domingo, 25 de marzo de 2012

Siete pétalos

Un haiku es un poema breve de cinco, siete y cinco sílabas. Es una expresión del Japón, cuya temática es la naturaleza. En lo personal, los vivo como breves instantes de contemplación, pequeñas oraciones que me aseguran que el amor en su expresión total existe y que mi búsqueda es válida. Y yo, con todas estas ganas que tengo de creer, les creo. Aun cuando sé que no hay manera de llegar tan lejos.

Voz suspendida:
sol en el horizonte
de nuestro "a Dios".

En el silencio, el aire de Tu vidaes brisa de paz.

Tu mirada: la sinfonía de quietudllamada vida.

El viento sopla:palabra de Tus labios,caricia del Ser.

El árbol guardasavia, el escondidodeseo… mi sed.

Una llama en elpecho, cual amaneceren Tu búsqueda.

Son cinco rosasque con siete pétalos,suspiran por Ti.

lunes, 19 de marzo de 2012

El pasado vino a visitarme

El pasado vino a visitarme, o eso pensé.
Estará conmigo algunos días y después se marchará.
Me convencí, quise creerlo, y lo dejé instalarse.
Le otorgué el permiso de sentirse en casa, tal y como lo aprendí de mamá:
estás en tu casa, le dije.
Y, como si no lo conociera, le di las llaves de la puerta
para que pudiera ir y venir a su antojo.
Y él me tomó la palabra más allá de la letra.
Se instaló con total confianza y conchudez.
Se apoderó de mi sala, mi cocina, mi comedor y mi recámara.
Revolvió mis cajones en busca de recuerdos.
Tomó libros y cuadernos viejos que no volvió a colocar en su lugar.
Desorganizó apuntes que de por sí no estaban muy organizados.
Y cuestionó todo lo que hay anotado en mi agenda.
El pasado vino a visitarme
y no trajo consigo más que infinitos dolores de cabeza.
Su curiosidad enfermiza y su actitud altanera
de adolescente perdido incapaz de aceptarlo,
me fueron en extremo irritantes. Me enfermaban.
Desde que llegó, no había podido trabajar
por sus incesantes interrupciones.
Ni había logrado dormir a mis anchas ni disfrutar un momento de ocio,
pues cualquier instante de tranquilidad lo aprovechaba
para plantárseme enfrente y exigir mi atención.
Empezaba entonces el bombardeo de preguntas.
¿Y dónde están mis sueños? ¿Dónde está la vida que dijimos habríamos de tener?¿Dónde mis esfuerzos? ¿Dónde estoy yo en este presente tuyo?¡No estás!, por fin le contesté. ¡No estás ni quiero que sigas existiendo!¡No te quiero a mi lado! ¡Tú no has sido otra cosa que dolor y tristeza!¡Si pudiera acababa contigo! ¡Si pudiera te echaría de mi vida por completo! De hecho, deberías irte… ¡Toma tus cosas y vete! ¡Lárgate de una buena vez!Y a empujones lo saqué de mi casa.
Pero no se fue.
Con lágrimas en los ojos, se sentó en el patio…
Yo obligué a mi corazón a ser de piedra.
No podía someterme al chantaje de sus lágrimas.
Tarde o temprano tendrá que irse, me dije.
Pero no se fue.
Para colmo llovió esa tarde
y aunque la lluvia incrementó mi culpa, no cedí.
Fue cerca de media noche que ya no pude ignorar el hecho
de que el muchacho que alguna vez fui,
estaba solo y empapado en el patio de mi casa
-las cosas que podemos hacernos a nosotros mismos.
Me levanté de la cama, que era ya un infierno,
me puse una bata y salí a su encuentro con la firme convicción
de convencerlo de que se fuera, de que ya nada había aquí para él.

