El rey Joás no se acordó de la benevolencia que había
tenido con él Joyada, quien fuera el sacerdote que lo aconsejo hacia el bien, y
a cuya muerte: “Abandonaron la Casa de Yavé, y se interesaron por los troncos
sagrados y los ídolos” (2 Cró 24, 18).
Zacarías, hijo del sacerdote Joyada, al ver la manera
en que el rey y el pueblo se alejó de Yavé, osó presentarse frente al pueblo y
cuestionarlos: “¿Por qué traspasaron los mandamientos de Yavé?” (2 Cró, 24, 20).
El rey Joás, entonces, mató a Zacarías, “el cual
exclamó al morir: «Véalo Yavé y haga justicia.»” (2 Cró 24. 22)
El resto del capítulo nos explica como Joás murió un
año después a manos de quienes en su momento apoyaron al sacerdote Jayada,
padre de Zacarías, a quien Joás mató. Es fácil interpretar su muerte como un
permiso de Dios para hacer justicia: si asesinó, debe morir asesinado. Eso:
“ojo por ojo, diente por diente, vida por vida”, fue considerado “justo” por
mucho tiempo. Y aún hoy en día, para la gran mayoría de nosotros, la justicia
implica ejercer un “castigo” ante un daño hecho. El castigo es, además, “más
justo”, en la medida en que se acerque o sea proporcional al daño recibido.
En México tenemos un dicho: “¡Qué bonita es la
venganza cuando Dios nos la concede!” ¿Será cierto? ¿Es Dios vengativo? ¿Es la
venganza el verdadero rostro de la justicia? ¿Es justo vengarnos? ¿Es justo que
cuando el mal recaiga en alguien que nos ha hecho daño, nos alegremos de su
desdicha? ¿Es justo desear que el mal caiga sobre alguien que nos ha hecho
daño?
Hubo una época en que estas preguntas prefería no
hacérmelas. Tenía a veces mucho miedo de pensar así porque creía que implicaban
“pensar mal de Dios”. La venganza no es buena, y un Dios vengativo, no puede
serlo. Lo que aún no comprendía es que a Dios no le molesta que lo
cuestionemos. Todo lo contrario: igual que un maestro deseoso de enseñar y
contribuir al desarrollo de sus pupilos, Dios sonríe ante las preguntas
difíciles.
Para intentar responder estas preguntas voy a empezar
con la respuesta que suelo dar a mis alumnos cuando me aseguran que algo “no es
justo”. “Sí, bueno”, les digo, “la vida no es justa.”
Les explico: la justicia no existe por sí misma. Si la
vida fuera justa, las muchas personas que todos los días pasan hambre, tendrían
alimento, y nadie tiraría comida. La realidad es que la justicia es algo que
como sociedad buscamos y que a partir de nuestras reglas, leyes, ética y moral
buscamos construir. La justicia es un constante pensar en qué implica y qué
requiere una situación para acercarse a la mejor respuesta para todos.
La justicia es la característica de Dios más elevada y
complicada de obtener, y no porque sea ciega, todo lo contrario. La justicia es
capaz de ver a profundidad un hecho, y buscar en los elementos que lo forman,
salidas, posibilidades de conciliación y resolución. Cuando Dios ejerce
justicia, no “castiga”, perdona, lo cual de ninguna manera quiere decir:
“borrón y cuenta nueva”. No. La justicia siempre incluye dos cosas:
- Una posibilidad de respuesta (asumir la responsabilidad de lo realizado o no realizado y responder con dignidad y amor).
- Una consecuencia, lo que significa que algo tiene que cambiar. La justicia es cambiar, transformarnos, elevar nuestro ser para abarcar valores más altos.
Por eso, quizá un “castigo” sea visto como una manera
de ejercer justicia, pues implica responder (ejercer una respuesta) y busca
provocar que quien es castigado, cambie deseosamente para bien.
Sin embargo, el castigo es una forma muy poco elevada
de ejercer justicia pues el castigo por sí mismo no contiene lo necesario para
que el cambio realmente se presente.
- Un castigo busca un resultado y pretende provocarlo.
