jueves, 30 de junio de 2011
Capricho
tendría que ahogarme en palabras,
y aún así saldría a flote sin haber dicho nada.
Porque el final es el mismo que mi principio.
La idea fija de que la vida vale porque en ella te encuentro.
La idea constante de que si no te encontrara, seguiría la búsqueda.
La idea absoluta de que eres… y soy, y con eso basta.
Me basta a mí.
Le basta a la vida que no pide razones,
porque aun teniéndolas no podría explicarse.
Como no puedo yo.
Como he renunciado a intentarlo.
Como he dicho a Dios para saludarte desde el exilio de tus ojos.
Y sin embargo, sigo ahí,
con la mirada petrificada en la obsesión de quererte.
Porque al final estás siempre presente,
y estoy siempre contigo.
Aunque no lo quieras.
Aunque pidas razones que me es imposible darte,
pero que son reales,
como la Verdad que te empeñas en dibujar con las manos
en el intento de salvar la distancia entre la palabra y la idea.
Aunque pidas razones, te lo aseguro, no existen.
De modo que guarda silencio,
y en el silencio permite que se geste la vida y se haga el milagro.
El milagro de amar sin querer, sin desear.
Sin pretender despojarte de la existencia
tal como la vives, tal como la vivo.
Porque en este vivir estamos juntos.
Tú por tu lado, yo por el mío,
pero juntos.
¿Lo ves? Ha sido imposible escapar del Amor.
Por más que nos hemos refugiado en la espera de un mañana que no existe.
Así, incompletos, inconclusos y fracturados, el Amor nos ha hallado.
viernes, 24 de junio de 2011
Escoge tus batallas VII
sábado, 18 de junio de 2011
Escoge tus batallas VI
Llegaron a una playa. El oleaje parecía besar la arena con infinita paciencia y dedicada devoción. Pero ella no puso atención a semejante detalle. Ella corrió a quitarse los tenis. Estaba emocionada, como hace años no lo había estado. Dobló sus pantalones hasta las rodillas y empezó a sacudir sus piernas, a hacer estiramientos, pequeños saltos en su lugar.
¿Qué haces?, preguntó Jesús divertido.
Bueno, no sé… me preparo, contestó ella un poco avergonzada de haber sido sorprendida en su entusiasmo, pero no tanto como para dejar de hacer lo único que se le ocurrió hacer para estar lista.
Bueno, entonces prepárate bien, le recomendó Jesús con toda seriedad, y le aventó un short y una playera. Ella, también con toda seriedad tomó su nuevo atuendo y se lo puso lo más rápido que pudo.
Ya lista, se colocó de frente al mar. Las olas besaban sus pies con la misma paciencia y devoción con que acariciaban la arena. Una vez más, ella no puso atención a este detalle. Tomaba aire. Su rostro y su cuerpo eran toda intención, todo deseo. Sus ojos veían al mar como ve el montañista la montaña.
Jesús la veía con total aprobación. Por fin le preguntó si ya estaba lista y ella asintió. Tienes que confiar en Mí. Ella asintió otra vez. Cierra los ojos. Ella los cerró. Jesús entonces la tomó por los hombros y le dio unas ocho o diez vueltas, y después la soltó. Camina, le ordenó muy suavemente al oído. Y ella empezó a caminar. Se tambaleaba un poco al principio, pero caminó, y caminó, y caminó, y siguió caminando. El agua a ratos le llegaba a las rodillas, y a ratos sólo mojaba las plantas de sus pies. Sabía que nada extraordinario ocurría, pero siguió caminando con los ojos cerrados hasta que por fin se sintió completamente ridícula y los abrió, buscó a Jesús con la mirada, y en cuanto posó sus ojos sobre los de Él, los dos dejaron escapar una carcajada. Te estás burlando de mí, ¿verdad?
¿Yo?, preguntó Jesús con cara de inocente pero actitud de culpable. Ella empezó a patear la superficie del agua para mojarlo y Él hizo lo mismo. Entre gritos, risas y chapoteos terminaron empapados los dos, sentados a la orilla del mar, dejándose acariciar por las pacientes olas, cuyo vaivén terminó por tranquilizar sus ánimos y regresarles el aire a los pulmones, que con tanto esfuerzo y risa, se habían quedado con casi nada dentro.
Jadeantes aún, pero recuperados, sentados uno al lado del otro, se voltearon a ver. Se vieron transformados. Por un instante volvieron a ser los niños que alguna vez fueron.