Enfrentar mi pasado fue ver lo cruel que he sido al juzgarlo.
Es sólo un muchacho perdido en sus aspiraciones y deseos.
Es sólo un muchacho.
Y yo lo he juzgado a partir del adulto que soy y no del muchacho que fui.
Lo olvidé, quise olvidarlo.
Pero hay que aceptar que es su juventud la que me impulsa
y mi presente no existiría sin él.
Fue tan difícil verlo a los ojos.
Tan doloroso saber que yo también contribuí
a crear esa soledad punzante que lo envuelve.
Porque hace falta aceptarlo: si es un muchacho molesto y pesado,
lo es porque no he querido cargarlo y responsabilizarme de él.
Es mío.
Yo soy ese muchacho perdido en sus aspiraciones y deseos.
Y al verlo, con esos ojos grandes e irritados de tanto llorar,
con esa ropa húmeda y fría,
con esa expresión de desesperanza y ese cuerpo cansado de no abrazar,
mi corazón de piedra se derritió al instante
y susurré: pedóname, no supe lo que hacía.
Mi pasado me extendió los brazos y se dejó caer en los míos, exhausto.
Fue entonces que me di cuenta de lo ligero que realmente es.
No pesa mi pasado, el pesado soy yo,
con mis exigencias y mi disciplina mal entendida.
Con mi empeño a dejar atrás todo lo que he sido por buscar
un futuro que ni rostro tiene, que no existe,
por huir de un presente que me he negado a transformar
por flojera, por apatía, por comodidad,
porque estoy demasiado ocupado
en vivir una vida que no quiero vivir.
Mi pasado vino a visitarme, o eso pensé.
Pero le he dado las llaves de mi casa porque es suya también.
He puesto reglas, claro, no puede hacer y deshacer a su antojo.
Es un muchacho mi pasado, después de todo.
Su adolescencia es tan total, tan rebelde y terca
que necesita aprender a comportarse.
No es fácil vivir con mi pasado.
Y estoy segura de que no debe ser fácil para él vivir con mi presente.
Mi madurez le resulta aburrida y mi sensatez monótona.
Y lo es, pero también es estable, constante y firme.
Atributos que necesita, y estoy hoy en condiciones de otorgarle.
Mi pasado, a cambio, me ha dado la alegría de saberme aún joven
… de corazón, al menos. Capaz de amar tan intensamente como siempre.
Él me recuerda quién soy, de dónde vengo y a dónde quiero ir.
Y ahora que lo veo de lleno, sin dramas ni complicaciones,
es fácil aceptar cuánto lo amo, y es fácil comprender que me ama también.

