El capítulo 9 y 10 de
Nehemías son un mismo evento de suma importancia en la vida de toda nación,
pueblo, comunidad, familia e individuo. Es el momento de la recapitulación de
una vida, una historia. Es incluso una estrategia terapéutica: narrar tu
historia, pero no desde la amargura del dolor, sino desde la sabiduría de la
perspectiva.
No se llega fácilmente
a este momento, pero si somos perseverantes, llegaremos. Y tampoco es un único
momento. En realidad, lo sano es que existan muchos momentos así. Instantes en
los que nos detenemos, analizamos los hechos y aceptamos la manera en que
nuestros actos contribuyeron a que las cosas se dieran como se dieron. Pero
tengamos cuidado, porque es necesario que aceptemos nuestros actos, y no los
justifiquemos con nuestras buenas intenciones. Mucho cuidado con eso de empezar
a lavarnos las manos con nuestras buenas intenciones. Ese lavarnos las manos
implica, siempre, siempre, siempre no asumir la responsabilidad propia y, por
ende, sacrificar a alguien más, culpar a alguien más, señalar a alguien más,
victimizarnos por alguien más, responsabilizar a otros o a las circunstancias, negarnos
la oportunidad de aprender, de cambiar, de convertirnos en una mejor persona,
un ser un poco más sabio, un poco más atento, un poco más humano.
Entonces, no debe
existir un único momento de reflexión, pero siempre debe existir un momento en
el que te detengas del todo y verdaderamente reflexiones en qué curso ha tenido
tu vida, la vida de tu pareja, tu familia, tu trabajo, tus amistades, y tomes
la decisión de dejar de ser un espectador de tu historia y pases a ser el actor
principal.
El capítulo 9 de
Nehemías narra precisamente esa recapitulación de la historia de Israel. De su
llamado, de sus pasos, de sus penas, de sus terquedades, de sus errores, de sus
aciertos, de lo aprendido y lo que se tuvo que desaprender, y de las
consecuencias de sus actos. El capítulo 10 empieza con estas palabras: “Por
todo lo anterior, contraemos un compromiso solemne y lo ponemos por escrito”.
Ne 10, 1a
De todos los
compromisos asumidos hay uno que me llama la atención especialmente y que he
tenido que cuestionar, no porque crea que sea acertado, sino porque siempre
había creído que no lo era, que era un error y que era una injusticia: “No
daremos más nuestras hijas a la gente del país ni tampoco tomaremos más sus
hijas para nuestros hijos.” Ne 10, 31
Al respecto el
comentario de la Biblia Latinoamericana (2005) al inicio del capítulo 9 nos
dice: “Se insiste mucho sobre el pecado de los que se han casado con mujeres de
otra raza y de diferente religión: la Biblia sabe que el matrimonio con
personas de otra religión lleva, muy a menudo al alejamiento de su propia
comunidad religiosa.”
Entonces, ¿está bien
rechazar a otros, alejarlos, señalarlos, convertirlos en los enemigos a vencer
o por lo menos en los “no deseados”? Como decíamos de niños: “Cruz, cruz, cruz,
que se vaya el diablo y venga Jesús”. ¿Es esa la actitud que tenemos que tener
hacia los otros, los que no son como nosotros?
“Vaya, vaya… ¡Por fin
una pregunta que vale la pena te respondas!” Esas palabras fueron de Jesús, a
quien imagino justo ahora a mi lado, con una linda sonrisa juguetona y con una
enorme curiosidad de a qué conclusiones he de llegar hoy. Sabe que la respuesta
que me dé, será importante, y guiará mis pasos. Jesús quiere escucharme, es a
través de la escucha que me guía. Jesús habla poco, pero escucha mucho, y cada
que hablo con Él, para Él, sobre Él, descubro mucho de mí, para mí y sobre mí. Jesús
es el mejor guía porque escucha mucho, y al escuchar nos permite expresar lo que
realmente somos y descubrir su voz en nuestro ser.