Nunca voy a caminar sobre el agua, ¿verdad? Ella lo dijo con un rastro de resignación, pero sin tristeza.
¡Claro que sí! Ya lo estás haciendo, exclamó Él.
Ella no comprendió.
Déjame ver… ¿cómo te lo explico? … El agua son las emociones. Y en este mundo hay sobre todo nueve emociones que nos bañan: ira, soberbia, vanidad, envidia, avaricia, miedo, gula, lujuria y pereza. Caminar en el agua es lograr mojarte sin caer al agua, sin verte en la necesidad de nadar en ella, de ahogarte en ella, de estar a su merced y ser esclavo de sus antojos. Es imposible que no te mojes. Somos humanos y fuimos arrojados al mundo: vamos a mojarnos. Pero es muy importante asumir que es imposible ganarle al mundo. Es como querer ganarle al mar y caminar sobre sus olas. La única manera en que podemos hacer algo semejante es… asumir nuestra naturaleza humana, y recurrir a nuestro valor divino.
Quiero decir, somos como gotas de lluvia que caen al mar. También somos emociones. De hecho, el 70 por ciento de nuestro cuerpo es agua. De modo que es natural que nuestras emociones dominen. Pero el agua no es una unidad indivisible. Se compone de tres moléculas, ¿lo recuerdas, verdad? H2O. Dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno… Bien, pues las dos moléculas de hidrógeno son nuestra humanidad. El Oxígeno es nuestro valor divino. Y ahora yo te preguntó, ¿de cuál de estos dos elementos depende nuestro respirar, nuestra vida?
Supongo que del oxígeno.
Jesús sonrió aliviado. Pues yo también quiero suponer lo mismo, porque la verdad es que la química no es mi fuerte y no vaya a ser que respiremos hidrógeno también, y entonces la metáfora no sirva de nada.
Se rieron los dos. Bueno, hasta donde sé, dependemos del oxígeno. Le dijo ella con ánimo de tranquilizarlo.
Entonces nos estamos entendiendo… El oxígeno, nuestro valor divino, es… la Alegría. Al decirlo, sonrió satisfecho. Por fin dijo lo que quería decir.
¡¿Te das cuenta?¡ ¡Somos la Alegría de Dios! Y cuando estamos alegres le damos valor a su existencia y a la nuestra. ¡Vivimos! ¡Vivimos de verdad, de lleno, plenamente!
Así que para caminar en el agua, hace falta vivir en la Alegría de sabernos valiosos para Dios, tan valiosos que confiemos plenamente en que no hay manera de perdernos en este mar al que fuimos arrojados. Tan alegres que sepamos que nuestro transitar en este mundo es sólo eso, un paso en el camino de regreso a los cielos.
Pero claro, para eso también hay que aventurarnos a tocar el agua, es decir, nuestra humanidad. Hay quienes viven refugiados en un barco toda su vida. Creen haberse escapado de perderse en su humanidad. Se creen salvos. Pero… no son más que agua encharcada en el fondo de una barca.
Hay también los otros. Los que se pierden en las corrientes del océano y no llegan a ver la luz que los colocará en su justo valor. Se dejan invadir por su humanidad y no reconocen más que eso. Algunos viven bajo la ilusión de que están en la cima del mundo, sólo porque viajan sobre las olas. Creen ser la fuerza que los arrastra, pero nunca se dan cuenta de que esa fuerza los lleva a las profundidades, a los arrecifes o la indiferencia de la playa. Otros viven en la condena del ahogo, en lo más profundo de sus miserias, creyendo que eso es todo lo que hay y existe.
Así que no olvides que hay una décima emoción: la Alegría. Y cuando estés en medio de una tormenta, y sientas tu humanidad en su más terrible expresión, y todo parezca decirte que no vales nada. Invoca tu valor divino, y dile a Dios: En tus manos encomiendo mi espíritu.
Ten fe, y que esa fe sea tu alegría. Vive alegre, y el oxígeno de Dios te colocará por encima de las circunstancias.
Jesús, entonces, sonrió como nunca antes lo había visto ella sonreír. Estaba completamente feliz. Totalmente satisfecho.
No sabes cuántas ganas tenía de decirte todo esto. La alegría de Él la invadió desde sus ojos como un brillo de amor colocado en el rostro de ella. Cuánto tiempo esperé. Cuántas veces traté de decírtelo, pero estabas inmersa en tus emociones. Gracias.