lunes, 6 de febrero de 2012

Comer un pedazo de pay a cucharadas

Me siento tonta cuando hablo de Dios. Eso fue lo que le confesé a mi abuela un fin de semana que fuimos a visitarla. –Es como decirle a alguien “te amo” y luego comprender que no es necesario decirlo, porque a ese alguien mi amor le tiene sin cuidado. O como escuchar una conversación ajena, digamos, en una cafetería, y atreverte a asomarte por la butaca, meter tus narices y dar tu opinión. No importa si lo que has dicho aporta o no algo, todos te miran con cara de “¿y a ti quién te preguntó? ¿Quién eres para decir algo?”
Mi abuela me miró, y tomó mi rostro en sus manos, como lo ha hecho siempre. –Pues sí, tontita, es absurdo hablar de Dios.
Soltó mi rostro y sacó dos tazas para servirnos café.
De Dios no se habla. A Dios se le respira, se le escucha, se le alaba, se le agradece, y si tienen que haber palabras, las únicas que sirven y cuentan son la que existen entre Él y tú. Hablar de Dios es como querer ponerle una cereza a un pay de cerezas. Mejor dejar las cosas como están y si has de hacer algo, sírvete un buen trozo de ese pay. Y disfruta cada cucharada
Colocó una enorme y humeante taza de café frente a mí.
Mira tontita, yo sé lo que te pasa. Lo sé porque me pasó a mí, y le ha pasado a muchas, muchas personas.  Tú quisieras ser “alguien” para poder hablar de Dios.
Puso la leche a un lado de mi taza y con un gesto me invitó a ponerle un poco al café.
–Vaya, te habría encantado ser “alguien” para hablar de lo que sea. Crees que si fueras “alguien” podrías hablar con la suficiente autoridad para decir lo que dices. Pero, gracias a Dios, a ti no te alcanzó ni el dinero ni las circunstancias ni el tiempo ni la salud ni nada, para obtener el título de “alguien”.  
Y cada que dijo “alguien”, levantó las manos para dibujar las comillas que llenan la palabra del vacío que representa.
Vertí un poco de leche en mi café y le agregué dos cucharaditas de azúcar. Lo hice para darme tiempo y encontrar algo que responder, pero no encontré qué decirle. Tenía razón, claro, pero no supe cómo aceptarlo. Implicaba reconocer lo que siento: soy nadie.
Lo bueno de hablar con mi abuela es que sabe cuándo es conveniente dejarme a solas con mi sentir. De modo que nos tomamos el café en silencio. De hecho, no volvimos a hablar del tema en todo el día. Escuchamos música, le ayudé a preparar la comida, a lavar los trastes y nos reímos de las ocurrencias de mi hija. Pero justo antes de que llegara el momento de despedirnos, me pidió que la acompañara a la cocina.
Tengo una pregunta para ti: Ahora que eres mamá, ¿qué es lo que más quieres que tu hija sea?
Lo que sea que ella quiera ser, por supuesto.
Ay, hija. De  plano todavía eres una mamá muy nueva. No tienes ni idea de lo que quieres para tu hija. Pero yo te lo voy a decir, porque ya soy una mamá muy vieja y ya pasé por todo ese esfuerzo de buscar que mis hijos se realicen. Uno como padre vive tratando de darle lo mejor a sus hijos para que sean “alguien” en la vida, y te tardas toda una vida en comprender que en realidad lo único que quieres es que sean felices.  Por eso no dejo de darle las gracias a Dios por haberte negado ser ese “alguien” que deseabas a cambio de que seas feliz. Y yo sé todo lo feliz que eres porque viví todo lo infeliz que fuiste. Y si hubieras sido “alguien” te habrías casado con ideas y conceptos que no te habrían dejado buscar las respuestas que necesitabas para llegar a ser feliz. Por eso, mi niña, no pretendas que “alguien” te lo reconozca. Nadie lo hará. Porque hace falta ser nadie para reconocerlo. ¿Me explico?
La verdad no sé si comprendí. Sólo sé que no soy el “alguien” que alguna vez quise ser, pero sí soy el nadie que sonríe la mayor parte del tiempo. Sé que lo agradezco tanto como me duele, pero eso indica que estoy viva. Y estar viva es lo único que importa. Estar viva y ser feliz. Eso, y poder comer un pedazo de pay a cucharadas.

domingo, 22 de enero de 2012

Cerdos en el ala

Ví la película “The Girl with the Dragon Tattoo”. Buenísima. Me impactó una escena: ella tira lo que trae en la mano, sube a su moto y se va. Lo que me impactó fue lo mucho que quise ser ella: tirar lo que tengo entre manos, subirme a una moto (sí, yo, que le tengo miedo a las motos, quise tener una) y largarme. 
 
Pero estoy llamada a permanecer en el amor. Pase lo que pase, aún cuando a ratos me aterra, estoy llamada a permanecer. 
 
Para exorcizarme me regalé una sesión de “Pigs on the Wing 1 and 2” del álbum Animals de Pink Floyd. Nada como Animals para recordar que en un mundo como el nuestro, somos muy afortunados de amar y ser amados. 
 
Y mientras escuchaba se sentó a mi lado, me tomó la mano, y volví a oír su voz: Que no deje de importarte, mi amor. Permanecer se logra cuando no deja de importarte.
 
Vale pues. Aquí sigo: amada, amante, amor. 

