domingo, 27 de enero de 2019

No me niegues mi derecho a ofrecer

Photo by Larm Rmah on Unsplash


“Pero una vez fortalecido en su poder, (Ozías, rey de Judá) se puso muy orgulloso hasta corromperse; desobedeció a Yavé, su Dios, entrando en el templo de Yavé para quemar incienso sobre el altar del incienso.” 2 Cró 26, 16

¿Cuál es el problema? ¿Qué hay de malo en quemar incienso sobre el altar del incienso y por qué es ese acto una señal de orgullo y corrupción? Bueno, según el resto del texto los sacerdotes inmediatamente entraron a detenerlo y le dijeron: “No te corresponde a ti, Ozías, quemar incienso a Yavé, sino a los sacerdotes, hijos de Aarón, que han sido consagrados para quemar el incienso. Sal del Santuario, porque estás renegando, lo que no te merecerá honor ante Yavé tu Dios.” 2 Cro, 26, 18

Entonces Ozías se enfureció, continúa el texto, y en ese momento le surgió lepra sobre la frente. De modo que esa lepra fue considerada una señal de que Dios, efectivamente, le ha castigado. La consecuencia fue, por supuesto, que Ozías vivió el resto de su vida en una casa aislada. El estigma de su condición y su pecado cayó sobre él y acabó con su existencia (porque quien piense que vivir es respirar, no sabe lo esencial que es vivir en compañía de otros).

El lunes 7 de enero del presente año, 2019, la meditación diaria de Richard Rohr explica que Jesús “más que decirnos exactamente qué ver en las escrituras”, nos “enseña cómo ver, qué enfatizar, y también qué puede ser enfatizado y qué ignorado.” Asegura que, más allá de una lectura fundamentalista o literal, Jesús practicaba una forma de interpretación conocida por el pueblo judío como “Midrash”. Esta forma de leer consiste en utilizar consistentemente preguntas para mantener los significados abiertos. Así, más que buscar respuestas totales e inflexibles, la intención debe ser buscar diferentes niveles de sentido que en última instancia sea relevante y aplicable a ti, el lector. Y te coloque, por lo tanto, en los zapatos del sujeto sobre el que lees, para crear empatía, comprensión y relación. (1)

Entonces, nos explica Richard Rohr, “utilizar el texto de forma espiritual -como Jesús lo hacía- es dejar que te convierta, dejar que te cambie, dejarlo hacerte crecer al responderte: ¿Qué pide el texto de mí? ¿Cómo puede esto aplicarse a mi vida, a mi familia, a mi iglesia, a mi vecindario, a mi país?”

De modo que una lectura, digamos, productiva, toma en cuenta al lector.  “¿Quién eres cuando lees la Biblia? Defensivo, ofensivo, hambriento de poder, recto? ¿O humilde, receptivo y honesto? Sin duda, “¡es por eso que necesitamos orar antes de leer un texto sagrado!” Exclama Rohr, y con justa razón, por que el Espíritu si bien es recto, tiene caminos tan flexibles y adaptables como seres humanos existen.

Rohr también nos asegura que “Jesús consistentemente ignoraba e incluso negaba textos exclusivistas, castigadores, y triunfalistas en su propia inspiración de la Biblia Judía, en favor de pasajes que enfatizan la inclusión, la misericordia, y la honestidad.”

Por todo esto me atrevo hoy a ponerme en los zapatos de Ozías y contarte lo que veo desde mi particular experiencia de vida como una persona que vive con un trastorno mental (una de las muchas lepras de hoy).

El texto asegura que Ozías se enfureció y que fue ese enojo y su osadía de creerse digno de quemar incienso por sí mismo, el que hizo que le saliera la lepra en la frente. Pero lo que hoy sabemos sobre la lepra es que no surge de un momento a otro. Si bien es contagiosa, tarda mucho en contagiarse y requiere de un contacto constante con alguien ya enfermo. Para cuando Ozías gritó enojado, su lepra ya era visible, pero sin duda estuvo presente desde tiempo atrás. Y me atrevo a asegurar que intentó mantenerlo oculto tanto tiempo como le fuera posible, pero el mal salía a flote y la desesperación se apoderó de él.