Miro a Jesús y empiezo
a hablar: La palabra clave aquí es “casarnos”. No debemos casarnos con ideas,
creencias, actitudes, acciones, pensamientos, hábitos que nos alejen del
Camino, de la Verdad y de la Vida.
Así que: ¡Sí! Bien visto,
se trata de decir: “Cruz, cruz, cruz, que se vaya el diablo y venga Jesús,
porque Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida.”
Ahora, no creamos que
eso “justifica” nuestro deseo de rechazar a otros. No, no, no… Jesús no
rechaza: cuestiona. Y nunca rechazó a una persona, rechazó las creencias que se
le mostraban como verdades sin serlo. ¿Y cómo se rechaza una creencia? Se
cuestiona. No te casas con ella, no te la crees nada más porque sí. La
cuestionas, la pones a prueba.
Entonces, no es que los
“otros”, los que no son como yo o no han vivido mis experiencias o no piensan
como yo pienso, estén mal sólo porque no cumplen con mis creencias, mis
expectativas y mis exigencias. Es que yo tengo que tener claras cuáles son esas
creencias, expectativas y exigencias que me impongo y que le impongo a los
demás, y debo cuestionarme si verdaderamente me acercan al Camino, a la Verdad
y a la Vida.
El camino es la
inclusión, definitivamente lo creo así, pero eso no significa que sea fácil. La
verdad es que, el gusto se rompe en géneros y a veces simplemente no me gusta
lo que al otro sí, no creo que esté bien lo que el otro piensa que sí. ¿Qué
genera mayor vida? ¿Esforzarme porque a todo el mundo le guste y crea lo que a
mí me parece bien? ¿Cerrarme en un círculo pequeño en el que sólo quepan
quienes piensan lo mismo que yo, ven las cosas de la misma manera que yo? ¿O
permitirme ver las cosas de la manera en que los otros lo ven? Dejar lo
evidente de lado y tratar de “escuchar” al otro, al que está detrás de toda esa
enredadera de acciones y emociones que me son desagradables.
Aclaro que escuchar no
quiere decir que acepte y aplauda lo que hace, lo que vive o lo que siente.
Implica humanizar al otro y separar sus, digamos, demonios, de la persona que
los vive. Implica saber que detrás de toda esa enredadera de emociones,
acciones, agresión, enojo, hay una persona, y, con toda seguridad, sufre.
Escuchar es buscar a esa persona detrás del “poseso”, detrás de sus ideas, sus
convicciones, sus creencias, sus barreras, y comprender que, si todo eso está
ahí, es precisamente porque tiene miedo y sufre. Tal y como seguramente yo
tengo miedo al enfrentarme a él porque no refleja lo que creo es y debe ser un
ser humano.
Hablo de demonios y
posesiones porque… pues eso suele ser todo lo que no comprendemos: si alguien
es gay, si es un “enfermo mental”, es un criminal, si no cumple con nuestras
expectativas de lo que es un ser humano sano y “normal”, entonces es una
expresión de “maldad”, es un “poseso”. Hablo, por supuesto, de extremos, pero
no siempre son extremos tan grandes: si es diferente a mí, si algo no me gusta
de esa persona, a veces eso basta para no ver a la persona y mucho menos
aceptarla. A veces eso basta para convertirla en blanco de burlas, críticas,
juicios o indiferencia.
Pero, ¿qué pasaría si
me diera la oportunidad de conocer al ser humano que hay detrás? No dije
“casarme” con ese ser humanos, sino conocerlo. Conocer sus ideas, creencias o
forma de ser, conocer su vida, sus alegrías, penas y sufrimientos. Sólo
conocerlas de lleno, aceptarlas, escucharlas y empatizar con su dolor. ¿Qué
pasaría si pudiera empatizar con alguien, sin convertirme en ese alguien?