Nota: La expresión "Pigs on the Wing" era utilizada por los pilotos aviadores de la Real Fuerza Aérea Británica ("RAF" por sus siglas en inglés) y se refería a qué tenían una nave enemiga en un punto ciego de su avión, generalmente debajo de las alas. 

Ahora imagínalo: 

Tengo cerdos en el ala (I’ve got pigs on the wing). 

Tranquilo, te tengo cubierto (Easy, I’ve got you covered). 


Pigs on the Wing (1)
If you didn't care what happened to me,
And I didn't care for you
We would zig zag our way through the boredom and pain
Occasionally glancing up through the rain
Wondering which of the buggers to blame
And watching for pigs on the wing.

Cerdos en el ala (1)
Si a ti no te importara lo que me sucede,
Y a mí, tú no me importaras
Recorreríamos en zig-zag el camino del aburrimiento y el dolor
Ocasionalmente mirando hacia arriba a través de la lluvia
Preguntándonos a cuál de los cabrones culpar
Y cuidándonos de los cerdos en el ala.

Pigs on the Wing (2)
You know that I care what happens to you
And I know that you care for me too
So I don't feel alone
Or the weight of the stone
Now that I've found somewhere safe
To bury my bone
And any fool knows a dog needs a home
A shelter from pigs on the wing

Cerdos en el ala (2)
Tú sabes que me importa lo que te sucede
Y yo sé que te importa lo que me sucede
De modo que no me siento solo
Ni siento el peso de la piedra
Ahora que he encontrado un lugar seguro
En donde enterrar mi hueso
Y cualquier tonto sabe que un perro necesita un hogar
Un refugio de los cerdos en el ala.





sábado, 14 de enero de 2012

Mujer

Una mujer en el suelo, desnuda, maltratada, despreciada, con el rostro lleno de lágrimas y tierra, con los cabellos largos, enredados y revueltos, y sus manos vencidas a su costado. En su mirada no hay súplica. Es la mirada de quien sabe lo que sigue y no busca resistirse. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene? Es la mirada de quien acepta la muerte sin amargura, porque morir se antoja más dulce que el vacío de humanidad que su existencia es, ha sido, y seguirá siendo. 

Quienes la acusan la sacaron a fuerza del lecho donde, con infinita devoción, acariciaba la piel desnuda del hombre amado. Un hombre de quien se enamoró. Se enamoró porque le habló a ella, y no a las expectativas que en su vida existían. Un hombre que no era el suyo, ¿pero quién realmente lo es? ¿Y cómo pudo ser tan ciega? ¿Cómo? Las palabras del hombre, a quien aún, muy a pesar suyo, ama, son un sordo recordatorio de su estupidez, un estallido de conciencia que la dejó anestesiada. Sus palabras duelen más que el desprecio de toda esa gente que la arrastra y le escupe. Sus palabras fueron la condena que le arrebató la vida: ¡Fue ella! ¡Ella me sedujo! ¡Fue ella! Y nadie lo puso en duda: ante la vista de sus inquisidores, esa mujer nació hembra, y aunque quiera, nunca se quitará de encima la peste del deseo que provoca. 

Su rostro tocó el suelo al mismo tiempo que sus rodillas. Sus brazos no fueron capaces de detener el golpe. Se siente mareada y rota. Desde su rincón en el suelo todo es confusión y escándalo. No sabe dónde está, sólo sabe que en cualquier momento una piedra encontrará su cuerpo, y luego vendrá otra y otra y otra. 

A través de su cabellera alcanza a ver a un hombre parado frente a ella. Ella no puede ver su rostro porque no puede levantar su cabeza. Le pesan sus memorias. Le pesa la vergüenza de saberse tentación, y de ser por ello, indigna de amor. Así se le ha enseñado siempre, y hoy lo confirma: el hombre que era objeto de su devoción, de su entrega sin límites, de toda su alma, la ama tan poco que no supo o no quiso, cuidarla. ¿Pero cómo culparlo? Ella tampoco ha sabido o querido, cuidarse.