Ozías sabía que tenía lepra y sabiendo que no podía exponerse sin ser, digamos, ajusticiado, se tomó la libertad de creerse digno ante Yavé y ofrecer él mismo el incienso, de ese modo no exponerse al escrutinio y el juicio limitado al que sería sin duda sometido.

Lo creo así, porque yo he estado en esa situación. Yo también he creído que mi trastorno mental es algo que debo ocultar y lo he intentado innumerables veces. Yo también llegué a creer, y aún lo creo, que aun luchando con un trastorno mental soy digna y que tengo derecho a pedir por mí misma lo que sé que necesito, merezco y la forma en que deberían procurar ayudarme y lo que me deberían permitir permitirme hacer para formar parte de una comunidad. Yo también he ofrecido mi incienso con estas manos llenas del temblor de la ansiedad. Y en diferentes momentos ese miedo me ha llevado a aceptar un trato indigno con tal de que no se me abandone; a correr y renunciar a todo por no querer ser tratada como un intento de ser humano, y castigarme yo misma en la soledad; o a enojarme y gritarles que merezco un trato distinto.

Por eso, en llanto, enojo y tristeza, consciente de que lo que tanto me he propuesto esconder para no ser rechazada ha salido a la luz, he gritado a todo pulmón: ¡Soy digna! ¡No pueden tratarme así! ¡Dejen de minimizarme! ¡Valoren mi trabajo con hechos, no palabras! En fin, he tratado de defender lo que para otros es indefendible, porque me he perdido en el grito de la desesperación.

Pero como he gritado, el acto es interpretado como un “renegar” de la obediencia a la que estoy obligada. Dios, su Iglesia, su comunidad, su familia, su cuerpo, es ahora un ser inflexible al que le debo obediencia ciega. No estoy en condición de cuestionar el trato que se me da, ni de pretender sentirme digna de ofrecer mi ser y sacrificio cuando no he podido más que gritar.

Si estás enfermo, lo que te corresponde hacer es irte, alejarte, esconderte. ¿Y qué sucede si tu enfermedad se incrementa con la soledad? No importa. Lo importante es que no perturbes la paz de nuestra inconsciencia. No eres ni has sido nunca elegido como una persona capaz de ofrecer un sacrificio digno. No eres merecedor de la oportunidad de estar entre nosotros y mucho menos de trabajar por Dios. Acepta tu realidad y vete, o quédate, pero quédate calladita en el rincón: no hables, no opines, no digas, no expreses y no ofrezcas. No estamos para responder a necesidades individuales sino comunitarias, y tú no eres parte de esta comunidad precisamente porque tienes necesidades particulares. Aquí sólo caben los sanos, los buenos, los bonitos. Nadie reconocerá las horrendas actitudes que a diario nos damos los unos a los otros y que contribuyen a generan tanta inseguridad y desconfianza.

No pretendo asegurar que un trastorno mental o cualquier condición emocional se genera en sociedad exclusivamente, pero el ámbito social es definitivamente un factor importante. La mayoría de los trastornos mentales (los más comunes al menos) no surgen de la noche a la mañana y se van gestando a lo largo de las experiencias de vida e interacciones con otros. Son una combinación de tendencias genéticas, hábitos y relaciones poco sanas, y pueden tener raíces de abuso, violencia, vicios y excesos, propios y de quienes nos rodean.

Nadie simplemente se empieza a decir a sí mismo que es un inútil, un fracaso, un problema, una persona que no vale la pena, alguien insufrible, un loco, innecesario, poco valioso, indeseable porque nadie quiere gente con necesidades especiales cerca. ¡Qué molestia tener que esforzarme de más! En fin, las mil cosas que nos podemos decir a nosotros mismos las hemos escuchado antes de otros, hemos participado o sido testigos de comentarios semejantes, y nos alimentamos de ideas nada sanas que determinan nuestro valor social y, por ende, condicionan nuestra convicción de que merecemos recibir o no amor, seguridad, aceptación, reconocimiento y oportunidades.

