“Había allí
un profeta de Yavé, llamado Obred, que salió al encuentro del ejército que
volvía a Samaria y les dijo: «Miren que Yavé, el Dios de sus padres, estaba
irritado contra la gente de Judá y por esto los ha entregado en manos de
ustedes. Pero ustedes los han matado con una crueldad increíble. Y ahora
quieren someter a esclavitud a la población de Judá y de Jerusalén y que en
adelante sean esclavos y esclavas de ustedes. Miren que ustedes mismos no son
inocentes ante Yavé, su Dios. Oigan, pues, devuelvan a sus hermanos que han
tomado prisioneros, porque si no el furor de la ira de Yavé está sobre
nosotros.»” 2 Cró 28, 9-11
Me ha costado mucho escribir hoy y, de hecho, toda la
semana. Por un lado, el trabajo se intensifica cuando hay que preparar exámenes
y aplicarlos. Por otro, la dificultad de la cita elegida. Supongo que es tan
simple como dejarla ir y elegir otra. Pero por alguna razón, me guste o no me
guste, una vez que una cita salta de la página, se me planta enfrente y me pide
que la enfrente. “Prefiero no decir nada”, le digo. “No sé qué decir”, intento
convencerla, pero la cita sonríe e insiste: “inténtalo”. Y no dejará de sonreír
frente a mí, en actitud de reto, hasta que no me sienta y escriba.
¿Qué es la crueldad? Creo que la crueldad empieza
precisamente con la autoridad que nos damos ante la convicción de que nosotros
tenemos la razón, es decir a Dios de nuestro lado. Aclaro que aquí Dios puede
ser efectivamente Yavé, “el soplo de vida” o el ídolo, valor, idea que hayamos
decidido dejar guiar nuestra existencia:
el dinero, poder, prestigio, entre tantos otros.
La cita habla de uno de los muchos conflictos que hubo
entre Israel y Judá. En esta ocasión, Judá fue severamente castigada por
Israel, es decir, Israel ganó. Ganar una guerra, y creo que ganar en cualquier
ámbito y en cualquier momento, nos da la certeza de que hay algo superior en
nosotros (es decir, Dios está de nuestro lado, una cierta habilidad es nuestra,
o tenemos un talento particular, una fuerza excepcional, o cualquier cosa que
nos hace particularmente especiales).
Tener esta convicción de superioridad es el primer
paso para llegar a la crueldad. El segundo es llevar las cosas más lejos aún.
Convertir la victoria en una sentencia: Yo estoy bien, tú estás mal. Y como tú
estás mal, yo tengo derecho a hacer contigo lo que mejor me parezca. El hecho
de estar mal te deja a mi merced y te incapacita para defenderte. El hecho de
yo estar bien me da el derecho de castigarte, humillarte, ignorarte, y
maltratarte si así lo considero prudente. Mientras estés mal, y yo bien, yo
tengo derechos y tú no.
Es decir, la crueldad no se conforma con someter a
alguien. Necesita ir más lejos. Necesita restregarle al otro su insuficiencia,
su defecto, su incapacidad, su lamentable existencia. Si al otro le queda claro
que no es capaz, que el problema es él/ella, que su situación es insalvable a
menos que se gane el visto bueno de quien sí está bien, de quien es superior,
entonces y sólo entonces, se le tendrá consideración. Y eso, si quien es
superior quiere. Si no, no.
Lo que una persona cruel nunca será es libre. Quizá es
esa falta de libertad la que no le permite ser feliz sin pisar a otros. La
persona cruel necesita esclavos a quien someter, castigar, regañar, lastimar,
minimizar. La persona cruel está convencida de que su lugar en el mundo es
estar por encima de otros, y todos sus esfuerzos están en conservar ese lugar
superior, porque de otra manera, quedará al descubierto su propia esclavitud. La
persona cruel es esclava de la imagen que tiene de sí misma: es fuerte, capaz,
astuta, está bajo control, en fin, en una palabra, es: mejor. Se piensa, cree y
sabe mejor que los otros.
Por eso, el profeta Obred les advirtió: “Miren que
ustedes mismos no son inocentes ante Yavé, su Dios.” No hay nada más importante
que bajarnos del pedestal donde nos hemos colocado y reconocer lo pequeños que
somos ante Dios y ante el otro -cualquier otro.
Y cuando digo pequeño, no quiero decir, “indigno
pecador”. No hablo de incapacidad ni de insuficiencia. No. Quiero decir: pequeño.