La gente le exige a aquel hombre parado frente a ella, que de la orden para iniciar la lluvia de desprecio que acabará con sus culpas. El hombre guarda silencio y sin prestar atención a la muchedumbre coloca su mirada en lo único que parece importarle: la mujer en el suelo. Entonces, su cuerpo entero se inclina hasta quedar en cuclillas, porque sabe que ella no lo verá si Él no da el primer paso. Ya cerca de su rostro busca la mirada de ella. Por fin, las miradas se encuentran. El hombre, ahora que sabe que ella lo ve, dirige su mirar al suelo, justo frente a ella, y la invita a leer las palabras que con el dedo dibuja. Ella reconoce algo en aquellas letras. Lo sabemos porque su cuello ha recuperado fuerza y su mirar se transforma en sorpresa.  A su alrededor la multitud insiste. ¡Condénala! ¡Condénala! Los gritos han vuelto a atormentar el alma de aquella mujer, pues ha levantado sus ojos y dejado de ver la imagen que Él dibuja en el suelo. Ha vuelto a caer en el hechizo de los reclamos que piden su vida inservible, absurda. Es entonces que el hombre interviene, se levanta de golpe, y con absoluta autoridad lanza la sentencia: Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra

Después de lo dicho, vuelve a colocarse en cuclillas, captura la mirada perdida de la mujer y la vuelve a dirigir a la línea de los garabatos hechos previamente en la tierra. Con la mirada le pide a la mujer que sigua su dedo y lea Su Palabra. Ella lo hace, y casi sin darse cuenta su corazón acelerado empieza a latir al ritmo del trazo. Un trazo que se repite una y otra vez, como las olas del mar en calma. 

El bullicio no cesó de inmediato. En cuanto se oyeron aquellas palabras todos empezaron a gritar y quejarse. La indignación de los más viejos –maridos legítimos de la tradición- fue  la primera en reclamar: ¡¿Qué significa eso?! ¡¿Qué esperan para arrojar la primera piedra?! Este hombre no conoce la ley, ¡¿cómo pueden llamarlo maestro?!
 
Mas el Silencio del hombre fue total. Y la insistencia en el trazo de aquella Palabra en el suelo fue hipnotizante. Poco a poco la brisa del Silencio acarició los rostros indignados. Y el Silencio se hizo sentir. 

Pero no hay nada más incómodo y molesto que el Silencio. Para muchos, no hay pérdida de tiempo más grande, de modo que hubo quienes casi de inmediato empezaron a retirarse.  

Los primeros en hacerlo fueron, precisamente, los más viejos. Su autoridad no tuvo oídos, y apoyados en el bastón de sus tradiciones se marcharon refunfuñando y maldiciendo su suerte y la del mundo: ¿A dónde iremos a parar con gente así? 

Les siguieron los curiosos. El morbo que los acercó no encontró alimento y desencantados decidieron continuar su búsqueda de males ajenos en otro lado. Al diablo, dijeron, me voy

Pero hubo quienes se quedaron. Hubo quienes se aferraron a su piedra en la mano, convencidos de que valía la pena encontrar una razón para usarla. Hubo también quienes necesitaban odiarla o tendrían que odiarse a sí mismos por no hacerlo. A veces, se vive tan vacío de significado que no es fácil soltar lo que se cree. 

Y todas estas personas en espera de un valiente detrás del cual esconder la mano para aventar su piedra, escucharon el Silencio. Y en el Silencio sintieron a su corazón latir, y en ese latir oyeron su nombre, y con su nombre la imagen de la mujer tirada en el suelo se transformó: vieron su humanidad. Vieron su alma. Con pasión sintieron el dolor de aquel cuerpo herido, y reconocieron en ella sus debilidades. Supieron que nada han hecho para cambiar la vida de esa humanidad que quieren aniquilar. Sintieron el amor que ella buscaba y el odio que su búsqueda ciega generó. Abrieron su conciencia, y por un instante aquella piedra en la mano no tuvo razón de ser. Abrieron entonces su corazón como se abre un puño… y soltaron la piedra. 