La primera persona en darse cuenta de que tiene un trastorno mental (lepra) que disminuye sus capacidades sociales, es precisamente quien vive con ideas poco alentadoras de su persona. Es decir: uno mismo. En realidad, creo, que todos tenemos algo de esta lepra social, y es precisamente esta consciencia de nuestras insuficiencias las que nos hacen esforzarnos para mejorar. (Por eso el reino de Dios es de los pobres, y no de los ricos y orgullosos incapaces de reconocer sus deficiencias. El pobre siempre se esforzará por obtener lo que necesita. Quien cree que ya lo tiene, no hará ningún esfuerzo.)

Pero hay quienes, por diferentes razones, viven estas ideas con más fuerza y así, ven su comportamiento afectado, lo cual socialmente refuerza la idea de que efectivamente somos problemáticos, tercos, absurdos, necios, enojones, negativos, insufribles, entre tantas otras cosas “feas”. Las ideas, entonces, son reforzadas a través del rechazo, el castigo y la indiferencia.

Al leer este texto de 2 Crónicas, no puedo más que recordar cuando era muy joven y leía una Biblia en imágenes. Esa Biblia con dibujos en blanco y negro, mostraban a un Jesús que le decía a la gente que como yo se sabía llena de lepra, pobre, insuficiente, ciega, incontenible (sangraba sin parar), incapaz de andar, sorda e incluso muerta: levántate, lávate en el río, toma el agua de vida que te ofrezco, camina, ¿quién eres y por qué has tocado mi manto? ¿Qué es lo que necesitas? ¿Cómo puedo ayudarte?

No les dijo: aléjate, vete, escóndete, no te expongas. Tampoco les resolvió el problema nada más. Pidió algo: ve y lávate, levántate. Dar dignidad no es resolver problemas. Es permitir que quienes ofrecen, ofrezcan, desde quienes son y con sus limitaciones. Nada es pequeño ante los ojos de Dios. Y muchas veces, igual que la viuda entregó su única moneda como ofrenda, quienes menos pueden y tienen, suelen ser quienes lo dan todo.  

Por eso, el sacerdocio no es exclusivo de los sacerdotes. Y creo, espero, que, como Iglesia Católica que somos, es decir, universal, algún día comprendamos que ese “ofrecer” incienso, sacrificio, esfuerzo, trabajo, escucha, tolerancia, nos toca a todos. Y nos corresponde a todos aceptar el sacrificio, el esfuerzo imperfecto quizá, pero real, de los demás.

Tampoco estoy diciendo que somos una sociedad desgraciada. La realidad es que somos una sociedad ignorante en muchos sentidos, tal y como lo eran en ese momento la sociedad que condenó a la soledad a Ozías. Hoy sabemos que la lepra tiene cura, que no tenemos porque dejarla avanzar y que requiere hábitos y tratamientos concretos que ayudan.

Bien, pues los trastornos mentales también tienen cura, en algunos casos, y en otros, aunque no pueden curarse, pueden trascenderse. Se aprende a vivir con ellos y se vive bien, hay quienes incluso logran vivir mejor y con vidas más plenas que quienes no los tienen. La ignorancia que hoy mantenemos en torno a estos temas nos lleva a seguir condenando, rechazando, eliminando, limitando y encerrando a, o dejando que se encierren en sí mismas, tantas personas, y así las dejamos en el olvido. Porque el problema, son ellos, no nosotros. Los enfermos son ellos, no nosotros. Y los que deciden sentir y pensar de esa forma negativa son ellos, no nosotros.

Y, sin embargo, según la teoría sistémica, el individuo enfermo es tan sólo el síntoma de un sistema enfermo. Así que me voy a atrever a decir que, si he levantado la voz, si he gritado y exigido que se me reconozca, si me he negado a estar donde no soy tratada con dignidad y si he ofrecido incienso a Dios es precisamente porque yo, como tú, soy tan sacerdote como todos. Y porque el ofrecer y dar y pedir y luchar y esforzarme es algo que siempre he hecho y que siempre diré merezco hacer y no existe persona ni sociedad que tenga el derecho a negármelo. Que, si he hablado, he procurado siempre hacerlo desde la verdad, la mía y la que alcanzo a reconocer. Y que asumo la responsabilidad de mi condición, pero estoy, por lo mismo, obligada a decirte que tú, sociedad, también tienes la responsabilidad de asumir tu papel en mi recuperación.