Si hiciéramos eso, te
puedo asegurar que sucedería lo que le sucedió al hombre poseso aquel que
describen Mateo y Lucas (Mt 8, 28-34, aunque mateo habla de dos hombres, no
uno, y Lc 8, 26-39). Estaría dispuesto a dejar escapar sus demonios, las ideas
que lo atan, las creencias que lo limitan, para separar al hombre de la bestia
(recordemos que la legión de demonios dejó al hombre y se abalanzó sobre unos
cerdos que a su vez se dejaron caer a un abismo). Ese hombre recuperaría su
vida porque recuperaría su dignidad.
Y ojo, cuando digo que
ese hombre estaría dispuesto a dejar las ideas que lo atan, sus creencias, no
estoy diciendo que dejaría de ser quien es para convertirse en lo que yo quiero
que sea. No. Lo que yo digo es que estaría mucho más dispuesto a dejar ir sus
ideas de odio, rencor, coraje, dolor y venganza precisamente porque habrá
alcanzado a ver mi voluntad de dejar ir el odio, rencor, coraje, dolor y
venganza que yo busco al querer cambiarlo. (Si nosotros tampoco somos blancas
palomas.)
La paz siempre empieza
con una verdadera expresión de voluntad hacia el respeto mutuo. Por eso es tan
complicada de obtener. Generalmente queremos que nos dejen en paz, sin estar
dispuestos a dejar en paz a nadie: O eres lo que yo quiero que seas, o eres
nadie y vales nada.
Cuando no validamos el
sufrir del otro y queremos que únicamente responda a nuestra visión de lo que
“tiene” que ser y hacer para ser aceptado, amado, reconocido y valorado; cuando
condicionamos la pertenencia de otro como uno de nosotros a cumplir con
nuestras normas, sin aceptar su humanidad, sus diferencias y sus limitaciones;
entonces es muy probable que terminaremos frente a personas que llegarán a
extremos peligrosos y no deseables para nadie.
Todos estos movimientos
extremistas lo reflejan:
·
Feministas extremas, que
son tan intolerantes como cualquier macho, y para quienes la equidad no es más
que una bandera de “venganza” con la que quieren castigar a todos los hombres,
por el sólo hecho de ser hombres, y que sólo quieren ser reconocidas “por ser
mujeres” y no necesariamente “por ser capaces”. Porque seamos sinceros, no se
trata sólo de que una mujer pueda hacer tal o cual trabajo, que sin duda habrá
quien pueda. La equidad no es que “todas” las mujeres puedan hacer lo mismo que
los hombres. La realidad es que incluso entre los hombres, hay quienes pueden
hacer una u otra cosa, y no dejan de ser hombres. La equidad debería entenderse
más como igualdad de oportunidades que como un “deber ser”. Dejar que quien
quiera intentar hacer esto o aquello, lo intente y se preparé para hacerlo, y
hacerlo bien. No sólo lo sea porque es mujer u hombre.
·
Movimientos lésbico-gays
y libertad de género que buscan imponer sus reglas de aceptación sin estar
dispuestos a aceptar límites en su expresión. Porque toda expresión, sobre todo
una expresión verdadera, no existe para pisar, imponer ni escandalizar a otros.
¿Buscas expresar quién eres o quieres restregarle a los demás lo que no te han
dejado ser, y así, mientras más escandalosa sea tu expresión, más lograrás
ofenderlos? Hace falta cuestionarnos porque como suele decirse “el diablo está
en los detalles”. Si tu expresión eres tú, exprésate, con la misma dignidad y
respeto que quieres de otros. Si tu expresión es el deseo de venganza, ese no
eres tú, ese es tu odio. El mismo odio que terminará por arrojarte por el
acantilado y le restará fuerza a la verdad de tu ser.