Una a una, poco a poco, las piedras cayeron al suelo. Y avergonzados por saberse tan desnudos y ultrajados como el cuerpo de aquella mujer, por saber que a su alma le han hecho una y otra vez lo mismo que pretendían hacerle a ella. Tristes y agotados de cargar con una humanidad rota. Dieron el primer paso a la posibilidad del perdón. Se retiraron también. 

Y con su ausencia llegó la Paz. 

Entonces, el hombre se puso de pie. –Mujer, le dijo. Y ella se sintió reconocida, amada, comprendida. –Mujer, le dijo. Y sólo se lo dijo una vez, pero el eco de esas sílabas retumbaría en su ser por el resto de su vida.  –Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?

Nadie, Señor. 

Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.

Aquí es donde todos terminan la historia. Pero yo, que estuve ahí, sé que sucedió más, mucho más ese día. Porque la compasión que no conmueve y lleva, por eso mismo, a la acción, no es más que pantalla de grandeza. Y aquel hombre no vino a apantallar a nadie, sino a provocarnos a todos.
Entonces… le dijo: –Vete, y en adelante no peques más.

Y ella, completamente deshecha, dejó salir todo su dolor en un llanto que no desgarró el aire, sólo sus entrañas. Todos pensaron: miren, llora agradecida. Pero su llanto no era un dulce gracias, era un amargo ¿por qué? Sin palabras lo preguntó. Con cada lágrima cuestionaba a aquel hombre que la había salvado: ¿por qué? ¿Por qué me has salvado? No ves que no hay nada aquí para mí. ¿Por qué?
El hombre entonces levantó el rostro. Necesitaba ayuda. Buscó, primero, a su derecha. Los ojos de sus discípulos estaban en su Maestro, fijos y llenos de admiración. En ninguno de esos “hombres de Dios” encontró lo que buscaba, porque no fue ni es ni será nunca admiración lo que buscaba. Aquellos hombres estaban demasiado ocupados en imitar la santidad de sus actos, y habían olvidado al ser que yacía en el suelo, desconsolado. 

Volteó entonces a su izquierda, y fue ahí que encontró lo que buscaba: Magda tenía los ojos rojos, con lágrimas también, y fijos no en Él, sino en la mujer y el suelo que la sostenía. La llamó y le dijo: Magda, haz lo que tu corazón te ordena. 

Entonces ella se quitó el manto que le cubría la cabeza, y cubrió el cuerpo lastimado y dolido de aquella mujer en el suelo. Le susurraba con ternura: Calma, calma, ya verás que todo estará bien. La abrazo como se abrazaría una rosa que está a punto de perder todos sus pétalos. 

La mujer se sostuvo de ese abrazo sólo para adquirir suficiente fuerza y preguntarle: ¿quién es tu Señor?

Se llama Jesús. 

Jesús… –repitió en un suspiro que sólo sirvió para dejar escapar otro llanto ahogado. 

¿Pero por qué lloras mujer? No ves que ya todo está bien. 

Me ha dicho que no peque más, pero yo soy pecado. Soy cuerpo, y es a través de este cuerpo como sé amar.  Por fin, su temor tomó forma, lo dijo, salió de su ser. –Si no fui condenada hoy, seré condenada mañana

Sshhh… Ya, ya… –Magda le acariciaba el rostro y le secaba las lágrimas. –No temas. Nadie condena tu amor. Pero mira, no te exijas correr estando aún en el suelo. Vamos a bañarte y vamos a vestirte. Vamos a ponerte linda. Vamos a alimentar un poco esas entrañas dolidas. Y luego, vas a empezar a decirte a ti misma que vales tu peso en oro y que no mereces escándalos ni malicias. Por ahí vamos a empezar. Porque tú, mujer, no eres un pecado. Eres un corazón. Pero toma tiempo entenderlo, otro tanto asimilarlo, y un poco más aprender a compartirlo. De modo que sigue leyendo aquella Palabra que te hipnotizó. No la sueltes. Aquello que viste y que aún no puedes nombrar, eres tú. La verdadera y única tú. Te lo prometo.