¿Gracias? ¿Pero de qué, yo no he hecho nada…? Yo… yo soy quien debe agradecer.
Gracias por haberte quedado quieta. Gracias por salir del barco y escuchar mi voz. Gracias por haber confiado. Gracias. No sabes lo valiosa que eres y lo hermoso que es poder decir te amo. Así, de frente. De lleno. Gracias, pequeña. Mil gracias. Eres mi razón de ser.
Ella se hundió bajo el brazo de su hermano, como quien se sumerge en una pila de agua fresca. No, no… gracias a Ti.
Y ambos se fundieron en un abrazo.
jueves, 16 de junio de 2011
Escoge tus batallas V
Cuando Jesús llegó, ella ya había preparado una carreta con todo lo indispensable para el viaje. Al verlo, empezó a explicarle lo que había previsto y organizado. Se sentía orgullosa y quería que el mayor de sus hermanos lo estuviera también. Pero Jesús sólo la veía, comprendiendo poco o quizá nada de aquello que ella se empeñaba en decir. La miró con atención y escuchó con paciencia por lo que pareció demasiado tiempo, hasta que por fin terminó de enumerar todo lo hecho. Entonces, guardó silencio, en espera de su aprobación.
Jesús la veía fijamente. Buscaba las palabras correctas. ¿Traes zapatos cómodos?, dijo después de un largo silencio.
Sí, respondió ella.
Bien, continuó, … entonces a caminar.
¿Pero la carreta… mis cosas… la armadura…?
Olvídalos, no los necesitas. Y empezó a dar pasos hacia el horizonte. Ella quedó paralizada frente a la carreta. Estaba tan orgullosa de lo que acababa de hacer. ¿Dejarlo? ¿Cómo voy a dejar aquí mis cosas? ¿Qué voy a hacer si necesito algo? ¿Y cómo voy a luchar sin mi armadura? Sus pensamientos repetían una y otra vez las mismas preguntas. ¿Dejarlo todo aquí…? ¿Todo? Sí todo. Hablaba consigo misma, necesitaba valor y quién se lo diera. El impulso final se lo dio la imagen de Jesús que a lo lejos parecía que en cualquier momento iba a desaparecer. Entonces corrió. Corrió lo más rápido que pudo.
Nunca logró alcanzarlo del todo. Jesús siempre iba dos o tres pasos delante de ella, y ella, jadeando detrás, trataba en vano de ir a su ritmo. Él iba contento, aparentemente indiferente a la dificultad de su compañera.
Por fin se detuvo. Sacó de un morral, que ella no había notado, pan, mantequilla, un termo, y fruta. Ven, vamos a comer.
Partió el pan y lo bendijo. Le dio un trozo. Y mientras comían contemplaron el amanecer.
En algún momeno, ella rompió el silencio. Me encanta el amanecer, dijo. Me recuerda que estoy viva. Gracias.
Jesús sonrió. Pero no dijo nada, sólo le dio un pequeño empujón con el hombro. Ella correspondió con una sonrisa y el mismo gesto. El ritual de complicidad quedó establecido en ese momento. Y el amanecer se convirtió para ella en el lugar de encuentro entre el pasado que se deja y el presente que se vive, con la gratitud como punto de partida, y la certeza de que no está sola.
Cuando por fin el cielo se matizó de azul celeste, Jesús se puso de pie. Vamos, que hoy te voy a enseñar a caminar en el agua.
A ella se le iluminó el rostro. De golpe se puso de pie. Sentía que el cuerpo no le cabía en la piel. ¿En serio? No juegues conmigo Jesús.
¿Jugar Yo? Su sonrisa era total. Imposible saber lo que había detrás de esos ojos. Vamos. Ya lo verás.
Esta vez era Jesús quien iba dos pasos detrás de ella.
domingo, 12 de junio de 2011
Escoge tus batallas IV
Tocó a la puerta. La voz de su Padre le otorgó permiso para entrar. Al abrir, lo vio sentado junto a la ventana, en su sillón de lectura, leyendo. Pasa, pasa hija, ¿te hace falta algo?
No, Papá, todo bien. Quería… quería estar un rato contigo. ¿Estás ocupado?
Claro que no. Nada hay más importante que pasar un rato contigo. Pasa, pasa. Acércate aquella silla y siéntate aquí a mi lado.
