “despojarnos” de
nuestro ser, seremos capaces de “recibir” la verdadera vida y el amor de otros seres.
Pero llegar a esta capacidad implica atravesar por ese proceso de desprendernos
de todo eso que estorba y no permite que la verdadera vida llegue a nosotros.
Ideas, sentires, errores, culpas, lamentaciones, dolor, pena, incluso alegrías
falsas y convicciones limitantes. Hay tanto que transformar en nuestro
interior. Tantas cosas que necesitamos dejar morir para ser capaces de
acompañar a otros en sus vidas y entregar nuestro ser a la existencia del todo,
y no sólo a nuestro vivir y existir.
Dios mío, gracias por los árboles y sus hoyos, por la
vida que albergan y la posibilidad que nos das de darnos cuenta de todos estos
hermosos procesos naturales que nos hablan de ti y tu actuar. Permítenos
mantenernos humildes a la grandeza y sabiduría de tu naturaleza, y ayúdanos a
aceptar nuestras heridas, penas y dolores, como instrumentos de la
transformación que Tú buscas hacer en nosotros. Gracias mi dulce Señor, mi Rey,
mi amado Bien. Gracias por tu entrega y tus cuidados. Gracias por recorrer el
camino de la transformación a mi lado y a lado de todos nosotros. Permítenos
descubrirte en nuestros pesares como el aliento de vida que purifica, y haznos
dóciles a tu voz y tu presencia. Bendito eres por siempre. Te amo.
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