·
Luchas de derechos
humanos que parecen estar creados más para defender y justificar actos criminales
que para garantizar la seguridad y humanidad de todos, tanto de quienes cometen
actos criminales como de quienes los sufren. Hablamos mucho de los “derechos”,
pero le damos poco espacio a las “obligaciones” que esos derechos conllevan. Olvidamos
que derechos y obligaciones son lados de una misma moneda, y así, queremos
cobrarnos nuestras penas, imponiendo penas en otros e ignorando el otro lado:
la oportunidad de recuperarnos ante la pena. Así, queriendo engrandecer a la
humanidad, la convertimos en una pequeña e indefensa víctima que terminará
siendo victimaria de otros. Pero nuestra humanidad no está destinada ni a ser
víctima ni a ser victimaria. Nuestra humanidad es dignidad: eso implica tener derecho
y obligación.
En fin, “el demonio
está en los detalles”, así que mejor cuidemos y busquemos “escuchar con detalle”.
Aprendamos a desarrollar la empatía y descubramos el dolor que provocamos y la
manera en que podemos evitarlo. Aprendamos a incluir, no sólo a decir que
aceptamos a los demás. Reconozcamos que incluir implica esforzarnos en
verdaderamente conocer al otro, en aprender y estar dispuesto a crear nuevas
estrategias que les permitan desarrollarse siendo quienes son, y no sólo lo que
nos conviene que sean. Aprendamos a desaprender y reaprender, porque cada ser humano
es un único ser y lo que funciona con uno, no funciona con todos. Lo que ayuda
a uno, no ayuda a todos. Lo que soy yo, no va a ser aceptado ni amado por
todos. Pero cada que me doy la oportunidad de conocer a uno, aprendo algo de la
humanidad de todos.
Carl Rogers, psicólogo
humanista, asegura que la “cuando la personas se da cuenta de que se le ha oído
en profundidad, se le humedecen los ojos… Es como si un prisionero encerrado en
una mazmorra –o un sepultado vivo- consiguiera por fin comunicarse con el
exterior. Simplemente eso le basta para liberarse de su aislamiento. Acaba de
convertirse de nuevo en un ser humano.” (http://em-patia.blogspot.com/2009/08/dice-carl-rogers-acerca-de-la-empatia.html)
Yo sé que no es fácil
ver al otro, al que es diferente, al que no piensa como yo, al que ha cometido
tantos errores sin que parezca que aprende algo, a quien considero rebelde y
necio porque no cumple con las expectativas que tengo de lo que es esforzarnos
y mejorar; yo sé que es fácil, mucho más fácil, emitir un juicio y rechazarlo,
regañarlo, señalarlo, corregirlo, pero Jesús, permíteme abrazar tu Cruz, tu
dolor, tu sufrimiento, para tocar el mío y acercarme al suyo, para estar
dispuesto a escuchar el suyo, para no ser demasiado pronta en el juicio y
tratar con todo mi ser de escuchar lo que le sucede, lo que hay detrás, lo que
vive, lo que implica caminar en sus zapatos, lo que significa ser él o ella. Y,
desde esa Cruz, desde ese dolor, desde ahí, permíteme entender su humanidad, su
enojo, su deseo de venganza, su insatisfacción, su miedo.
Jesús, no me dejes ser
uno más entre los muchos a los que deberá perdonar “porque no sabe lo que hace”.
Permíteme saber lo que hago, lo que le hago a ese otro que sufre. Permíteme
sufrir con él su dolor y buscar soluciones reales, no fantasías de blancos y
negros inflexibles. No me dejes lavarme las manos ni me permitas casarme con la
idea de que yo soy buena. Dame el valor de “no ser buena” pero “sí ser humana,
ser comprensiva y ser valiente” para enfrentar los detalles donde se esconde el
demonio de nuestro ego… de mi ego, y
derrotarlo.
Cruz, Cruz, Cruz… ¡Que
se vaya el diablo y llegue Jesús! Así sea siempre. Te amo.
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