- Un acto de justicia busca la raíz de aquello que generó el resultado y pretenderá cubrir en la medida de lo posible lo que sea necesario para que haya un cambio desde la raíz, de modo que el cambio se presente por sí mismo, no se imponga, se fuerce o se exija simplemente.
- Un castigo, además, buscará siempre que el que cambie sea quien es castigado. Implica una acción que busca un cambio que él otro debe hacer. No se ejerce desde la responsabilidad, porque se asume que el único que tiene “culpa” y tiene que cambiar es el otro.
- Un acto de justicia, en cambio, se ejerce desde la responsabilidad tanto individual como compartida. Nunca asume que el “mal” viene de una sola persona y trabaja a partir del sistema social en el que la situación se presenta. Insisto, la justicia es una construcción social y el cambio que busca debe estar presente en todos los actores.
- Un castigo busca “culpas” y la culpa tiene la capacidad de destruir la esencia de las personas porque las define a partir de sus problemáticas, insuficiencias, defectos y debilidades, y no a partir de su capacidad de respuesta, su vulnerabilidad humana, y su natural necesidad de apoyo.
No nos engañemos: la venganza no es justicia. La
venganza es una forma de ejercer castigo. Y nunca es bonita, por mucho que queramos
convencernos de que Dios lo ha permitido. Debemos tener cuidado con querer
colgarle a Dios consecuencias que nosotros creamos, o desgracias que van más
allá de nuestras posibilidades de control, pero que no son culpa de nadie,
mucho menos permisos de Dios.
Cuando una desgracia sucede, por ejemplo, solemos
decir: “Fue la voluntad de Dios”. Pero todo accidente, desgracia, pena,
necesita ser vista no desde la perspectiva de que somos muñecos en las manos de
un Dios vengativo o castigador, sino con los ojos de la compasión de Dios para
que, acompañando a quien sufre, suframos con él, cambiemos con él, aprendamos
con él y desarrollemos mejores posibilidades de respuesta.
La justicia que Dios promueve y busca, y nos pide
también promover y buscar, siempre implicará un cambio social, es decir:
comprensión, apoyo, disciplina, entendimiento, comunicación, relación, afecto,
interés en el otro, en fin. La justicia es la característica de Dios que
estamos destinados a desarrollar en nosotros. Podemos hacer frente a ese
destino o podemos negarnos a él y seguir nuestro camino de culpas y castigos.
La justicia es, en buena medida, la búsqueda de Dios en su más alto y digno
concepto.
Jesús nos asegura: "Bienaventurados los que
tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados.” (Mt 5, 6) Me
encanta las imágenes que utiliza para expresarlo: hambre y sed de justicia.
Tener hambre y sed implica vivir en carne propia la carencia, comprender hasta
los huesos el dolor y la debilidad que la falta de justicia trae consigo. Tener
hambre y sed implica que no podrás ver a otro ser humano sufrir sin sentir como
el estómago se te retuerce y la boca se te seca.
El hambre y la sed de justicia es esa profunda
indignación que te invade cuando ves a otros alimentarse abundantemente de las
debilidades de aquellas personas de las que abusan. El hambre y la sed nunca se
conforma con migajas, nunca. El hambre y la sed te dan una fuerza y una
voluntad total para reclamar y tomar la dignidad que te corresponde y que estarás
dispuesto a compartir con todos. Después de todo, sabes lo que la falta de
dignidad es capaz de hacer. Y eso no puedes deseárselo a nadie.
¡Nada hará que levantes la voz y defiendas a otros
como el hambre y la sed de justicia!
Jesús, danos hambre y sed de justicia. Danos valor
para hablar y fuerza para buscar soluciones que a nadie deje sin el alimento de
seguridad, aceptación, reconocimiento y la posibilidad de desarrollarse en su
total plenitud. Acércanos a tu humanidad, y desde la comprensión que tu corazón
puede darnos, ayúdanos a buscar formas de respuesta ante las desagracias y
problemáticas de nuestra vida, que sean, ante tus ojos, justas, y por ende,
busquen la Verdad, la Belleza y la Bondad de una sociedad dispuesta a sostener
a todos sus hijos. A todos. Gracias. Te amo.
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