sábado, 31 de diciembre de 2011

Habló con la verdad

abló con la verdad.
Vacío de toda pretensión por ganar o perder.
Porque ya no hay nada que ganar ni perder.
La verdad nos antecede,
y será por eso que abrir el alma y reconocer
la presencia obscura de una luna
que se muestra tal cual es,
nos coloca frente a un nuevo cielo
repleto de luces –esas sí, tan reales
como la idea de que hemos vuelto a nacer
bajo el amparo de lo imposible. 

domingo, 25 de diciembre de 2011

Cree

Quiero regalarte algo hoy. Pero tengo las manos vacías. Me es también imposible correr a tu encuentro y darte el abrazo que tanto deseo. Y hoy, elevar una oración en tu nombre no me ha sido suficiente, porque si bien sé perfectamente que Dios me escucha, sé que tú no. De modo que hoy mis plegarias te las dirijo a ti. Porque en ellas están mis deseos y porque finalmente son lo único que tengo. Hoy mi fe está contigo. 
 
Sí, debes saber que tengo fe en ti. Creo en ti. Confío en ti. Sé que en ti habita un corazón capaz de amar. Se que en tus ojos se asoma un alma con la habilidad de ver la grandeza que existe en los demás. Lo sé porque he visto mi alma en tus ojos. Lo sé, porque he reconocido mi humanidad en la tuya. Lo sé porque tu grandeza me ha hablado de la mía. 
 
Creo en ti y te pido que tú también lo hagas. Recuerda siempre el gran valor que tienes, lo maravilloso que eres. Recuerda siempre que hay alguien en este mundo que te ama, y no hablo sólo de mí. Somos muchos los que te tenemos cual ancla en el corazón. 
 
Te pido también que creas, que no dejes de creer. Cree en ti. Cree en la vida. Cree en el amor. Cree en el poder de la fe. Y cree en la nobleza del perdón. Mas no limites tu creer a una ideología, religión o ciencia. No. No encapsules tu ser, tu mente y tu alma. Y no hagas como yo, que me creo que el misterio de la existencia cabe en unas líneas. 
 
Líneas que por supuesto, no son mías, pero que hoy tomo prestadas de Joseph Campbell, autor de El héroe de las mil caras. 
 
No dejes de creer en ti, porque… Ni siquiera necesitamos arriesgarnos en la aventura a solas, ya que los héroes de todos los tiempos nos han antecedido. El laberinto es bien conocido, no tenemos más que seguir el hilo conductor del camino del héroe. 
 
Y ahí donde pensábamos que encontraríamos abominación, encontraremos a Dios. Y donde pensábamos que aniquilaríamos a alguien, nos aniquilaremos a nosotros mismos. Y donde creíamos que viajaríamos hacia el exterior, nos encontraremos con que hemos viajado al centro de nuestra propia existencia. Y donde pensábamos que estaríamos solos, nos encontraremos unidos al mundo.
 
Entonces cree. Cree con todo tu ser. Cree en ti y en mi y en el amor que nos une. Cree en Dios, pero no te niegues a abrazar la idea sólo porque no puedes asimilarlo como yo lo concibo. ¿Quién ha dicho que las ilusiones que veo son verdades absolutas? Sé muy bien que mi concepto de lo divino tiene sus límites y deficiencias. Por eso, si así lo prefieres, no le pongas nombre. Dios no necesita una definición para existir. Es el que Es y se basta. 
 
Que te baste a ti. Que te baste saber que el amor ha tocado a tu puerta. Y te espera. Te esperará por siempre porque está destinado a ser tuyo. Que te baste, en fin, saber que con Dios está la plegaria que hoy pongo en tus manos: cree.