Cuando un padre o una madre ve a su hijo cometer tonterías, enojarse, llorar,
gritar, pegarle a su hermano, lo que ve no es un “pecador indigno”. Lo que ve,
si es verdad que es un padre con un nivel de sensatez y madurez aceptable, es
un ser humano pequeño que aún tiene mucho que aprender: a controlarse, a
tranquilizarse, a pensar con calma, a disciplinarse, a compartir, a escuchar, a
expresar su sentir sin desbordarse, a no pegarle a los demás, a perdonar, a no
decir malas palabras, en fin.
Cualquier padre / madre / maestro / coach que busca
“disciplinar” -no atormentar- a los “pequeños”, sabe que quien mejor aprende es
quien está dispuesto a escuchar, aprender, practicar y corregir sus acciones. Y
buscará fomentar ese carácter.
Y cualquier hijo / hija / alumno / o persona en
entrenamiento sabe que la obediencia ciega no es obediencia, es sometimiento. Y
la realidad es esta: no importa qué tan pequeño seas, siempre sabrás cuando
alguien te pone la bota en el cuello y serás capaz de reconocer la diferencia
entre ayudar a crecer y someter para controlar. Este sometimiento se puede
lograr con fuerza o con sutilezas emocionales y manipulaciones, pero cuando
está presente quien es sometido lo sabe. Quizá no lo puede formular ni definir
en palabras, pero habrá algo dentro de sí mismo que se rebelará.
Si aún no te has enterado, los rebeldes sin causa no
existen. Ante la rebeldía siempre hay algo más de fondo y si eres autoridad
necesitas buscarlo. El beneficio de hacerlo no sólo hará que quien se rebela
sea incluido y exista una respuesta hacia su necesidad, sino que la autoridad
obtendrá el beneficio de adquirir verdadera autoridad frente a esa persona y el
resto de la familia, comunidad o grupo. Te habrás convertido en autoridad que
alienta, no somete.
María, madre de Jesús, es una excepcional mujer.
Confiar la educación de tu hijo a alguien es confiar en su capacidad de
respuesta. Dios eligió bien. La autoridad de María es autoridad que no somete,
y seguramente tuvo retos fuertes ante la grandeza de alguien tan pequeño aún.
Les comparto una imagen que me encantó. Es, sin duda, una broma, pero habría
que imaginarse el reto que implicó educar a Jesús.
Regresando al tema, cuando Dios nos ve a nosotros,
sabe que aún somos pequeños y tenemos mucho que aprender. Para Dios nosotros
siempre somos corregibles, y ante Dios, ante el SER, ante la Vida y la Verdad,
siempre seremos pequeños. Por eso Dios no nos pide ser “buenos”. Somos sus
hijos y ya lo somos. La bondad de nuestro ser es algo dado. Nos pide estar
dispuestos a corregirnos. Nos pide humildad y sencillez para ser MEJORES, no
buenos.
La ciencia también lo asegura. Dolly Chugh, una
científica social de la Escuela de Negocios de la Universidad Stern de Nueva
York, estudia la psicología de la gente buena. En su plática de TED “Cómo dejarir el ser una “buena” persona -y convertirnos en una mejor persona” (How to let
go of being a “good” person -and become a better person), Chugh propone: “¿Y si
les digo que nuestro apego a ser buenas personas se interpone en el camino para
que seamos mejores personas?”
Muy inteligentemente Dolly Chugh presenta el
conocimiento que ha adquirido con sus investigaciones sobre el tema como una pregunta.
A la gente buena muchas veces hay que tratarla con pinzas, porque su ego es muy
sensible a la crítica. Por eso, mejor preguntar: “¿Y si les digo que el camino hacia
convertirnos en una persona mejor comienza dejando ir el concepto de ser buenas
personas?”
Al final les dejo el vídeo de la plática. Lo he bajado
con subtítulos en español por si les interesa. Vale la pena si es verdad que
queremos cuidarnos de ser crueles e infringir dolor en otros. Vale la pena por
todo lo que explica acerca de cómo funcionamos, por qué somos como somos y la
profunda comprensión de qué es lo que nos permite o no, cambiar para mejorar. Chugh
nos explica que cuando tenemos el concepto de que somos buenos, hacemos todo
por defender nuestro concepto. Seremos capaces de justificar hechos que, si no
fuéramos buenos, podríamos considerar errores o puntos de vista que no habíamos
considerado. Sin embargo, cuando necesitamos defender nuestra bondad, no hay lugar
para el cambio, solo hay justificaciones llenas de ego, y podemos incluso
actuar mal, muy mal.
La disciplina, el orden, la eficiencia que se obtiene
a base de la crueldad, ni es disciplina ni orden ni verdadera eficiencia.