Ella prefirió hincarse junto a sus pies, como solía hacerlo cuando era pequeña. Colocó sus brazos en sus rodillas y puso su cabeza en sus piernas.
¿Qué tienes?, preguntó Él, mientras acariciaba sus cabellos. Jesús me ha pedido que tome una decisión, contestó ella.
Ah, sí: La Decisión. Su Padre sonrío divertido, como lo hace cualquier Padre al darse cuenta de que lo que inquieta a su pequeña no es, después de todo, tan grave. ¿Y qué has pensado?
Ella tragó saliva. No quiero irme del castillo. No quiero dejarte. ¿Qué voy a hacer sin ti?
Papá soltó una enorme carcajada. Déjame contarte un cuento. Pero primero ve por una silla, anda. Y la colocas aquí, frente a Mí, para que pueda verte mejor. Ve. ve… Ella fue por la silla y la colocó frente a su Padre.
Hace muchos años, empezó a contar, un hombre y una mujer vivían en un jardín llamado Edén. Tenían la indicación de que podían comer de cualquier árbol, de cualquier fruto, con excepción del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal.
Pero ellos eran unos niños, en realidad. Y como era de esperarse la curiosidad surgió. La primera en sentir el gusanito de la curiosidad fue Eva, que así se llamaba la mujer. La mujer siempre ha sido un alma inquieta. Siempre ha estado abierta a conocer, a amar, a escuchar la voz de su naturaleza.
Al principio, ella no hizo mucho caso, pero después, el gusanito creció y creció, hasta que su curiosidad era tan grande como una serpiente. Nunca se le ocurrió preguntarme a Mí, qué pasaría. No me tenía mucha confianza, ¿sabes? Creyó, seguramente por Adán, el hombre de nuestro cuento, que yo era también, un hombre. La humanidad entera sigue imaginándome así, como un hombre. Así que creyó que si me preguntaba me enojaría, la castigaría, como sería natural que lo hiciera un hombre. Y es que ese Adán era un típico niño y la tenía medio asustada. Le gustaba recordarle qué Él era el primogénito y por lo tanto el importante. Que ella no era más que una costilla, y constantemente la molestaba con cosas que la hacían sentirse menos. No es que Adán fuera malo, no. Era un niño… y tú sabes que a los niños les gusta molestar a las niñas. Y también sabes que las niñas suelen tomárselo todo muy a pecho, y… tuvo miedo.
Total que aquí estaba esta niña con mucha curiosidad y nadie para orientarla. Y su curiosidad creció y creció hasta que ella empezó a formular sus propias teorías. Que si esto, que si aquello. Y por fin probó el fruto. Y luego se lo ofreció a Adán. Y no creas que Adán hizo tantas preguntas. No, ¡qué va! … El hombre es más práctico. Vio que el fruto podía comerse, su curiosidad se limitó a preguntarse a qué sabría, y se lo comió.
Y ahí empezó todo. Yo me di cuenta de que habían comido del fruto porque de repente se escondieron, empezaron a cubrir su cuerpo y se les veía temerosos. Cuando les pregunté qué pasaba me dijeron que nada. Todo bien. Pero los nervios los delataron de inmediato. ¿Acaso comieron del fruto del árbol del conocimiento?, les pregunté. No, no… me respondieron. Pero bastó una mirada para que Adán soltara la sopa. Me lo ha dado Eva, dijo. Y Eva le echó la culpa a la serpiente.
Qué fácil habría sido asumir la responsabilidad… cuando se asume la responsabilidad hay algo que hacer. Pero eran unos niños, todavía no habían desarrollado la habilidad para responder por sus actos.
Y el fruto, claro, ejerció su efecto sobre ellos. Siempre hay consecuencias y de esas, no se puede esconder nadie. Así que se les abrieron los ojos en torno al nuevo conocimiento, el que provino del fruto. Pero no sabían que el fruto, si bien es un aspecto de la verdad, no es La Verdad. La Verdad está en el Árbol, no en el fruto. Así que el Edén dejó de existir para ellos, porque ya no podían ver más que el fruto de su conocimiento. Y pasaron muchos años y muchas generaciones. Y desde entonces, hasta hoy, la humanidad vive en un mundo de conocimientos. Y hay tantos conocimientos como frutos puede tener un árbol. Y todos creen tener la verdad.
Jesús, tu hermano, fue al mundo a abrirles los ojos. Pero no a abrirlos al conocimiento, sino a la Verdad.