Negarme, rechazarme, encerrarme, alejarme, olvidarme, no te hacer mejor que yo. Te hace más cercano a los sacerdotes de mente estrecha: autoridades que hablan y actúan sin verdadera autoridad, como la que tiene Jesús, que es autoridad que alienta. Sacerdotes y personas “rectas” que viven convencidos de que la ley se escribe en tinta, y no alcanzan a ver que el Espíritu de la ley está en los muchos vacíos que hay entre las letras. Esos vacíos son capaces de contenernos a todos, y llenar así, el vacío personal, que forzosamente se convierte en empatía y compañía al permitir interpretar la palabra muerta como un camino que nos lleva a reconocer la importancia de la vida en comunidad: La necesidad humana de compañía, seguridad, aceptación y reconocimiento.

Una vida que se da cuando somos capaces de compartir lo que somos -estos seres incompletos y leprosos- con otros. Y aclaro que aquí todos somos seres incompletos y todos cargamos con nuestras lepras, sólo que algunos de nosotros no tenemos más remedio que reconocerlo, porque “¡gritamos!” Nosotros, los de la lepra a flor de piel, no nos guardamos todo en nuestro interior y ahogamos así el dolor con que pasiva o abiertamente, otros más “sensatos” nos castigan después, convencidos de que sólo porque no aceptan su lepra aún escondida o reprimida, no la tienen.

Nosotros, nos sabemos castigados y relegados, y sí, en nuestro ser hay mucho enojo. Que en mi caso particular poco a poco aprendo a canalizar levantando mi voz, cargando mi cruz, y clavando mi coraje en las manos y pies del sacrificio de Jesús, que me permite matar la culpa, que no tienes ni tengo, y que confío algún día me dará la paz de la trascendencia que en la aceptación de mi humanidad he de lograr alcanzar.

Por ahora, Jesús, yo sé que el celo por tu casa me devora. El celo que llevó a Ozías a gritar: ¡déjenme hacer mi sacrificio para que Yavé me escuche porque sé que ustedes no me escucharán! El celo que te llevó a ti a tomar un látigo y sacar animales de tu templo: ¡Mi casa debe ser templo de oración y ustedes la han convertido en una cueva de lobos! El celo que a mí me hizo gritar: ¡Reconozcan mi trabajo, no con palabra sino con hechos! ¡Valoren mi trabajo, compartan lo que hago, y dejen de juzgarme con la vara con la que no son capaces de juzgarse a sí mismos!

Perdona mi arrebato y ayúdame a corregir mis errores y volver de este exilio. Reconoce Tú mi sacrificio, mi trabajo, mi oración. Y convence a mi ser de que mis fracasos no me definen. He tenido también muchos éxitos y aunque lo he deseado con todas mis fuerzas renunciar, sigo viva y sostengo tu mano como nunca antes la había sostenido.

Conviérteme en Pedro: una piedra dura, terca, necia, inquebrantable, para que con lágrimas de arrepentimiento por no haber sido capaz de responder más que con miedo, responda ahora con el valor de saber que tu resurrección lo cambia todo, porque me has de acompañar al infierno y he de volver tomada de tu mano, consciente de ti y de todo lo que somos a través de la dignidad que ya me has dado, y que ahora me toca aprender a reconocer sin necesidad de vivir enojada y tener que gritarlo.

Inclúyeme en la Asamblea de tus Santos, no porque sea merecedora de ello, sino para aprender de su santidad y a fuerza de estar en la presencia de su entrega, aprenda a entregarme con la misma convicción que ellos de que no necesito que nadie reconozca lo que ya me has dado.

Bendice mi vida y llena los vacíos entre las letras de mis palabras, para que estén llenas de ti y respire en ellas tu Espíritu. Gracias Jesús. Te amo.




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