Recordemos que la autoridad que es autoridad, como la que manifiesta Jesús, alienta,
no somete.
Y ya para terminar. Afortunadamente para los
prisioneros que los israelitas querían esclavizar, hubo autoridades del pueblo
de Israel que se negaron a hacer semejante barbaridad. Y miren que en lugar de
torturar y esclavizar a las personas cautivas: “Reanimaron a los prisioneros y
vistieron con prendas tomadas del botín a todo los que estaban desnudos,
dándoles además calzado. Les dieron de comer y beber y los lavaron;
transportando en burro a todos los que estaban más débiles, los llevaron a la
frontera de su patria, a Jericó, ciudad de las Palmeras, y luego se volvieron a
Samaria.” 2 Cró 28, 15
En la Pastoral Penitenciaria a la que pertenecí
durante años, es eso lo que se pretende hacer: vestir con dignidad a quienes
son prisioneros, alimentarlos y darles de comer y beber el valor del Evangelio
con hechos, no con palabras, y ayudarles a volver a su hogar transformados, no
peor, no más heridos, no sintiéndose tan malos como cuando entraron, tan
humillados como cuando se les despojo de su libertad, sus derechos y su
dignidad.
¿Lo logramos? Lamentablemente creo que no en su
totalidad, y creo que mucho tiene que ver con el hecho de que nos vemos a
nosotros mismos como personas “buenas”. Les ofrecemos nuestros servicios sin
permitirles crear por sí mismos sus respuestas y su comunidad. Llegamos a
alimentar nuestro concepto de Dios en su persona, no a dejar que el Cristo que
vive en ellos brille con su propia luz y nos muestre sus yagas y heridas, para
poder así, verdaderamente aliviarlas con el bálsamo de la aceptación. Ellos
saben que vamos más para alimentar nuestro concepto de “somos buenos” y no para
alimentar su concepto de “soy bueno”. Un concepto, que, por otro lado, ni ellos
ni nosotros tenemos.
Hablo del servicio en general que realizamos (todavía
trabajo como voluntaria, pero no en la pastoral). Hay, sin duda, excepciones y
toma mucho tiempo comprender y aprender a bajarnos de nuestra “bondad” para
convertirnos en uno de ellos y crear comunidad con ellos. En Hebreos 13, 3 se
nos dice: “Acuérdense de los presos, como si estuvieran presos
con ellos, y de los maltratados, puesto que también ustedes están en el
cuerpo.” Pero nuestro concepto de “somos buenos” a veces es tan grande, que no
hemos logrado ni siquiera ser comunidad entre nosotros, los miembros de la Iglesia
que no vivimos en una prisión. Trabajamos como equipo, pero no somos comunidad.
Nos vemos como organización, no como pueblo, familia, hermanos. No tenemos
misericordia ni con nosotros mismos.
Tener misericordia es
ser cordial con la miseria del otro, y eso sólo se logra cuando somos
conscientes de nuestras propias miserias. Miserables somos todos. Todos tenemos
pobreza de espíritu. Todos podemos ser mejores personas. Todos tenemos algo que
aprender. Todos somo esclavos de las justificaciones con las que nos lavamos
las manos cuando herimos a los demás -busquemos o no busquemos herir, todos lo
llegamos a hacer.
Jesús, permítenos dejar de “ser buenos” y ayúdanos a
ser “reales”. Recuérdanos que no existe, hasta donde sé, ni un solo santo que
haya dicho “soy bueno”. Todo lo contrario. Somos pecadores, cometemos errores,
no siempre hacemos lo mejor, no siempre respondemos con nuestra mejor cara.
Muchas, muchas, muchas veces actuamos desde la ceguera de nuestra inconsciencia
y lastimamos más, mucho más de lo que es conveniente y necesario. Permítenos
mantenernos humildes ante el dolor del otro, manteniéndonos realista ante
nuestras propias limitaciones, cárceles y cegueras.
Te lo pedimos por la intercesión de María, madre
estricta, cariñosa, dulce y firme. Madre que da a cada hijo lo que cada hijo
requiere. Madre dispuesta a dejar ir su autoridad de madre, para acompañar a su
hijo en su misión, la de él, no la de ella. Madre que deja a Cristo ser, sin
pretender proteger y evitar el dolor. Madre que, sin saber sufrir y sin
desearlo, fue capaz de sufrir por amor. Un amor que se expresa con la presencia
frente a la cruz del otro, sin negar lo que existe y sin pretender aliviar lo
que es imposible de negar. Mujer que se presenta en toda su humanidad y desde
ella, sirve y acompaña.
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