Así que cuando Jesús te ha dicho que tienes que dejar el castillo, lo que te ha querido decir es que tienes que dejar de creer en el fruto. Dejar la seguridad del mundo tal y como lo conoces, y empezar a vivir en la sorpresa que la vida es. Porque la vida… ¡es sorprendente hija! ¡Disfrútala! ¡Vívela!Aprende a verla con los ojos de la Verdad. Con Mis ojos.
Recuerda que Yo soy la Verdad y la Vida. Yo soy el Amor. Yo soy el Árbol, hija. Por eso tienes que dejar el castillo. Para aprender a verme no como un lugar de refugio, un salvavidas que te puede ayudar, sino como la vida misma. Y la vida está en ti. Tú estás viva. Y yo estoy aquí, contigo, en ti. No tienes que ir a ningún lado para encontrarme. Ya estoy aquí. Esa es la buena noticia.
Pero la realidad, dijo ella desconcertada … la realidad es tan… real. ¿Cómo ignorarla?
La realidad es el fruto. Y claro que es real. Existe. Las consecuencias de los actos siempre se dejarán ver. Son reales. Pero no lo olvides hija. No son la Verdad. Yo soy la Verdad.
Así que si vuelves a verte en una situación en la que la realidad se desploma contigo dentro, recuerda que Yo estoy ahí. Cree en Mí. Aunque en ese momento no puedas verme, no alcances a sentirme, no puedas respirarme… cree en Mí. Todo cobrará sentido más adelante. Todo. Pero el primer paso es creer.
Ella lo vio con profunda gratitud, y con miedo. No sé si estoy lista para dar el paso, pero supongo que si te has molestado en contarme todo esto, es porque te gustaría verme darlo.
Claro que me gustaría, hija. Quiero verte crecer.
¿Tú crees en Mí?
Eres mi hija, claro que creo.
Gracias Papá.
Y ambos se fundieron en un abrazo.
viernes, 10 de junio de 2011
Escoge tus batallas III
Estaba sentada en la cima de una colina. El sol empezaba a acercarse al horizonte y el cielo se matizaba con una combinación de naranja, rojo y púrpura, extraña y bella. Se oyó una voz a sus espaldas. Vaya, por fin te encuentro. ¿De quién te escondes? Ella no volteó a verlo. No hacía falta. Era la voz de su Hermano mayor.
Me escondo de Ti, por supuesto, dijo intentando ser distante.
Él se sentó a su lado. Con que sigues jugando a las escondidas. Ya estás muy grande para eso, ¿no crees? Y ya instalado a su costado le dio un empujón con el hombro, y ahora sí, a pesar de sus esfuerzos, no pudo mantener la seriedad en el rostro, y sonrío, sólo para volver a recuperar el equilibrio perdido y ponerse seria otra vez. No empieces, sigo enojada contigo.
Bueno, enojada o no, mañana paso por ti. Vamos a cabalgar juntos.
No quiero ir, le respondió cortante. Tengo cosas que hacer.
El sólo sonrío. No te pregunté si querías. Mañana paso por ti. Temprano, ¿eh? Ya sabes que me gusta madrugar tanto como a tí desvelarte, así que procura no darte gusto hoy. Y muy divertido, le dio un nuevo empujón mientras se ponía de pie. Ella, volvió a perder el equilibrio y una nueva sonrisa involuntaria se dibujó en su rostro. Levantó la vista y lo vio. ¡Ay, me caes gordo!, se quejó casi riendo.
Lo sé, le dijo Él riendo a su vez. Yo también te quiero. Se dio la media vuelta y se marchó.
A la mañana siguiente su Hermano entró a la habitación, encendió las luces y le echó unas gotitas de agua helada en el rostro. Ella abrió los ojos de golpe y empezó a refunfuñar de inmediato. ¡¿Pero qué te pasa?!
Vamos, dije temprano. Te veo en cinco minutos abajo.
Cuando bajó, su hermano ya estaba montado en un hermoso caballo pinto, y a su lado la esperaba un caballo marrón. Se subió a la silla y apenas alcanzó a acomodarse cuando su Hermano ya estaba galopando. Ella se apresuró y fue detrás. El sol aún no se asomaba.
Cabalgaron cerca de media hora cuando llegaron a un acantilado junto al mar. Su hermano se bajó del caballo, colocó una manta en el suelo y sacó una bolsa con alimentos. ¿Me levantaste tan temprano para hacer un picnic?, le dijo en tono molesto. No, te levanté temprano para que te enfrentes a la verdad. Pero primero vamos a comer. Tengo hambre.
Partió el pan, lo bendijo y le ofreció un trozo. Comían cuando se asomó el sol en el horizonte. Mira, es hermoso. Y tú estás aquí para verlo. Razón suficiente para agradecer. ¿No te parece?
Ella, sin decir nada, agachó la mirada. Él acercó la mano a su rostro, levantó su mentón y le preguntó: ¿Por qué dejas de ver lo que se te ha dado? ¿Por qué escondes el rostro?
Porque no lo merezco.
¿Y quién dijo que tienes que merecerlo? Se te ha dado. Velo, disfrútalo. ¿Escuchas los pájaros, las olas del mar? Todo empieza a despertar. ¡Me encanta el amanecer! Me recuerda que estoy vivo. Razón suficiente para agradecer, ¿no te parece?
Sí.
Permanecieron así, sentados uno a lado del otro, frente al amanecer, hasta que el cielo se tornó celeste y las nubes dejaron los tonos naranjas atrás.
Me vas a pedir que te cuente lo sucedido, ¿cierto?
No, contestó Él. Voy a pedirte que tomes una decisión: ¿quieres volver a hablar del asunto, o quieres trascenderlo? Pero no me contestes todavía. Piénsalo bien.
¿Qué hay que pensar? Quiero trascenderlo.
Tienes que pensar en lo que vas a dejar, y que ya no volverás a tener. Tendrás que dejar el castillo. Y la verdad, bajo el refugio de Papá se vive muy bien: te dedicas a hacer todo lo que tienes que hacer; dices lo que tienes que decir; eres lo que tienes que ser. A mucha gente le funciona. Tiene su belleza y gracia.
¿Y si decido trascenderlo?, preguntó ella.
No podrás volver a refugiarte en el castillo. Tendrás que asumir la responsabilidad de lo que sucede. Y harás lo tienes que hacer, dirás lo que tienes que decir, y serás quién tienes que ser. Pero nadie te dirá lo que eso significa. Tendrás que descubrirlo tú sola… No podrás volver a ser una víctima. Escuchalo bien: No podrás volver a ser una víctima.
¿Sóla?
Bueno, sola, sola, no. Yo seré tu guía.
Y ya sabemos a dónde me puede llevar eso… Lo dijo con el filo del sarcasmo en los labios.
¡Ah! El enojo por fin se asoma. Sí, ya sabemos a dónde nos puede llevar eso: a trascenderlo. Tú decides… Regresemos al castillo.
No hubo una sola palabra durante todo el trayecto de vuelta. Al llegar al castillo, bajaron de los caballos y su Hermano se acercó a ella. La tomó de los brazos, la vio directamente a los ojos, y le dijo: No hay decisiones buenas ni malas. Decidas lo que decidas, Papá siempre te va a querer, y Yo siempre te voy a querer. Decidas lo que decidas, la Vida correrá en tus venas y el Amor estará en tu existencia. Sé que tienes miedo, pero no tengas miedo. Trascender es más fácil de lo que imaginas.
Le soltó los brazos, se dio la media vuelta, y empezó a alejarse. Ella, corrió hacia Él. ¡Jesús!, gritó su nombre, se le plantó en frente y lo abrazó. ¡Te quiero, y no estoy enojada contigo! ¡No es contigo!
Él la abrazó también. Lo sé pequeña. Yo también te quiero. La estrechó aún más fuerte. Te quiero mucho. Y siento mucho lo que sucedió. Lamento con toda mi alma que te hayan dañado de esa forma. Me duele saber que hubo alguien capaz de lastimarte. Sufro al darme cuenta de que confiaste plenamente en alguien, y que ese alguien utilizó tu fe para ultrajarte. Lo siento de verdad, lo siento. Pero mírame… La soltó, colocó sus manos en su rostro, y clavó sus ojos en los de ella: Yo puedo borrarlo todo. Yo tengo la autoridad para cerrar la herida y no permitir que vuelva a doler. Te pido que creas en Mí. Vuelve a creer plenamente en alguien, y que ese alguien sea Yo. Nadie más, sólo Yo.
Volvió a abrazarla, aún más fuerte. Le dio un beso en la frente antes de soltarla. Te amo, y si decides concederme el honor de ser tu guía, te espero mañana temprano… aquí.